Roberto Brodsky vivió el exilio en Buenos Aires y en Caracas, formó parte del círculo de escritores jóvenes que se juntaban bajo el alero de Enrique Lihn, publicó su primera novela con más de 40 años de edad, escribió el guion de “Machuca” y ahora, radicado en Nueva York, adaptó su novela “El arte de callar” para la pantalla. El resultado es “Berko”, miniserie de cuatro capítulos que se estrenó en Fox Premium con las actuaciones de Benjamín Vicuña, Daniela Ramírez y Daniel Muñoz. El punto de partida es un caso que Brodsky tuvo que reportear en 1990 para la revista “Hoy”: la nunca aclarada muerte del periodista británico Jonathan Moyle, quien fue encontrado muerto en la habitación 1406 del Hotel Carrera mientras investigaba los detalles de la venta de un helicóptero militar.

—¿Cómo fue para ti dilucidar los hechos al calor de los acontecimientos y luego, con la distancia, transformarlos en un thriller?

-—Esa es la pregunta del millón, porque el crimen de Moyle tiene límites temporales muy claros, o sea, ocurre en Santiago en 1990, pero su especialidad es distinta y se extiende mucho más allá de esa fecha y del episodio en cuestión. Eso es lo que recoge la ficción. La ficción es como la extensión de una herida, de una felicidad o de una venganza. Además, al momento de transformarse en narración literaria todo se complica, porque lo factual se mezcla con lo imaginario.

—¿Es posible ficcionar sin atentar en contra de la veracidad?

—Fantasear es caminar hacia el olvido, y evitar que eso ocurra incorpora una cuestión ética al proyecto, otro tipo de imperativo, porque lo que antes cubrías como periodista, con tu atención puesta en los hechos, ahora lo transformas en un acontecimiento, en algo que desestabiliza tus nociones de verdad y mentira, que te exige narrar fuera de la zona de confort habitual, y te obliga ir al encuentro de las posibilidades terribles que el episodio conserva como encapsulado en ese misterio sin resolver que es el caso Moyle.

—¿Crees que la serie pueda contribuir al esclarecimiento de la muerte de Moyle?

—No, no va a reabrir nada respecto del caso Moyle, a excepción quizá de una noción más precisa de las mentiras que se dijeron entonces. Pero eso ya sería muy positivo.

—Estamos ante un caso que se ha reabierto muchas veces sin llegar a una solución…

—El caso Moyle y sus encubrimientos nos hablan del mundo de hoy. Fake news, posverdad, corrupción del estamento político, policial y judicial, complicidad de la prensa, tráfico de armas y de cuerpos a escala global, en fin, un mundo con el cual, con toda razón, los hijos de hoy se niegan a negociar. El crimen de Moyle es perfecto porque es un caso imperfecto: sobrevive suspendido de muchas preguntas sin respuesta, a pesar de que su antigua habitación en el Hotel Carrera fue clausurada a cal y canto en el último piso donde funciona actualmente el Ministerio de Relaciones Exteriores. Su caso nunca estuvo mejor representado que en esta imagen.

“Veo a Trump más como payaso que como demonio”

—Vives en Nueva York. ¿Cómo ves las tensiones mundiales desde Estados Unidos?

—La política estadounidense es una opereta, una farsa del sueño americano y de la “rule of law”, que va y viene como volantín curado. Por eso veo a Trump más como payaso que como demonio, y apoyo a los demócratas por defecto, porque todo esto ocurre a nivel escénico, en la teatralización del poder y sus disfraces, porque a nivel cotidiano y callejero la gente sigue siendo magnífica: atenta hacia el otro, un poco cínica si se quiere, pero solidaria ante la dimensión de problemas reales como la crisis migratoria, la militarización de la policía, la desregulación ambiental y la liberación de impuestos a los súper ricos. Es una paradoja.

—¿Cómo se ha resignificado Chile para ti desde la distancia?

—Al tenor de la polarización política y de los abusos de poder que se conocen acá, Chile es un milagro de civilidad, por mediocre que sea su democracia. Lo digo a la distancia, claro, y con información indirecta de muchas fuentes. Pero sí; he resignificado Chile, como dices. Sobre todo en un sentido de pertenencia: de allí soy, por muy lejos que esté y por enojado que a veces me sienta con mi país. Ya no espero ni rechazo ni busco reconciliación con nadie, y esa conquista de la indiferencia es el Chile permanente, como lo llamaba Raúl Ruiz.

—Ruiz no podía escapar de Chile aunque estuviese en Francia. ¿De qué manera sigues estando acá?

—Ruiz tiene un nombre para ese modo de estar en Chile aun no estando ni viviendo allí: el exote, nombre de pájaro o fantasma, o nombre de guerrero también. El exote es quien, de tanto ser chileno y vivir fuera, o de tanto vivir en Chile y pensarse fuera de Chile, es más extranjero en su propio país que en cualquier otro. Bien pensado, Chile es un país lleno de exotes, tanto que a veces da la sensación de que ya no quedan chilenos y los exotes son los últimos chilenos auténticos que van quedando, los únicos que viven cruzados por la pregunta sobre Chile. Porque al final Chile mismo es un país exote que se ha vuelto fronterizo para sí mismo, que no se reconoce en lo que hace y vive pendiente de una respuesta que no llega.

—¿Cómo ves el "arte de callar" chileno en temas como los abusos de la Iglesia, la violación de los derechos humanos o los casos de corrupción en la política?

—El arte de callar es un título que tomé del abate Toussaint Dinouart, un cura políglota del siglo dieciocho en la Francia pre-revolucionaria, y que terminó excomulgado por escribir sobre mujeres y sexo. Él recomendaba callar cuando no se tiene para decir algo más valioso que el silencio. Es una máxima de los periodistas de investigación y de los poetas vanguardistas de antes, y a eso apunta la verdad a medias que articula la novela. Esa dinámica, sin querer ser ejemplar, describe un archivo cultural que está presente en toda la sociedad.

—¿En que sectores, por ejemplo?

—En los militares respecto de los desaparecidos, en los banqueros respecto de la política, en los lobistas respecto de sus conflictos de interés. El caso más reciente es el cura Poblete. El caso de un fraile que contaba con la confianza de la élite chilena y durante cuarenta años fue un abusador profesional sin que nadie, ni sus colegas ni los hombres de negocio con que trataba ni los periodistas expertos en el tema eclesiástico se hayan percatado de nada, es un ejemplo dramático del valor que ha conquistado el silencio en la conducta pública.

—En un texto sobre Bolaño remarcas su "chilenidad". ¿Existe algo así como el "artista chileno"?

—Creo que sí, y la paradoja es que esa marca dice relación con el sentimiento de humillación que todos los artistas chilenos llevan consigo, y más viviendo fuera. A las neurosis clásicas del artista y su sentido de realidades paralelas, persecuciones, atrapamientos y catástrofes, hay que sumarle el desmedro chileno. A Matta le daba espanto la posibilidad de pisar Chile porque al día siguiente los amigos le iban a esconder los anteojos en plan de talla. Con Bolaño ya sabemos cómo lo cruzaba el ‘tema chileno' en su extranjeridad. Y Ruiz, desde “Diálogo de exiliados”, y por más de una década, fue declarado persona non grata por la cultura de izquierda y un subversivo por la de derecha. Mistral decía que a la semana de estar en Chile ya le decían “Gaby, ven p'aca, no seái lesa”. Si esto es así para grandes nombres, imagínate los peso medianos, los pluma y los mosca con sus proyectitos bajo el brazo para conseguir financiamiento.

—¿Dan ganas de escapar?

—Es como para salir corriendo, porque los artistas chilenos viven bajo un adjetivo que no les da vida, sino que los mata. Es como si vivieran contra el paredón de la cordillera. Muy pocos pasan el test de la risa y me incluyo entre los repitentes.

—¿Cómo recuerdas tu amistad con Bolaño a más de 15 años de su muerte?

—En el libro “Adiós a Bolaño” trato de responder a estas mismas preguntas. Mi amistad con Bolaño, en primer lugar, ¿qué fue? ¿Cómo fue que surgió? Y luego, ¿por qué me interesó su trabajo y qué fue lo que vi en el personaje, incluso cuando ya el vínculo se había debilitado producto de unas cuantas peleas y discusiones? Me parece que la importancia de Bolaño todavía está por medirse: quiero decir, su triunfo es absoluto en términos de influencia, crítica, mercado y entronización canónica, pero aun así creo que Bolaño escribió para ser releído y contrastado póstumamente, a muchos años de distancia de hoy mismo. Su obra constituye una especie de archivo latinoamericano de la literatura que hace de tumba abierta a esa misma literatura.

—Estás por publicar un libro sobre Enrique Lihn. ¿Cómo recuerdas esos años en torno a su círculo?

—Lihn fue mi primer lector autorizado, y eso hace toda la diferencia cuando tienes 21 años. Hasta entonces mis lectores eran mis amigos, pero ellos eran tan precarios como yo mismo, además de entusiastas y buenas personas. Lihn no era nada de eso; era un poeta reconocido y estaba enojado con el mundo, lo que lo hacía muy atractivo en el Chile de 1980.

—Solía ser demoledor. ¿Qué pensaba de tus textos?

—Cuando le pasé una carpetita de relatos para que leyera, me la devolvió una semana después con comentarios al margen en cada página y me dijo: “Muy bueno tu libro de cuentos”. Yo no pensaba que esas hojas engrapadas fueran un libro y menos uno de cuentos que fueran tan buenos, solamente sabía que eran míos, que nadie más podría haberlos escrito, y Lihn me sale con ese saludo que fue como una alegría y un miedo juntos, un vértigo terrible. Estaba paralizado por mis tensiones personales, y antes de que pudiera siquiera pensar en convertirme en un ‘joven autor', ya me había puesto en fuga de todas las maneras posibles. Lo increíble es que también Lihn estaba en fuga, todos en 1981 o 1982 estábamos en medio de un plan de fuga, o si no que le pregunten a Rodrigo Lira.

—Estudiaste periodismo en Caracas. ¿Cómo ves la situación actual de Venezuela?

—Terrible, porque yo conocí una Venezuela distinta, democrática en el único sentido que es posible entenderlo: con respeto a las minorías, y con medios y espacios para que esa minoría se exprese y difunda sus ideas, genere adhesión y eventualmente llegue a gobernar. Así llegó la izquierda al poder con Chávez, y aunque a mí no me gustan los milicos de ninguna especie, su triunfo y legitimidad fueron inobjetables. Y no digo que esa democracia de los años 70 haya sido perfecta, pero la situación actual es lamentable, y entre las mayores desgracias está que la propia izquierda haya quedado secuestrada en la defensa ciega de Maduro y su régimen de centauros en motoneta, en vez de apoyar la opción de elecciones inmediatas, secretas e informadas, con garantes internacionales para ambas partes.

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