En viaje al Norte, difícil es dejar de ver —después del cruce a Llay-Llay— un cartel que dice “Ocoa” y que enseguida refuerza su presencia con un inusitado edificio blanco que desde su frontis se identifica como “Estación de Ocoa”. Ahora está recién pintada.

El bello inmueble sobrevivió al término y desmantelamiento del F.C. entre Valparaíso y Santiago. No solo eso. También se hizo el símbolo material de la existencia de tal lugar. Cada vez que los ocoínos —especialmente sus jóvenes— sienten “desesperanza” urbana por su poblado, acuden al ruinoso edificio y lo limpian, organizan actividades y, sobre todo, lo pintan. Por eso es que en un viaje al Norte es imposible no verlo, destellando vivaz, aunque en sus alrededores haya sitios eriazos y casas pobres.

Tras esa fachada, que por estos días es baluarte del optimismo y la resistencia ante el abandono, la villa se agazapa entre sus calles largas, y permanece camuflada bajo los huertos que hay en sus patios.

Se ve muy pequeña ante esa absoluta mole que es el cerro de La Campana.

Bastan tres horas lentas para recorrer Ocoa y reconocer que su orden urbano aún obedece a directrices originadas en tiempos coloniales. La población se ordena por sectores que equivalen a los antiguos fundos que allí hubo: Vista Hermosa, Maitenes, Rabuco, Los Tilos de Hualcapo, Las Palmas. Con el tiempo, estos devinieron en parques, avenidas, empresas agrícolas que continúan compartiendo el territorio con el primer barrio que allí nació, La Champa, actual Villa Prat. Los antiguos habitantes la llaman Vista Hermosa de Ocoa, reconociendo como patrimonial el nombre del fundo que ya es parte de su planta urbana.

Tiempos coloniales

Los primeros propietarios de Ocoa fueron los jesuitas. Allí, desde 1628, tuvieron su estancia de vacas, viñas y, hacia fines del siglo XVIII, tras su expulsión, aún quedaban unos 8 mil frutales. También sembraron cáñamo y, sobre todo, recogían de 600 a 800 fanegas de cocos del palmar. Estos se exportaban al Perú; además de ser el alimento preferido por las tripulaciones de los barcos. Lo más preciado que tuvo la Orden fue su palmar de Ocoa, hoy Parque Nacional La Campana.

“Crecen las palmas por millares en el plano de la quebrada, como gigantescos batallones de silenciosos guerreros formados en cuadro. Reposan los titanes sobre sus armas la gloria i la fatiga de haber vencido los siglos pasados, prontos para arrostrar el combate con los siglos por venir”, escribió Benjamín Vicuña Mackenna en 1877.

Tras la expulsión de los jesuitas la estancia fue comprada (1775) por Diego de Echeverría y Aragón. Hacia fines de ese siglo se dividió entre la familia: Rafael Echeverría, Manuel Guzmán, Juan Morandé, todos parientes. En la hijuela de Guzmán se edificó la primera estación de trenes en 1861. Este fue el momento más rentable de Ocoa.

El ferrocarril permitió proveer a Valparaíso y Santiago de legumbres y leche; también al Perú y al mineral de Caracoles. Pasto seco, trigos, porotos, vinos, miel, cocos y papas que sembraban los inquilinos.

Antes, en 1822, la feudataria Mónica Larraín dividió la estancia entre sus cinco hijos. Al igual que hoy, Vicuña Mackenna escribía que, “al pasar por las modernas casas de Ocoa, (se divisan) escondidas al viajero entre frondosas alamedas”. En una de esas casas, en 1873, se encontró el piano más antiguo que se conoce en Chile. Otra primicia de Ocoa fue que (1824) mientras un mayordomo sacudía la paja del embalaje de un cajón con loza llegada de Inglaterra, encontró unas semillas que se le ocurrió sembrar. Era ballica, uno de los pastos más nutritivos que existen después de la alfalfa.

Alamedas y trenes

Aunque ya no sea así, la palabra Ocoa —desde sus traducciones mapuche y quechua— tiene que ver con el agua, la humedad y los arroyos. Dicen que al lado de la estación hubo un manantial y que también se veían vegas y pantanos.

Hacia fines del siglo XIX el territorio estaba repartido en los fundos Rabuco, de Virginia Flores Vda. de García Moreno; Las Palmas, de Ascanio Bascuñán; Hualcapo de Francisco de Borja Echeverría; Maitenes, de Dolores Echeverría. Vista Hermosa era de Eugenio Guzmán Irarrázabal y, excéntrico, el de Ocoa, de Juan de Dios Lafebre.

De tanta historia quedaron topónimos locales, las plantas y casas de los fundos. Quedaron las palmas silvestres que alguna vez dieron el orden formal a los parques que allí se construyeron (el de Maitenes y

Rabuco) y las pequeñas capillas, como las de la Inmaculada Concepción o, la más bella de todas, Los Maitenes. Todo esto se puede recorrer hoy, caminando bajo varias alamedas de encinos, roble negro, plátanos orientales, robinias y añosos tilos.

Aun cuando el orden señorial se terminó, los ocoínos siguen viviendo muy unidos a la historia. Por eso, porque se hizo un suelo atávico y un hito testimonial del patrimonio intangible, es que cuidan y siguen soñando el desarrollo desde su estación de trenes. Por estos días, los jóvenes del lugar anhelan que Ferrocarriles del Estado les conceda el inmueble en concesión. Ocoa, desde 1987 —fin del tráfico por esa trocha— jamás abandonó su fervor por el tren. Es que ese edificio era un bien común; era lo de todos. Un testimonio patrimonial que les une para seguir construyendo el territorio, y por eso es que lo pintan de blanco.

(Continúa en la página 18)

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