¿Qué ha sido de tu vida?, le pregunto a alguien en una fiesta para celebrar un cuarto de siglo desde que salimos del colegio. ¿Qué más se le puede preguntar a alguien a quien una no conoce?”.

En la esquina de la calle donde crecí construyen un edificio de once pisos. Desaparecieron tres, tal vez cuatro casas, que ahora no logro recordar. Camino la cuadra más de una vez e intento reconstruir esa esquina donde ahora se yerguen dos grúas altísimas. No puedo. Me acuerdo de una casa de enfrente, donde había una glorieta de piedras en un patio enorme al que ahora reemplaza un condominio. También había una casa con una pileta en la que siempre nadaban peces anaranjados, que iluminaban la calle y el camino a la escuela. Más adentro, en la segunda cuadra, no se pueden levantar más de cuatro pisos. Tal vez por eso aún no han llegado edificios a alterar el paisaje de mi memoria. Pero las cosas cambian siempre. Puertas adentro en estos años en que no he estado. Hay caras nuevas. Gente que ya no habita los espacios de antes. Un vecino querido, otro. Mi papá. También sacaron el árbol, un arce, que por décadas estuvo frente a nuestra puerta de calle. Se secó. De viejo. De todas maneras, mi mamá sigue recolectando los hongos de los arces vecinos. Hace unos días los usó para hacer su budín de corbatitas, mi hija los puso al lado y se comió el resto. Nunca le han gustado los hongos. No pudimos convencerla de que los probara, aunque le gustó la idea de que su abuela los sacara de los árboles de la calle. Hongos santiaguinos.

¿Esta casa es también mía?, me preguntó mi hija cuando todavía no salíamos del aeropuerto de Santiago. Claro que sí, le dije y la respuesta la dejó contenta porque en ella venía una familia completa, una ciudad y la cordillera que habíamos visto juntas desde el avión. Llegamos y nos instalamos en la casa de siempre, que guarda frío todo el año, a pesar de las estufas y los guateros con que siempre se ha peleado contra el invierno. Y allí, su abuela y mi abuela, los primos, las tías —suyas, mías—, toda la gente rondando, poniendo cuerpo a todas esas conversaciones por Skype o WhatsApp, haciendo una pausa en las pantallas para abrazarnos, sentarnos a tomar once, a comer el pastel de choclo que nos espera en el congelador desde el último verano. Entre una cucharada y otra pareciera que no hubiera pasado el tiempo, pero a mi mamá le duelen las rodillas y mi abuela pierde a menudo el equilibrio. Mi hermana menor está a punto de tener un hijo, otro sobrino/primo al que conoceremos primero a distancia y para el que ya comenzamos a guardar abrazos venideros. Algunas amigas se ríen y dicen que tengo acento argentino —a pesar de vivir en Noruega lo que se me pega son los porteñismos de mi marido—, alguien más se admira de que no hay acento alguno que empañe mi chilenidad y yo, la verdad, ya no sé cómo hablo. A veces se me esconden las palabras y aparece primero una en inglés —noruego todavía no y tal vez nunca—, mientras busco lo que quiero decir en español, alguna palabra lejana en el tiempo, enredada en las ligustrinas o en los caquis que tanto nos gustaban, esos que teníamos que saber esperar para no terminar con la lengua raspada, impaciente.

¿Qué ha sido de tu vida?, le pregunto a alguien que no he visto en 25 años, en una fiesta para celebrar un cuarto de siglo desde que salimos del colegio. ¿Qué más se le puede preguntar a alguien a quien una no conoce, sino que solo recuerda, vagamente, como un espejismo? Lo mismo que la tuya, seguramente, me contesta y sigue: matrimonio, hijos y qué lindo verte. Me quedo con la brevedad de la respuesta porque me da pereza alegar y decir cuánto más cabe en 25 años. Tampoco estoy muy segura de por qué alguien va a este tipo de fiestas. ¿Para bailar un rato con el pasado? Pienso en el personaje de Philip Roth en “American Pastoral” que va a la fiesta de los cincuenta años del fin de sus años escolares, y que a través de la historia del hermano estrella de su mejor amigo de infancia reconstruye la caída del sueño americano de prosperidad y valores democráticos. No sé qué podríamos reconstruir quienes fuimos a la fiesta. De seguro, nada tan épico, aunque en Chile son tantas las cosas que parecen estar constantemente desmoronándose —siquiera una remota idea de igualdad y justicia social— al mismo tiempo que tanto se construye: edificios, carreteras, centros comerciales, unas estupendas líneas de metro que de todas maneras no dan abasto. Tal vez baste con lo divertido y lo extraño de bailar entre quienes alguna vez fueron nuestros amigos (alguna todavía lo es, y una gran amiga) y lo asombroso de ver cómo el afecto pareciera ocupar un lugar en el cuerpo, uno que permanece a pesar del tiempo y que de pronto se enciende, se abre, como si la distancia se suspendiera por un momento.

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El Estado chileno no ha sido capaz de generar un marco institucional eficaz que permita a los pueblos originarios superar su condición de vulnerabilidad. Con motivo del Día Internacional de los Pueblos Indígenas, que se celebró este viernes, hacemos un llamado a cambiar la mirada que se tiene sobre nosotros, a respetar nuestra cultura y a reconocer nuestra identidad.

Los pueblos indígenas son más de cinco mil grupos distintos a nivel mundial, en unos 90 países, representando más del 5% de la población de todo el planeta. En Chile el Estado reconoce nueve pueblos originarios: aymara, quechua, atacameño, colla, diaguita, rapa nui, yagán, kaweskar y mapuche, constituidos bajo la Ley Indígena N° 19.253, los que representan un 9,1% de la población nacional.

La página web de la ONU acerca de esta conmemoración sitúa a los pueblos indígenas entre las poblaciones más vulnerables del mundo. Situación que se repite en Chile. Según estimaciones realizadas por Libertad y Desarrollo a partir de cifras de la encuesta Casen, los hogares cuyo jefe tiene descendencia indígena son más propensos a permanecer en situación de pobreza que otros con jefe no indígena.

¿Cómo no va a ser así si para un porcentaje de la población somos los malos de la película? Somos los que llenamos titulares, noticieros y portadas de diarios porque somos el “conflicto mapuche”. Es más fácil ver en los medios encapuchados que a Yessica Huenteman, artista, ceramista emprendedora e innovadora, o a nuestro lamgen Jose Luis Calfucura, reconocido chef mapuche. Puedo seguir listando a hombres y mujeres que hoy destacan en distintas áreas, preparados y educados con formación winka, pero con una identidad mapuche más fuerte que nunca.

El Convenio Internacional 169 de la OIT, ratificado por Chile en 2008, reconoce el derecho de los pueblos originarios a decidir sus prioridades en lo que atañe al proceso de desarrollo y obliga al Estado a consultarles toda medida legislativa o administrativa que les afecte directamente. Asimismo, pide un ambiente que tiene que ser de buena fe, de diálogo y, tiene que hacerse con el espíritu de llegar a acuerdos. Es fundamental, por lo tanto, el reconocimiento de nuestra identidad, forma de vida y el derecho sobre nuestros territorios ancestrales.

Rosa Caniumil Melinao

Centro de Emprendimiento para Microempresarios, U. Autónoma de Chile

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