La década de 1960 fue una época de cambios profundos en la Iglesia Católica, a nivel mundial y en Chile. Se iniciaba, como señala Marcial Sánchez, una era de “conflictos y esperanzas” (Historia de la Iglesia en Chile, Tomo V, Editorial Universitaria, 2017).

La convocatoria al Concilio Vaticano II y su desarrollo generaron debates y “lecturas” que muchas veces se distanciaban de la letra de los documentos emanados de la reunión, pero que a juicio de muchos observadores eran parte de un supuesto “espíritu del Concilio”. El diálogo cristiano-marxista fue una de las derivaciones interesadas de la convocatoria eclesiástica, aunque no había documento conciliar que lo avalara. La resumió de manera sintética por el filósofo marxista Roger Garaudy: se podía pasar “del anatema al diálogo”.

Por otro lado, el impacto de la Revolución Cubana llegó a todo el continente, como reconoció la revista jesuita Mensaje en 1962, asegurando que soplaban “aires revolucionarios” que exigían “un cambio rápido, profundo y total de las estructuras”. Postuló que los cristianos no debían ser cerradamente antirrevolucionarios, sino más bien debían “cristianizar la revolución”. Ese mismo año, los obispos de Chile llamaron a promover cambios estructurales en la sociedad chilena, mediante el documento «El deber social y político en la hora presente» (Santiago, Secretariado General del Episcopado, 1962).

El triunfo de Eduardo Frei Montalva en 1964 parecía confirmar la posibilidad de una “Revolución en libertad”, con raíces cristianas y de acuerdo con las necesidades de los tiempos. Durante esa administración hubo dos momentos, unidos simbólicamente, que reflejaron con gran claridad el aire contestatario y rebelde que se vivía en ambientes católicos partidarios de reformas estructurales en las universidades y en la propia Iglesia.

El primero se produjo el 11 de agosto de 1967, con la toma de la Universidad Católica de Chile, que se convirtió rápidamente en noticia nacional. El segundo sucedió exactamente un año después, cuando un grupo de jóvenes y otros no tanto se tomaron la catedral de Santiago. Un obispo de entonces recordaría posteriormente: “Se creó la convicción de que el proceso político en América Latina era irreversible y que la Iglesia tenía que acercarse al socialismo” (Álvaro Góngora y Marcela Aguilar, «Un obispo en tiempos de cambio. Conversaciones con monseñor Bernardino Piñera», Ediciones Universidad Finis Terrae, 2011).

Durante 1969 la rebeldía y las señales de cambio al interior de la Iglesia prosiguieron, con nuevas manifestaciones de tensión y divisiones.

Helder Cámara en Chile

El brasileño Helder Cámara era un hombre conocido, figura entre los sacerdotes promotores del cambio y arzobispo de Recife. En 1967 había sido uno de los firmantes del “Manifiesto de los Obispos del Tercer Mundo”, que reprodujo Punto Final en el Suplemento a su edición N° 44 (19 de diciembre de 1967). El documento comentaba y adaptaba Populorum Progressio, del Papa Paulo VI, asumiendo muchas de las tesis en boga, tanto del marxismo como de las teorías del subdesarrollo, con abundantes citas de los evangelios y de los documentos pontificios. Sostenía que los opresores del mundo de los pobres y los trabajadores eran “el feudalismo, el capitalismo y el imperialismo”, mientras que la lucha de clases era provocada por los ricos: era necesario avanzar hacia una nueva humanidad y adherir al “verdadero socialismo”, que es “una forma de vida social mejor adaptada a nuestro tiempo y más conforme con el espíritu del Evangelio”.

El 14 de abril de 1969 el obispo Cámara llegó a Chile: “Fue el contacto con la miseria la que marcó definitivamente su vocación”, editorializó Mensaje (N° 178, mayo de 1969). Una de sus conferencias más importantes fue “La Universidad y el desarrollo en América Latina”, de inauguración del Año Académico de la Universidad Católica de Chile, que lo había invitado al país y a la cual Cámara consideraba “pionera” y “ejemplo de transformación” para las instituciones católicas y para todas las universidades del continente. El obispo de Recife estaba convencido de que “el hecho político más visible en nuestro continente es la ausencia del pueblo en la toma de decisiones”; pensaba en un esfuerzo por unir la cultura popular con el saber universitario; creía que los estudios debían incluir a toda América Latina y quizá Santiago podía ser un lugar donde se creara “un centro en donde se pensara la transformación cultural del continente”.

Respecto de la Universidad Católica, agradecía las reuniones sostenidas con académicos y estudiantes, sobre todo con el rector Fernando Castillo Velasco. Con pocos días en Chile se atrevía a destacar muchos aspectos sobresalientes del pensamiento y desarrollo universitario, entre las que destacaba: “Ese compromiso con la realidad de vuestro país es una de las mejores traducciones del profundo sentido humanista que anima al cristianismo”.

El arzobispo Ismael Errázuriz y la protesta de la “Iglesia Joven”

Un momento especialmente delicado se vivió el 4 de mayo, alrededor de las 18:30 horas, en la iglesia del Sagrado Corazón, la parroquia de El Bosque, en Providencia. Ese día correspondía la consagración episcopal de Ismael Errázuriz como obispo auxiliar de Santiago. En la ocasión irrumpió medio centenar de laicos, entre los que se encontraba el legendario dirigente sindical Clotario Blest, junto a miembros del Movimiento Iglesia Joven, para leer una protesta “frente a la manera cómo hoy se designa a nuestros pastores”, para lo cual “dependemos de los designios autoritarios del Papado y sus representantes”. De inmediato surgieron los gritos y reclamos, en medio de la perplejidad de los numerosos obispos que participaron en la ceremonia. Ismael Errázuriz intervino pidiendo “terminar con este escándalo tan doloroso”, pidiendo respeto, condenando la violencia y como favor personal, “porque van a destruir el día más feliz de mi vida” (Las Últimas Noticias, 5 de mayo de 1969). Luego hubo empujones e incluso puñetazos. El periódico comunista El Siglo calificó el hecho como “una espectacular protesta” (5 de mayo de 1969).

El Movimiento “Iglesia Joven” había nacido con la toma de la catedral y tenía un lema que resumía su posición: “Por una Iglesia junto al pueblo y su lucha”. En marzo de 1969 fue elegido Leonardo Jeffs como presidente de la agrupación, con una directiva integrada por Pedro Donoso, Antonieta Saa, Hugo Cancino y José María Arrieta. En entrevista a Punto Final (N° 79, 20 de mayo de 1969) Jeffs alentaba “la participación de los cristianos en la revolución”, postulando “el diálogo cristiano-marxista”, propiciando la opción libre en grupos como el “MIR, Movimiento ‘Camilo Torres' u otros”, siempre que den garantía de respeto a las creencias cristianas”. Se manifestaba creyente en el socialismo y pensaba “que la nueva sociedad será socialista”, en cuya edificación debían participar: “la Revolución va más allá de la pura transformación de las estructuras económicas; pensamos que hay que construir el Hombre Nuevo con el que soñó el Che Guevara”. Consultado sobre este último, se declaraba convencido de que “el testimonio de Camilo Torres y el Che Guevara son expresiones de un auténtico cristianismo”. Aunque estimaba que la Iglesia Católica como institución no estaba comprometida “con el destino de redención y liberación del pueblo chileno”, Jeffs creía que existían “vanguardias dentro del pueblo cristiano”, que asumían el papel no cumplido por la Iglesia como cuerpo.

En la misma línea se expresó Clotario Blest en su ilustrativo artículo “Un Cristo armado para ‘Iglesia Joven'”, en el cual justificaba la acción del 4 de mayo por el “procedimiento antidemocrático y por lo tanto anticristiano” de la designación del nuevo obispo, reivindicando la comunidad de objetivos entre marxismo y cristianismo: “Son la redención integral del pueblo, la desaparición de las clases sociales, la igualdad y comunidad de bienes según la necesidad de cada persona o núcleo familiar, en una palabra alcanzar la felicidad del hombre en esta tierra y no solo esperanzarlo en un cielo en el cual volvería a encontrarse con sus explotadores y victimarios”. Blest concluía expresando: “Si Cristo descendiese hoy a la Tierra, a un mundo como éste ¿qué crees que llevaría sobre los hombros? ¿Una cruz? No, llevaría una metralleta” (Punto Final, N° 79, 20 de mayo de 1969).

El Mercurio aseguró en un editorial que no era “Ni joven ni Iglesia”: habían actuado en la consagración episcopal por un “afán publicitario”, mostrando un “sentido belicoso y violento”, asegurando que Iglesia Joven “sigue las aguas de un movimiento amplio de rebeldía espiritual y social que tiene sus maestros, sus estrategas y sus agitadores”. El Siglo, por su parte, argumentaba que las críticas contra la acción en la parroquia El Bosque se debían a que “ni el Movimiento Iglesia Joven, ni los reformistas universitarios, ni ninguno de los grupos o clases que se mueven en procura de alcanzar una mayor participación democrática en la conducción de sus propios destinos, puede esperar que alguna vez las castas que se benefician con el statu (sic) vayan a aplaudir o a permanecer pasivas frente a la rebeldía”(7 de mayo de 1969).

El balance de Silva Henríquez

Raúl Silva Henríquez fue una figura fundamental de la Iglesia Católica desde que asumió como arzobispo de Santiago, en 1961. Fue un hombre de gran liderazgo, inteligencia, capacidad de organización, interés político y amistades, fue parte de los cambios que experimentó el catolicismo en los años 60, “en sintonía con los nuevos vientos vaticanos” y en medio de una creciente politización de la sociedad chilena, como resume Gonzalo Larios en su estudio “Renovación y temporalismo en la Iglesia. El ascenso de Raúl Silva Henríquez, 1958-1963” (Bicentenario. Revista de Historia de Chile y América, Vol. 15, N° 2, 2016).

Él promovió algunas de esas transformaciones y otras las debió sufrir de rebote. En muchos círculos sociales y políticos se hablaba de la “crisis” de la Iglesia Católica en Chile. Para el cardenal, sin embargo, cuando eso ocurría es porque había un problema de vida o muerte, y no era el caso de la Iglesia, cuyas dificultades “no la comprometen vitalmente”, como manifestó en una entrevista. Reconocía la evidente baja en las vocaciones sacerdotales, cuya causa estaría en “el subdesarrollo que padece mi país”, pero también contraponía eso con la demanda por matrículas en la enseñanza católica y una activa presencia social. Consultado por “puntos de contacto” doctrinales o humanos entre el pensamiento social de la Iglesia y el que inspiraba a los sacerdotes guerrilleros en el continente, Silva Henríquez contestó: “Sí, hay puntos de contacto, porque ambos sustentamos el mismo ideal de justicia social. Donde suele no haberlos es en los métodos preconizados para alcanzar ese ideal”, reprobando en especial el uso de la violencia (Las Últimas Noticias, 3 de mayo de 1969).

El arzobispo de Santiago recordaría la conclusión de la Asamblea Plenaria del Episcopado de julio de 1969 de la siguiente manera, frente a la evidente politización del discurso eclesial: “Un cristianismo sin Iglesia sería una mera ideología humana. No nos dejemos instrumentalizar por quienes nos llaman a unirnos a ellos en la empresa de liberar al hombre por caminos que pasan por el odio, el ateísmo y la reducción del cristianismo a mera ideología o alienación” (Memorias del Cardenal Silva Henríquez, Santiago, Ediciones Copygraph, 1991, tomo 2).

En 1973, el historiador Mario Góngora publicó un artículo tan notable como poco conocido: “La descomposición de la conciencia histórica del catolicismo” (Dilemas. Revista de Ideas, N° 9). Analizando los cambios de la década de 1960, expresó que “dentro del proceso mayor de autodemolición de la Iglesia visible —la invisible es imperecedera, según la fe— el aspecto que más impresiona al gran público es la atracción por el marxismo de buena parte de los católicos”. Pero a ello se sumaban otros cambios que tenían a la Iglesia en una situación difícil y terrenal, no solo en Chile, sino en el mundo entero: “El proceso del aggiornamento parece fatal e irreversible”, pensaba Góngora, concluyendo: “Los católicos se ven movidos, por este ambiente, a pensar más en regímenes políticos o sociales, que en las verdades que vienen de las fuentes mismas y que hoy están relegadas al desván”. La politización, el sincretismo, la distorsión de la escatología y un “historicismo en mal sentido” habían conducido a la situación que vivía la Iglesia y los católicos. Las perspectivas, para muchos, seguirían produciendo otras manifestaciones de disolución.

El propio Episcopado reconocería tardíamente que “el temporalismo” había invadido a la Iglesia (Secretaría General del Episcopado, “La Evangelización en Chile durante los últimos 30 años”, 1 de enero de 1974). Para entonces Chile vivía otra historia.

Es profesor de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Publica. Director general de Historia de Chile 1960-2010 (Universidad San Sebastián).

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