Pintar dos hojas del cuaderno en la mañana, mientras toma una taza de café fresco con azúcar y come pan con mantequilla. Pintar dos hojas más en la noche, mientras en el horno se terminar de cocinar su plato de comida. Ese es el hábito que el Mono González (72) se impuso desde que regresó a su casa-taller en San Bernardo, hace casi un mes, luego de un largo período de convalecencia en la casa de uno de sus cuatro hijos y un viaje a España y Francia. Con el sonido de la música clásica de fondo, una luz fuerte sobre la mesa y al lado de una serie de vasitos plásticos ordenados simétricamente con los restos de pintura de sus últimos murales, se concentra en uno de los tantos proyectos que ocupan su mente y agenda. “Es un cuaderno de viaje que quiero completar lo antes posible”, dice mientras traza la gruesa línea negra que vibra con el azul que hay en el papel, una característica de sus imágenes.

El Mono se está acostumbrando a volver a sus rutinas. Hace poco más de un año, a pocos pasos de la cocina, en el pasillo que conecta la casa con la parte de atrás, donde tiene sus talleres de serigrafía y grabado, sintió un fuerte dolor en el pecho. Y se asustó. “Fue un martes, llamé a un vecino y le dije ‘pidan una ambulancia'. Ni siquiera alcanzaron a hacerlo, pescaron el auto y me llevaron al hospital. Cuando llegué estaba casi muriendo”.

El infarto que golpeó al Mono lo obligó a hacer una pausa. Quizás el desafío más grande que le ha tocado, porque si hay algo que le cuesta, es tener calma. Incluso, estando internado y luego de tres intervenciones a sus arterias, mantuvo su búsqueda creativa intacta. En su escritorio están los cuadernos llenos de bocetos que realizó desde la cama, incluido el mural del Metro Bellas Artes, que desarrolló junto a INTI y que pintó su hijo Sebastián junto a Matías Noguera. “Sigo medio delicado y me cuido. Pero también me hago el leso”, afirma. Basta con preguntarle su calendario para darse cuenta de que es verdad: acaba de llegar de Europa; se está preparando para partir nuevamente a Francia en septiembre, donde participará por primera vez en una subasta de arte callejero; va sagradamente todos los fines de semana a vender su trabajo en su galería en Franklin; en octubre tiene una nueva versión del festival Puerta del Sur, y en diciembre y enero viajará a Haití y Miami a pintar. “Hay algo que tiene que ver con todos estos proyectos. Yo me podría estar cuidando y no hacer nada, estar sentado en la casa, al solcito. Pero para qué, qué significa”, dice.

En los últimos cincuenta años, ese pensamiento es el que lo ha movilizado. Sentado al sol no habría fundado las Brigadas Ramona Parra (BRP), con cuyos integrantes pintó cientos de murales políticos en las calles de Santiago para la campaña de la Unidad Popular, encumbrando a Salvador Allende al gobierno en 1973; ni habría sido un activista durante la dictadura, en la que se mantuvo pintando muros desde la clandestinidad; ni habría viajado a países lejanos como China y Vietnam, donde dio cuenta de la relevancia del muralismo nacional; tampoco habría ejercido su silencioso oficio como diseñador de escenografías en el Teatro Municipal de Santiago, ni su rol como mentor de cientos de artistas callejeros. Desconectarse del mundo jamás ha sido una opción.

“Para mí, el arte y la política son lo más importante. El arte de la calle, que muchos miran en menos, es el arte que nace del pueblo. Hoy somos un referente en el mundo, un ejemplo único de un arte que evoca mensajes, es provocador, que no está pensado solo para ser arte, sino que para dar una opinión”, afirma.

Ese reconocimiento al muralismo chileno que el Mono ve y recibe en el exterior es el que busca con la candidatura al Premio Nacional —patrocinada por Fundación ProCultura y el Museo a Cielo Abierto de San Miguel—, que en su campaña ya cuenta con más de dos mil firmas, entre ellas las de los premios nacionales Guillermo Núñez, Raúl Zurita y Miguel Lawner, además de la exdirectora de la Dibam, Marta Cruz-Coke.

“Esto no se trata del Mono González, ni es por la jubilación de los artistas”, opina. “Sí me serviría, porque ahora tengo una jubilación baja, de cómo 200 mil pesos y que me tiene medio preocupado, porque me va a alcanzar hasta como los 80 años. Pero el énfasis que quiero darle a esto es que es un reconocimiento al arte de la calle”.

El segundo de sus cuatro hijos, Sebastián (32), aliado en el muralismo, cómplice y también asistente, lo ve desde el mismo lugar: “Es darle la importancia que merecen ciertas artes que están fuera de la academia y que son igual o más importantes que las que se están enseñando. En el muralismo, Chile ha sido un referente mundial. Uno va a Francia o a Estados Unidos y siempre hay una mención a nuestro país. En Argentina, por ejemplo, hay cátedra de muralismo, pero acá, nada. No hay ninguna escuela que lo enseñe, siendo que hay tanta gente que lo hace. La candidatura del Mono tiene relación con poner en valor el trabajo que se hace en la calle”.

Brochas, consignas y metáforas

“Pillán, kiltro luchador”. La frase acompaña la imagen de un gran perro en el mural que identifica la casa del Mono en San Bernardo. A pocas cuadras de Gran Avenida, cerca del persa del paradero 40, es difícil relacionar la pintura con el arte del muralista.

“Es que no es mío”, dice el Mono. “Lo pintaron los cabros, Eriko y Minero 34, que pintan por Santa Rosa, La Bandera, por todos lados. Este es un arte popular, que viene de la población, donde se pintan imágenes como el rostro de personas o de mi perro, que está vivito y coleando. ¿Por qué quise que lo hicieran ellos y no me lo han borrado? Porque todos los vecinos saben que este perro fue recogido de la calle, tenía sarna, que a los demás que quedaron los mataron. Esta imagen es de la historia de la población y la gente la siente propia”.

El acercamiento del Mono González al arte no ocurrió hasta que llegó a la universidad. Fue entonces cuando entendió lo que quería lograr con el arte. De una familia campesina de Curicó, con ocho hermanos, estudiar no era una posibilidad para todos.

“Yo dibujaba, aunque siempre me he considerado malo. Incluso cuando chico mis dibujos me los hacía mi hermano, y los dos postulamos a una beca a Santiago. Por eso me vine y llegué a vivir a Nos, con mis abuelos y mis tíos”, recuerda.

En ese momento, el muralismo era un arte desconocido. “A mis 10 o 17 años, Chile no tenía imágenes. Recién en 1964 hubo algunos murales, de artistas como Pedro Millar, Luz Donoso, Julio Escame, como cuatro o cinco pintores, que salieron para la campaña de Allende, pero ellos salían a pintar para el pueblo. Había un paternalismo desde la academia hacia la calle”, cuenta. “Una actitud con la que yo no estaba muy de acuerdo”.

Ese sentimiento empezó a hacer eco en su activismo artístico y político. “El arte para el pueblo se volvió la consigna. Siempre el arte es de arriba hacia abajo, como si quienes estamos abajo, en la población, fuéramos ignorantes. Pero hay algo que nos enseñó la Violeta Parra, y que era en lo que chocaba con Margot Loyola. Esta última era una intelectual, investigaba científicamente el folclor. La Violeta aprendió en el campo, estando ahí, viviéndolo”, explica. “En la brigada, por ejemplo, no todos eran artistas, tampoco necesariamente tenían el manejo técnico, hay cuerpos humanos que no están equilibrados. Pero no se trata de eso. Lo que se vive en la base, aquí en la calle, es lo que nos inspira. Esta raigambre popular es lo que nos nutre, todo lo que pasa aquí, con los vecinos. Si no viviera aquí, no lo sentiría. Y no es lo mismo que te lo cuenten”.

El Mono no lo dice, pero ese mensaje, además del espíritu colectivo que consolidó con las brigadas y que ha mantenido vivo hasta hoy, colaborando con artistas de todas las comunas, edades y países, es su mayor legado.

“Es lo que me interesa contar y develar. Cuando llegué a la Escuela Experimental Artística —donde estudió escenografía para teatro—, mis profesores habían trabajado y conocido a Siqueiros directamente, pero hay una diferencia súper importante con el muralismo mexicano. Allá es desde arriba, súper institucional. Aquí los murales nacen en la población, de manos de la gente. Lo que se pintó en la época de la dictadura muchas veces no estaba hecho por artistas. En la Villa Francia, por ejemplo, la preocupación estaba en la tortura, la cesantía, la represión y lo que se quería era comunicar eso. Sincerar, apropiarse del espacio territorial, no silenciarse, autolimitarse ni autocensurarse. Eso es lo que han hecho las brigadas, ayudar a desinhibir a la población”, dice el Mono, que estará profundizando sobre esto en su primera subasta de trabajos en el District 13 International Art Fair de París, entre 25 y 29 de septiembre. Además de vender sus obras, dará una charla sobre el arte brigadista chileno.

Ahí, sin duda, mencionará a uno de sus mayores referentes, que hoy, junto a una imagen de su nieto Benito, componen una “suerte de altar” en el gran librero que tiene atrás de su escritorio, en el segundo piso de la casa.

“Está mi nieto porque mis nietos y los perros hoy son pura energía para mí. Y está un cuadro de Goya, porque soy un admirador. Para mí, la militancia es tan importante como el arte, y creo que él fue el mayor y mejor militante del pueblo. La gente me dice, ‘pero cómo, si él pintaba para el rey'. Y claro, de eso vivía. Pero qué pintó: los desastres de la guerra o la serie negra, que tiene todo lo que sucedía con lo popular, con las leyendas y mitos populares. Es lo que me pasa a mí. Tú puedes ver grandes murales llenos de colores, pero esos están hablando de la muerte, del dolor, de la persecución. No son muros tristes, incluso son alegres, optimistas. No es que seamos felices con la muerte, pero llaman al ojo del espectador, le producen un entusiasmo al verlo, para que quede el mensaje”.

Hacer escuela

Primer cuadro: una foto en blanco y negro del año 73. Una señora abre su bolso para que un soldado del Ejército la revise. De pronto, un pájaro ilustrado —con ese trazo reconocible del Mono— sale volando del bolso y al pasar sobre la mujer, la llena de color. Siguiente cuadro: un terreno baldío en el centro de Santiago, gris y oscuro, se llena de colores cuando un árbol ilustrado, cargado de verde y magenta, crece y se toma el espacio. Tercer cuadro: el Mono pinta un muro y su pintura se transforma en cientos de pájaros.

Así comienza el cortometraje “A vuelo de pájaro”, de Bastián Escárate. Animador digital y artista, Bastián llegó a la casa del Mono en sus primeros años de universidad. “Mientras que en la universidad me hacían verlo como otro producto para hacer plata, yo siempre consideré al arte como la herramienta más hermosa de liberación. Ese sentimiento me hizo querer tener un contacto más directo con lo real, con la calle, con mi barrio. Fue así que por casualidad descubrí el taller del Mono, en el otro pasaje, donde por veinte años caminé tantas veces a tomar la micro, sin detenerme. Allí comenzó una pulenta amistad que reforzó mi camino en el arte, que lo definió hasta hoy”, cuenta Bastián desde Brasil, donde está pintando y colaborando con otros artistas.

“Nuestro barrio se parece mucho a Chile. La calle del taller estaba llena de iglesias evangélicas y botillerías. El taller daba a una esquina donde venden pasta base. Había veces en que trabajamos con miedo de lo que pasaba afuera: yo salía con los grabados en la mano y el Mono mirando desde el portón que no me fuera a pasar nada. A él te lo pillabai en la feria, comprando pan, esperando la micro, viajando en ella juntos, contando historias de arte y revoluciones incompletas, de su viaje a Francia. Te daba fuerzas, te ibas pensando que se puede vivir haciendo arte”.

Ser maestro es, según el círculo más cercano del Mono, una de sus mayores misiones. Y al repasar la lista de grafiteros y artistas urbanos más destacados —desde Inti, Dasic, Seth, Esnore, Saile, entre tantos otros—, todos tienen alguna conexión con él. Si no es por admiración o una colaboración —muchos de ellos, de hecho, son autores de uno de los 62 murales del Museo a Cielo Abierto de San Miguel, del que el Mono es director artístico—, es por su amistad y por su ejemplo de constancia. “Los que siguen pintando en promedio tienen 40 años, me he topado con algunos de más de 50, pero yo creo que soy el más viejo”, dice el Mono.

Enseñar, para el Mono, es una forma de mantenerse conectado. Y es, a juicio de Guillermo Núñez, premio nacional de Artes 2007 e íntimo amigo, lo que lo hace tan importante para la escena del arte nacional.

“Se ha transformado en un ícono para los jóvenes. Ha tenido una vida dura, sufrió como muchos los rigores de la dictadura, y aun así mantiene una actitud muy sólida. Su arte ha madurado y evolucionado. Yo lo conocí cuando él era un muchacho y yo director del MAC. En la dictadura nos perdimos de vista, y pasaron muchos años hasta volver a encontrarnos. Pero ahora lo veo con más ánimos y ganas de trabajar que nunca”, afirma. “Y hacer escuela es muy importante. Tener seguidores, cómplices, gente que vea en su experiencia un símbolo y un consejero en quien apoyarse”.

Mauricio, muralista de Puente Alto —que prefiere reservar su identidad artística—, es otro de los jóvenes con quienes entabló una amistad. Hoy está en Francia luego de una exitosa exposición en una galería del centro de Santiago. Desde allá, con nostalgia, reconoce el valor de poder recurrir al Mono.

“Él es una persona muy generosa, y no solamente con su arte, con su vida, con sus consejos”, afirma. “A todo le saca un punto de vista diferente, que no todos vemos. Él siempre quiere ver más allá y sabe transmitirlo de una forma noble. Sus consejos y herramientas sirven para la vida. Es único: como artista y como persona”.

“Yo me aprovecho de ellos”, dice el Mono. “Y soy un admirador de lo que hacen y de cómo consolidan nuestro trabajo. Hoy, los murales están en todas partes y ese uso del espacio territorial genera identidad”.

Con prisa y sin pausa

Mil kilos de papel. Hace dos años, al Mono le llegó el mejor de los regalos. Venía de mano de su amigo y colega Vicente Larrea, el icónico diseñador de la gráfica de la Nueva Canción Chilena. Desde entonces se ha preocupado de sacarle el máximo provecho.

“Con mi amigo de aquí de la vuelta, que tiene el taller de serigrafía, hemos estado haciendo harto material”, cuenta justo antes de contestarle el teléfono para coordinar la entrega de las copias que se estaban secando el día anterior. El material, que puede alcanzar una producción de 50 o 60 piezas por jornada, luego pasa por su ojo crítico, para seleccionar las mejores, timbrarlas, firmarlas y sumarlas a su catálogo de la galería que tiene en el galpón Víctor Manuel.

“Ahora estoy trabajando mucho la temática de los migrantes, también el funeral de Camilo Catrillanca, la muerte de los mapuches y la unión solidaria”, enumera, mientras va separando los grabados que tiene en la pieza del fondo de la casa.

El impacto que puede tener el arte en una comunidad, asegura, es lo que ha vivido en carne propia con el Museo a Cielo Abierto en San Miguel. “Cuando empezamos, nos criticaban mucho los vecinos porque ellos querían adelantos en el barrio, cosas como luminaria, pero resulta que el presupuesto de ese tiempo, que no sé bien cuánto fue, dio para pintar los blocks, reparar los techos, instalar luces, arreglar las veredas. Y el resultado del museo fue tan exitoso que luego han ingresado proyectos de otro tipo con más dinero, que han cambiado la población por completo. Así le das un valor agregado, porque ayudaste en eso y le diste identidad al espacio. Hay murales que a uno le pueden gustar más que otros —los mejores, para él, son los que en pocas imágenes sintetizan un mensaje que el “espectador en movimiento” alcanza a captar por completo—, pero cambiaste la cara de este lugar”, cuenta.

Ese frente de batalla, de evidenciar el poder que puede tener el arte en la calle, lo mantiene ocupado sábados y domingos en el galpón, y en el caso de la población, una o dos veces al mes. El resto del tiempo, sobre todo en los últimos días, el Mono ha estado obsesionado con probar nuevos soportes para sus serigrafías. Algunos papeles de algodón más gruesos y caros, otros completamente osados para su costumbre, como el dorado o plateado, son parte del experimento de ponerse a prueba antes de partir a Francia.

“Yo nunca he estado metido en esta cosa del mercado del arte, entonces quiero llegar bien preparado”, explica. Se nota que la experiencia lo pone nervioso, es exponerse como no lo ha hecho antes. “Me dicen que ahí las obras se venden dos o tres veces más caras. Incluso me han hablado de que podría vender mi trabajo en miles de euros. Y no sé, si no resulta, bueno, hay una galería en Burdeos que quería exponer mis obras, aprovecho y se las llevo”, dice.

Un mes y medio durará su aventura francesa. Los primeros días hará un mural en una suerte de performance que será registrada, luego asistirá a la subasta y dará su charla. “Todos los demás días los dejé para ir a museos”, afirma. Es lo más cerca que puede estar de darse una pausa, sin sentirse limitado. “Más adelante me gustaría hacerme una casa en el campo, para estar pintando más tranquilo. Pero por ahora, me preocupa empezar a arreglar la casa para hacer más accesibles los espacios. A lo mejor algún día voy a estar en silla de ruedas. ¿Cómo voy a poder moverme para trabajar? Hay que adaptarse para poder seguir creando”.

“Uno ve que se cansa y que está intentando controlarse, porque una de las malas jugadas que tienen los artistas viejos es que la mente les funciona mucho más rápido que el cuerpo y tienden a desesperarse. Está en un proceso de aprendizaje en este momento”, dice su hijo, Sebastián. “Pero en realidad, al Mono no hay quien lo detenga”, agrega.

Sabe, en el fondo, que quizás esa es, hoy, su más viva consigna: “Parar, nunca”.

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