En Panchita, el restaurante peruano de moda en Nueva Costanera, parte del grupo gastronómico de Gastón Acurio, llama la atención en la carta el Perú Libre, que no es otra cosa que piscola, nacido según la descripción que allí se suscribe en Lima en los años 60. Seguramente, muchos consumidores chilenos no estarían de acuerdo, lo que no sería sorprendente, pero en la academia también hay detractores de esa tesis, empezando por el historiador argentino Pablo Lacoste.

“Chile es la capital mundial del pisco sour y de la piscola. Aparte de los turistas, los peruanos no lo toman. Acá el consumo de piscola corresponde al 85% de lo que se bebe. Pero Acurio, junto a otros chefs de Perú, ha construido un relato que tiene mucho de mito”, dice Lacoste, con calma, sin el menor atisbo de chovinismo, como tratando de poner precisión y distancia en un tema que desata pasiones.

No solo eso. Lacoste (1963), autor de numerosos libros, va más lejos y plantea que el mismo pisco tuvo su origen en Coquimbo, en el siglo XVIII, muchísimo antes que en Perú. Para llegar a esa conclusión, ha hecho una larga investigación, minuciosa y exhaustiva, financiada en parte, hay que decir, por la industria pisquera chilena, pero que difícilmente podría tildarse de parcial.

Con un doctorado en historia en la Universidad de Buenos Aires, Lacoste pertenece a una generación de mendocinos que pasó muchos veranos en Viña, a fines de los 70 y 80. Alguna vez se lanzó por el tobogán que iba del último al primer piso de la célebre disco Topsy, costumbre que viñamarinos y visitantes practicaron en esos años en que la ciudad costera era sinónimo de vacaciones, una postal ligera en tiempos complejos.

“Desde chico empecé a venir a Reñaca con mis padres, toda la adolescencia, todo ese mundo de ir a fiestas, el Festival de la Canción, que a mí me parecía muy inquietante, muy estimulante… Y, aparte, en el edificio donde nosotros parábamos me hice amigo de Antonio Santa Cruz, que era filósofo. Yo tenía 15, y este señor era profesor de la Universidad de Chile, teníamos diálogos muy interesantes, y yo me empezaba a meter por las librerías de viejo que hay en Valparaíso”.

Así, recuerda, comenzó a formarse en él la impresión de que la historia de los países sudamericanos era un malentendido. Mientras comenzaba sus estudios universitarios, viajaba a Santiago, se alojaba donde los Santa Cruz, y se internaba en la Biblioteca Nacional.

“Cuando yo iba a la escuela, el profesor de historia nos enseñó que el Virreinato del Río de la Plata, del cual viene Argentina, poseía todos los territorios sobre el Pacífico, al norte de Copiapó, incluyendo el desierto de Atacama y al sur del Biobío. Desde ahí, para el sur hasta el Estrecho de Magallanes, todo eso era territorio debería corresponderle a Argentina, pero Argentina, decía el profesor, lo perdió porque su cancillería claudicante, y entreguista, dejó que Chile, que es un país sustractor de territorio, se expandiera, quitándole territorio a Argentina”.

—Ese dato te quedó dando vueltas, ¿no?

—Eso me enseñó mi profesor. Después vine yo de vacaciones acá en el verano y fui a comprar el libro “Breve historia de las fronteras de Chile”, de Jaime Eyzaguirre, y decía que, en realidad, Argentina era el país expansionista y sustractor de territorio porque había despojado a Chile de toda la Patagonia. Entonces, al ver esas dos tesis contrapuestas, yo dije, “acá alguien miente”. Yo tenía 16 años y me di cuenta: o mienten los historiadores argentinos, o mienten los historiadores chilenos. Con el tiempo, me convertí en historiador e hice un doctorado en la Universidad de Buenos Aires y vine acá a la Universidad de Santiago a hacer un segundo doctorado, donde mi tema de tesis fue “quién miente”, y finalmente llegué a la conclusión de que tanto los historiadores chilenos como los argentinos han creado grandes mentiras y enemistades, y recelo entre el pueblo argentino y el pueblo de Chile.

—¿Por qué crees que se da eso?

—Bueno, porque no estudiaron todos los documentos. Cada uno se limitó a ver los documentos que estaban en su propio país…

—La tesis de que la Patagonia era chilena y la regalaron a Argentina, ¿es una falsificación?

—Eso fue un error de historiadores chilenos.

—¿Y cómo fue en realidad?

—A ver: el rey de España le dio la gobernación de Chile a Pedro de Valdivia, con jurisdicción que iba desde Copiapó al Estrecho de Magallanes, con 100 leguas de ancho, o sea 500 km. Después, el rey Felipe II desprendió la Provincia de Tucumán y luego la Patagonia y las subordinó a la autoridad de Buenos Aires. Ahí hay una real cédula de 1570. Ese documento no lo conoció José Miguel de Amunátegui, que es el que estableció la teoría de que la Patagonia en su totalidad debía corresponderle a Chile. Pero, lamentablemente, Amunátegui se equivocó y creó una corriente de opinión que luego fue avalada por autores posteriores.

—También se habla con cierta nostalgia de Mendoza, que fue parte de Chile.

—Fue durante más de 200 años la capital de la Provincia de Cuyo del reino de Chile. O sea, Mendoza tiene una larguísima historia como parte de Chile. Cuando alguien de Buenos Aires decía: “Voy a ir a Mendoza”, era como decir: “Voy a ir a Chile”. Porque era Chile. Y además, gracias a los arrieros, que iban y venían a través de la cordillera con sus mulas, Mendoza estaba a una semana de Chile, pero para ir a Buenos Aires, necesitabas ¡40 días!

Talca, Ámsterdam y Santiago

Casado con una mujer que conoció en un vuelo a Holanda, mitad francesa mitad alemana, padre de una niña chilena, Lacoste pasó cinco años en Talca, en cuya universidad comenzó a investigar de una manera multidisciplinaria tanto el vino como la fruticultura.

“Parte importante del valor económico de una botella de vino depende de su valor simbólico y de su historia e identidad. Me propuse desarrollar estos temas, postulé y gané varios proyectos y del Fondo de la Innovación y la Competitividad. Conseguí fondos para hacer relevamiento de documentos originales de archivos, un trabajo muy lento, tienes que tener ayudantes para poder ver qué pasó en los siglos XVI, XVII, XVIII”.

—¿Es un camino de hormiga, que exige mucha paciencia y detención en los detalles?

—Es como hacer un trabajo arqueológico, uno va descubriendo cosas secretas. Entonces, empezamos a publicar artículos en revistas académicas y a partir de ahí apareció el vínculo con el mundo del pisco. Y sobre todo cuando publicamos un trabajo sobre las variedades de uva en Chile colonial. Eso no lo sabía nadie…

—¿Cuáles eran las variedades de ese tiempo?

—Uva país y moscatel de Alejandría, y de la cruza entre esas dos surgió la moscatel de Austria, la Pedro Jiménez, uvas con la cuales se hace pisco. A partir de esos estudios, nos contactó don Fernando Herrera que en esa época era gerente de la Asociación de Productores de Pisco, y nos dijo que ellos necesitaban un estudio para ver cómo había surgido el pisco en Chile. Eso debe haber sido en 2009, 2010, cuando yo ya estaba como profesor en la Usach.

—¿Cuál fue la propuesta de Herrera? ¿No temiste perder independencia?

—No, porque toda la investigación tiene datos demostrables. Recuerdo que él me dijo: “Mire, tenemos un problema porque los peruanos nos estigmatizan diciendo que nosotros hemos copiado el pisco peruano y que no tenemos derecho a usurparles el nombre, entonces, necesitamos una investigación más profunda que aclare este malentendido”.

—¿Fue financiada por esta asociación?

—A ver, yo tenía un proyecto Fondecyt para estudiar las viñas en Chile. Para esa investigación debía revisar los inventarios de bienes levantados por los notarios del imperio español en Cauquenes, San Fernando, Santiago, Mendoza, San Juan y La Serena. Pero los recursos del proyecto hacían que uno pudiera tomar una muestra, digamos, 20 o 30 por ciento de cada corpus documental. Lo que tenía que hacerse para que encontrara a fondo todos los registros de la Región de Coquimbo era revisar el 100 por ciento de la documentación. Entonces, se hizo un acuerdo por el cual ellos (la asociación) les iban a pagar a los ayudantes para que agotaran ese corpus documental. Ese fue el acuerdo que se hizo.

—¿Cómo llegaron al dato preciso sobre el origen del pisco?

—A los españoles les encantaba hacer registros y cuando se moría alguien llegaban los notarios a hacer los inventarios de bienes y anotaban todo lo que tenían en la casa, incluso las plantas de uva, y qué variedad eran… la ropa, cómo era la casa… Y además estaban los testamentos, donde la persona realizaba un acto religioso y a la vez administrativo donde anunciaba cuáles eran sus bienes. Y así fue como encontramos los primeros registros del uso de la palabra “pisco” en el corregimiento de Coquimbo, a comienzos del siglo XVIII.

—¿Recuerdas cómo fue ese descubrimiento?

—Por supuesto, porque se generó una gran algarabía. Natalia Soto, que ahora está terminando su doctorado en la Universidad de Cuyo, encontró el inventario de bienes de la hacienda Latorre de 1733 y que decía, “y tres botijas de pisco”.

—¿Tu conclusión es que el pisco es chileno?

—Nació ahí, en el Valle del Elqui. Publiqué un libro que se llama precisamente “El Pisco nació en Chile”.

—¿Qué generó esta noticia?

—Tremendo. Me llegaron amenazas de muerte… A amigos de Lima les advirtieron: “Si lo llego a ver lo mato”.

—Aparte de piscola, en Chile se toma mucho pisco sour. ¿Estudiaste el origen de este cóctel que dicen que nació en el bar Morris de Lima en 1916?

—La costumbre chilena de tomar pisco sour es anterior. El viajero francés Gabriel Lafond du Lucy tuvo la oportunidad de recorrer Chile en 1822 y allí detectó que la bebida más popular era el pisco sour, aunque no se llamaba así. Al referirse al huaso chileno, este autor afirma: “Su bebida favorita es el ponche frío hecho con aguardiente, limón, agua y azúcar” .

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