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El viento austral clavaba como agujas de hielo el rostro imperturbable del joven piloto Luis Pardo, mientras la proa de la escampavía “Yelcho” se abría paso con ritmo pausado y firme a través del temible mar de Drake, penetrando la profunda oscuridad de la noche invernal. El ritmo sordo de su máquina recíproca y las vibraciones de la hélice cuando remontaban una ola, cual latidos de metal y vapor, eran frágiles testimonios de la presencia de vida humana, sumidos en la inmensidad de la noche, el viento y esas largas olas negras ribeteadas por trazos de espuma luminiscente.

Era la madrugada del 29 de agosto de 1916. Estaban en pleno invierno, aunque los dos meses pasados desde el solsticio de invierno permitían algunas horas de tímida penumbra cerca del mediodía. Las estrellas que se mecían en el cielo daban a la tripulación una equivoca sensación de seguridad, pero Pardo y su ilustre pasajero, sir Ernest Shackleton, teniente 1° de la reserva naval de la Real Armada Británica, sabían que ese escenario podría transformarse en cualquier minuto, sin advertencia previa.

Hace solo dos semanas habían experimentado vientos huracanados y olas temibles mientras remolcaban la goleta “Emma” desde Puerto Stanley a Punta Arenas. Negras masas de agua golpearon la “Yelcho” sin misericordia y se aferraron a ella al congelarse traicioneramente en cubierta. Esas olas le habían arrebatado el remolque y con fría pericia Pardo lo había recuperado, ante la mirada asombrada de Shackleton.

El día anterior habían cargado carbón en la isla Picton y se habían lanzado en una odisea hacia las entrañas del Continente Helado. La pequeña nave, sin electricidad, comunicaciones ni ayudas a la navegación más que el noble compás magnético y los instrumentos astronómicos, estaba en las manos de la pericia de su comandante, del empeño de su tripulación y de la Divina Providencia.

Mientras Pardo luchaba contra el frío que traspasaba su grueso capote tratando de adormecer sus sentidos, recordaba la carta que envió a su padre antes de zarpar: “Cuando usted esté leyendo esta carta, o su hijo ha muerto o ha llegado con los náufragos a Punta Arenas. Solo no volveré”.

Tenía confianza en sus hombres, en su noble escampavía, en la prolija preparación y en su experiencia en la zona, pero sabía que la fuerza de la naturaleza antártica puede superar la imaginación del hombre y desbaratar las empresas mejor planificadas.

Eso había pasado con la malograda Expedición Imperial Transantártica de Shackleton iniciada en noviembre de 1914, de la cual 22 hombres permanecían en la isla Elefante, al norte de la península Antártica, y solo cinco hombres, encabezados por Ernest Shackleton, habían logrado salir en un bote a vela para pedir ayuda, sin duda una de las más excepcionales proezas de supervivencia que consignan los anales antárticos.

Era a esos 22 hombres que la “Yelcho” se dirigía a rescatar luego de casi dos años de penurias en el hielo antártico, con la esperanza de que aún estuvieran con vida.

A ratos se preguntaba: “¿Por qué me metí en esto?”. Él no era el comandante titular de la “Yelcho”, sino de la “Yáñez”, más pequeña y limitada.

Todo comenzó cuando el piloto Francisco Miranda, aquejado por una enfermedad, le cediera el mando de la “Yelcho” para la comisión de remolque de la goleta “Emma”. Allí, Pardo conocería a sir Ernest Shackleton y quedaría impactado por la suerte de esos 22 hombres abandonados en la isla Elefante, contando con la única esperanza de que su energético “Jefe” pudiera conseguir auxilio para su rescate.

Pardo sintió que era su momento y lugar en la historia. Era su oportunidad de hacer un aporte trascendente y dejar el nombre de Chile inscrito en los anales de las epopeyas antárticas, hasta entonces reservados para las grandes potencias.

Shackleton, a su vez, sintió que este diestro y audaz piloto de la Armada de Chile era la última esperanza de sus 22 hombres.

Pardo hizo todo lo que estuvo a su alcance para acometer la tarea. Estudió cada aspecto de la operación, trazó planos y cartas con meticuloso detalle, eligió a los hombres uno por uno, todos voluntarios de la “Yelcho” y la “Yáñez”, y se presentó ante el almirante López, comandante del Apostadero Naval, con la actitud de comandante de la expedición de rescate. Los elogiosos comentarios de Shackleton inclinaron la balanza para su designación.

No debe haber sido fácil para el piloto Luis Pardo llegar a esa decisión. Podemos imaginar las presiones de su propia conciencia, ante el riesgo de dejar una viuda y dos pequeños hijos huérfanos. Podemos sentir el peso de las miradas de esos hombres resueltos que lo seguirían confiadamente en su aventura, sabiendo que podrían no regresar. Podemos suponer también el malestar del piloto Francisco Miranda ante este oficial menos antiguo que retendría el mando de su nave. Nos ponemos en el lugar del almirante Luis López, ante el dilema de enviar a la “Yelcho” a una expedición de alto riesgo con su comandante titular o con otro menos antiguo, pero que demostraba determinación, destreza y una meticulosa planificación.

Aparte de su humana empatía con los infortunados náufragos de la isla Elefante, el almirante López y el piloto Pardo sabían también del deber del Estado de Chile y de su Armada respecto de la vida humana en el mar, especialmente dentro del territorio antártico en que Chile ejercía, y ejerce hasta hoy, su soberanía. Por eso este salvataje humanitario constituía además un acto de ejercicio de soberanía del Estado de Chile, especialmente considerando que los náufragos eran súbditos del Imperio Británico, que aspiraba al dominio de esos territorios.

La epopeya del bergantín “Endurance” ha sido narrada por diversas plumas, con merecidos elogios para Shackleton y sus hombres, pero muy poco se ha escrito de la hazaña del rescate magistralmente planificado y ejecutado por el piloto 2° Luis Alberto Pardo Villalón y su dotación de la escampavía “Yelcho”, en agosto de 1916.

Génesis del rescate

14 de agosto de 1916. Sir Ernest Shackleton estaba en Punta Arenas, abrumado por el destino de sus 22 hombres que habían quedado en la isla Elefante.

Había pasado un año y ocho meses desde que el “Endurance” había zarpado de Puerto Stanley con Shackleton y 28 hombres a bordo, iniciando la ambiciosa Expedición Imperial Transantártica, que pretendía cruzar el continente helado desde el mar de Weddel hasta el mar de Ross, pasando por el Polo Sur. Cuando estaba a 80 millas de la bahía Vahsel, su punto de desembarco, el “Endurance” quedó atrapado en el hielo y finalmente se hundió.

Los hombres acamparon varios meses sobre el hielo, y lograron llegar en tres botes a isla Elefante, en el extremo norte de la península Antártica. Desde allí, Shackleton había zarpado cuatro meses atrás con cinco hombres en un bote a vela para pedir ayuda y poder rescatarlos. Atravesó 800 millas hasta las islas Georgias del Sur y desplegó su influencia y esfuerzos para salvar a sus hombres.

Había intentado el rescate tres veces, sin éxito. Desde las islas Georgias con un ballenero local, desde Puerto Stanley con un buque pesquero uruguayo y desde Punta Arenas con la goleta “Emma” que a duras penas logró regresar a vela y con serios daños a Puerto Stanley.

Al término de la tercera expedición, Shackleton pidió el apoyo de la “Yelcho” para el remolque de la goleta “Emma” desde Puerto Stanley a Punta Arenas.

Quiso el destino que el comandante de la escampavía “Yelcho” estuviese enfermo, por lo que el comandante del Apostadero Naval de Magallanes lo reemplazó con el piloto 2° Luis Pardo Villalón.

Durante ese remolque, Shackleton y Pardo se conocieron. Pardo se enteró de la desesperada situación de los 22 náufragos del “Endurance” en la isla Elefante, y Shackleton supo que contaba con un marino diestro y decidido, capaz de traer de regreso a sus hombres.

Solicitó directamente al almirante Joaquín Muñoz Hurtado que la escampavía “Yelcho”, de la Armada de Chile, viajara a la Antártica, a la isla Elefante, e intentara el rescate de los 22 náufragos británicos, prometiéndole que la nave no penetraría en los hielos.

Aunque la escampavía “Yelcho” se veía inhábil para tener éxito en la misión de rescate, porque no había sido construida para soportar la banquisa ni navegar entre hielos, y no reunía las condiciones para viajar a la Antártica, sir Ernest, que se veía muy desesperado, no estaba en posición de menospreciar la pequeña nave como una opción de rescate.

El vicealmirante Muñoz Hurtado lo consultó con el gobierno de Chile y accedió oportunamente. El orgullo nacional se hallaba en juego y la República de Chile no podía permanecer ajena a la tragedia antártica de los británicos. La respuesta fue inmediata: El director general de la Armada de Chile, almirante Muñoz Hurtado, dispuso que el comandante en jefe del Apostadero Naval de Magallanes, contraalmirante Luis López Salamanca, le proporcionara un buque a sir Ernest Shackleton.

¡Había llegado el momento en que la Armada de Chile se hiciera cargo del rescate!

La nave

En ese momento solo se encontraban en Punta Arenas dos de las cuatro escampavías con que contaba el Apostadero Naval de Magallanes: la “Yáñez” y la “Yelcho”. Aun cuando ambas naves eran absolutamente inapropiadas para realizar una empresa de esta suerte en condiciones de invierno, debiendo optarse por una de ellas, se prefirió a la escampavía “Yelcho”, por ser la menos antigua, ligeramente más grande y porque su máquina era más potente.

La escampavía “Yelcho” era una nave de la clase remolcador oceánico, de 467 toneladas de desplazamiento y relativamente anticuada, que había sido construida en 1906 en los astilleros de George Brown & Co., en Greenock, ciudad en la desembocadura sur del estuario del río Clyde, en Escocia.

Su casco de acero, de bordas muy bajas y sin doble fondo, tenía 36,58 metros de eslora (largo), 7,00 metros de manga (ancho) y 2,80 metros de puntal (alto); sus calados, con un lastre de 20 toneladas de cadena y provisiones para seis meses, eran 1,68 metros a proa y 3,20 metros a popa.

El vapor lo generaba una caldera cilíndrica a carbón, que funcionaba con una presión de 20 libras por pulgada cuadrada, y que tenía un serio desperfecto en su cañería de alimentación. El buque no tenía dínamo, por lo que no contaba con electricidad ni alumbrado eléctrico; tampoco contaba con calefacción.

Su armamento lo componía un cañón Hotchkiss de 37 milímetros, 6 carabinas Máuser de 7 milímetros, 4 revólveres Smith & Wesson de 7 milímetros y 6 hachas de abordaje.

Para la navegación contaba con un compás magnético magistral, que había sido compensado por demarcaciones terrestres el 12 de febrero de 1916, con un desvió máximo de 12°. Las cartas de navegación de la época eran muy deficientes y las meteorológicas prácticamente inexistentes. No contaba con medios de radiocomunicación.

Esta nave era completamente inapropiada para soportar la presión de los hielos y menos aún el choque de los témpanos. Enviarla a aguas antárticas, cruzando el paso Drake durante el invierno, era tomar un riesgo bastante grande y, simplemente, una audacia. El único atributo que podía exhibir para cumplir su misión era la calidad, pericia y coraje de su tripulación.

Considerando lo potencialmente peligrosa que era la misión, el Apostadero Naval de Magallanes decidió llamar a voluntarios. El primero que se presentó fue el piloto Luis Pardo.

El líder

Huérfano de madre tempranamente, desde su infancia Luis Pardo reveló vocación por las cosas del mar. Estudió en el Colegio Salesiano de San Juan Bosco, en Valparaíso. Según la poetisa chilena Sara Vial, habría sido uno de los tres mejores alumnos que pasaron por ese establecimiento.

Con el anhelo de independizarse, el 26 de julio de 1900, casi a los dieciocho años de edad, ingresó a la Escuela Náutica.

Pardo terminó sus estudios y egresó el 9 de octubre de 1903 y durante su viaje de instrucción en velero visitó Europa y alcanzó hasta el Japón..

El 25 de agosto de 1906, Luis Pardo contrajo matrimonio con la distinguida dama Elvira Laura Ruiz Gaspar, a quien llamaba cariñosamente Pepita [Nannuci, 2009], en la iglesia de los Doce Apóstoles en Valparaíso. El matrimonio estableció su domicilio y su hogar en una casa en la calle Capilla 83, en el cerro La Merced, en Valparaíso. De este matrimonio nacieron cuatro hijos: Fernando, Ricardo, Fresia y Roberto.

El 12 de septiembre de 1910 ascendió a piloto 2° y fue transbordado al Apostadero Naval de Magallanes, con base en Punta Arenas, correspondiéndole navegar como comandante en las escampavías “Porvenir”, “Valdivia”, “Yáñez” y “Yelcho”. Su principal misión era ocuparse del aprovisionamiento de los faros y balizas. Como comandante de la escampavía “Porvenir” le correspondió participar en varias importantes comisiones hidrográficas, estudiando los laberintos del estrecho de Magallanes y de los canales australes, para luego ser trasladados a planos y cartas hidrográficas.

Esas comisiones le permitieron familiarizarse con la intrincada geografía de los archipiélagos australes chilenos, aunque lo mantuvieron lejos de su familia por períodos tan prolongados que sus hijos, tres varones y una niña, en su primera infancia apenas tenían oportunidad de alternar con él.

Tal es así que, al regresar a su hogar en Valparaíso después de una larga ausencia, se encontró en la calle con Fernando, el mayor de sus hijos, y advirtiendo que este no lo reconocía, le tendió una moneda de oro. El pequeño se negó a recibirla, replicándole, con toda la formalidad de sus escasos años:

—Gracias; no puedo aceptar dinero de un extraño.

Austero y decidido

Cuando se presentó como voluntario para comandar la misión, Luis Pardo tenía casi 34 años de edad, plenos de energía, modestia y agradable trato. Era una persona íntegra, tanto en lo profesional como en lo familiar y social, de modales serenos y deferentes, actuando invariablemente con nobleza y lealtad. No le agradaba la parafernalia protocolar y no se motivaba por su economía personal; para sus sencillas costumbres le bastaba con su sueldo.

Frente a su determinación inexorable, a la reciedumbre de su expresión y a la seguridad de su voz, el mando naval pudo darse cuenta de que frente a ellos se hallaba un hombre de carácter. Porque, en verdad, el piloto Pardo no solo se propuso: se impuso. Desplegó las cartas de navegación, determinó la ruta y, enseguida, como si ya estuviese aceptado para el puesto de comandante de la escampavía “Yelcho”, manifestó que él escogería a los hombres que habrían de acompañarlo en la misión.

A Pardo lo secundaba el piloto 2° León Aguirre Romero, único oficial que lo acompañaría en el viaje y que acababa de regresar del frustrado viaje de la goleta “Emma”. Aguirre se desempeñó durante casi todo el viaje como oficial guardiero, siendo relevado en dos únicas ocasiones por Frank Worsley.

Antes de zarpar, Luis Pardo dejó una emotiva carta para su padre: “La obra es grande, pero nada me arredra: soy chileno. Dos consideraciones me hacen afrontar dichos peligros: salvar a los exploradores y darle renombre a mi patria. Si fracaso y muero, usted cuidará de mi Laura y de mis hijos, que quedarán desamparados y sin más apoyo que el suyo”.

La proeza

Para formar parte de la tripulación de la escampavía “Yelcho”, a pesar de las serias dificultades y peligros que implicaba este viaje, los voluntarios abundaron. Naturalmente, se presentaron todos los que habían servido a las órdenes del piloto Pardo en la escampavía “Yáñez”. Cumplidor y concienzudo, sus marinos lo seguían ciegamente, ya que lo reconocían como un hombre justo y apreciaban también su destreza marinera, así que a donde los guiara su comandante, allá marcharían.

La noticia se propagó rápidamente por toda la ciudad. Si la contingencia de socorrer a los náufragos británicos se veía tan incierta y la eventualidad de tener éxito en la misión —en la que otras tres naves en mejores condiciones de tiempo y hielo ya habían fracasado— tan remota, ¿qué probabilidad podría tener la escampavía “Yelcho”? En el ambiente marinero del puerto de Punta Arenas se dudaba, pues era la temporada en que los hielos sitiaban la isla Elefante.

Sir Ernest estuvo ligeramente perplejo observando a la tripulación embarcarse “a la chilena” —con lo puesto— para ir a intentar el rescate por cuarta vez. “Estos chilenos son, en mi opinión, los mejores marineros latinos en el mundo”, escribió Frank Worsley en su libro “Endurance”.

La noche del jueves 24 al 25 de agosto de 1916, a las 00:15 horas, la escampavía Yelcho zarpó desde Punta Arenas. Un gran número de personas concurrió al muelle de pasajeros para ver el zarpe de sus intrépidos tripulantes, en cuyos rostros endurecidos se predecía la certidumbre del triunfo.

El comandante Pardo se dirigió al sur por el estrecho de Magallanes, para tomar la ruta de los canales. El martes 29, la navegación continuó desarrollándose, con los hielos flotantes cada vez más peligrosos.

Finalmente, a las 12:30 horas del 30 de agosto, Yelcho llegó al frente del campamento y, con gran regocijo de todos, avistaron el lugar en que los náufragos estaban ubicados.

Pardo y los británicos rescatados, después de su llegada a Punta Arenas, en la puerta del Hotel Royal..

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