En los comienzos de la Avenida Providencia, donde antes terminaban los tajamares del Mapocho y, más o menos frente a la casa habitación de don Carlos Aldunate Solar, yergue contra el cielo la pureza de su estilo antiguo, el obelisco que en tiempos de la Colonia mandó a construir don Ambrosio O'Higgins, gobernador entonces de Chile, a manera de recuerdo de su administración.

Este sitio, que antes, en los viejos tiempos coloniales de capa y espada, sirvió como aristocrático paseo a las damas y “tapadas” que iban allí a la espera de sus galantes caballeros; que después fue amparo y refugio del hampa, trashumante y maleva de Santiago, y que ahora ha cedido ante el avance atropellador del progreso edilicio, ha tenido y tiene multitud de leyendas de ánimas, aparecidos, frailes que penan y que, en las oscuras noches de agosto, paseaban por los tajamares arrastrando cadenas. También allí se batieron más de una vez dos caballeros por cuestión de copas, dinero o mujeres.

En la tarde de ayer, hemos llegado hasta el viejo obelisco y conversado con uno de los pocos hombres que aún recuerdan estas cosas. Nuestro amigo se llama Juan Zúñiga y su edad no la recuerda; pero eso sí, sabe que en su tiempo las cuadras de terreno valían un peso en plata y que, desde guaina se crió en la Dehesa, la antigua hacienda que antes era patrimonio de la capital.

La añoranza del viejo

Cuesta poco sacarle las palabras a Zúñiga. Ahora es él quien habla: “Me acuerdo —empieza— que cuando joven venía a pasear aquí al caer la tarde. Una vez por casualidad me dio la oportunidad de presenciar un caso bastante extraño. Al lado de la pirámide —y su brazo señala el obelisco de don Ambrosio— estaban dos hombres que conversaban entre sí, cubiertos por amplias capas, y al parecer deseosos de que nadie se mezclara en su charla”.

“Yo, sentado en uno de los bancos que allí había, permanecía invisible para ellos, todo oídos, con el ansia de poder pescar algunas palabras”.

El asesinato del cura

“Unos pasos graves y sonoros se dejaron oír. Tras el ruido apareció la alta figura de un eclesiástico que marchaba rápidamente en dirección al centro. En verdad la hora era bastante avanzada para que un ‘padre' anduviera solo por estos lados. A pesar de todo, nada me llamó la atención hasta que los dos hombres se abalanzaron sobre el cura, dándole de cuchilladas y dejándolo en pocos instantes herido de muerte sobre el tajamar. Loco de terror, eché a correr a la desesperada por la Avenida del río. Al día siguiente volví: en el lugar en que había caído el curita había un par de velas que goteaban su esperma sobre los ladrillos”.

El rapto de una dama

Zúñiga calla por unos momentos y luego vuelve a hablar. Ahora nos cuenta la atormentada historia que su abuela le narraba cuando niño junto al fogón, allá en la Dehesa. Se trata de un miembro de la aristocracia de entonces, gran señor y cortesano, que poseía centenares de onzas y esclavos. Enamorado de una mujer, la raptó una tarde en pleno paseo. Su aventura terminó, como todas las que tuvieron como escenario el tajamar, con la muerte violenta y trágica. Murió, nos dice Zúñiga, a manos del ánima del padre de la muchacha, muerto en el Perú cuando la bella no era sino una pequeñita.

Y después sigue narrando historias iguales. Ya es un ladrón que buscó refugio en el tajamar y que encontró un entierro de ricas onzas españolas; ya un fraile pecador que le gustaba salir de aventuras y que mató a un compañero al pie del obelisco; ya es el mismo don Ambrosio O'Higgins, gobernador de Chile, galante caballero, que corrió locos amoríos con una peruanita y que salía a pasear con ella en calesa por los alrededores del tajamar.

También nos cuenta que todos los 24 de agosto, noche de San Bartolomé, las cercanías del viejo tajamar se llenan de fantásticas luces. Son las almas —nos dice— de aquellos que murieron violentamente al pie del obelisco, teniendo pecados que confesar.

La inscripción

Al irnos ya, miramos unos instantes la vieja inscripción del obelisco. Dice así: “Reynaldo Carlos III y gobernando este reyno don Ambrosio O'Higgins de Vallenar mandó a construir estos tajamares”. Y en esas frases está resumida toda la leyenda del tiempo colonial, con sus entierros, sus tapadas, y sus duelos a muerte.

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