Si Lafourcade hubiera estado vivo se habría interesado en el tema, porque una de sus virtudes consistía en interesarse en todo”.

Jorge Edwards

Nos conocemos poco y naufragamos en la indiferencia general. Las autoridades que no le dieron el Premio Nacional de Literatura a Enrique Lafourcade, y que han brillado por su ausencia en los funerales, nos deben una explicación. La literatura chilena es un fenómeno más complejo, más profundo, de lo que piensa la mayoría.

Recibo una invitación desde el sur de Francia, desde una pequeña localidad que se llama La Répara”, que se encuentra al pie de la maravillosa ciudad montañesa de Grenoble, cuna de Stendhal, el novelista genial de “Rojo y Negro” y de “La cartuja de Parma”. Hace un par de días se puso en escena en ese pueblo una obra de teatro inspirada en las crónicas gastronómicas del autor de origen chileno Francisco Amunátegui.

Este Francisco, primo hermano de mi madre por la rama Lira, era hijo de un cónsul de Chile y de Fanny Lira, hermana de mi abuela materna. Francisco estudió ingeniería en la Universidad de París. Publicó un par de novelitas en editoriales francesas y después se dedicó a la crítica gastronómica en revistas y programas de radio. Tengo a la vista un viejo libro suyo de color amarillo: “L'Art des mets ou traité des plaisirs de la table”. Hace un par de años le ofrecí a nuestra academia una explicación sobre este desconocido autor chileno en lengua francesa. Los académicos escucharon, casi se diría que con resignación, y yo tropecé en una palabra que no conocía y que no podía traducir, cerfeuil. Consulté a un amable panadero francés que se había instalado y llegué a la conclusión de que el cerfeuil no era otra cosa que el perifollo, perejil enroscado y lleno de ramitas encorvadas, y que de ahí viene un chilenismo de días de fiesta: emperifollarse y andar emperifollado. Las críticas de Francisco, que Neruda, cuando fue embajador, buscaba y coleccionaba, terminaron en escenarios de teatro en vacaciones, porque Francisco describía los gustos y descubrimientos culinarios de grandes personajes de la historia de Francia, y la obra teatral transcurre en una enorme cocina donde discuten y se encuentran gentes como Molière, Luis XIV, María Antonieta, Napoleón Bonaparte y Honorato de Balzac. Como todos ellos son fanáticos de la gastronomía, pelean a bastonazos, vuelan las plumas, y el resultado es teatral, manejado por uno de los mejores directores del momento en Francia.

Uno de los mejores textos que conozco de Francisco Amunátegui Lira es un comentario ingenioso, astuto, poético, de la “Oda a la cebolla”. Pablo Neruda, que tiene también una oda al caldillo de congrio, era poeta de la cocina en las odas. Había afinidad de espíritu entre un hombre de derecha, como era Amunátegui, y otro de izquierda. Neruda no se fijaba en detalles, y adoraba la cocina con buen gusto, con gracia y con sentido literario.

Si Lafourcade hubiera estado vivo se habría interesado en el tema, porque una de sus virtudes consistía en interesarse en todo, virtud de la que carecen en forma absoluta nuestros gobernantes y hombres de cultura. Tenía un espíritu de aventura intelectual, en todos los ámbitos de su vida, que deberíamos respetar. Él habría respetado el estilo gastronómico de Amunátegui y lo habría apreciado por la variedad de los personajes que entran en su cocina. Habría inventado platos sazonados con perifollos picados. Hasta habría sido capaz de viajar hasta La Répara, donde hay una casa de piedra, ocupada por dos jóvenes cocineros que trabajan en restaurantes de la región y que producen algunos de los foie gras mejores del mundo. Por el foie gras, por Stendhal, por el castillo cercano de Madame de Sevigné y por mirar desde el centro de la plaza de la ciudad de Vienne, la ventana en la que alojaba el joven oficial Bonaparte cuando seguía cursos de artillería en una escuela de la ciudad, el viaje vale la pena. El título “Art des mets” alude a un clásico de la literatura latina: el arte de amar de Ovidio. Para nuestro escritor chileno, Francisco Amunátegui Lira, el amor y la cocina tenían relaciones profundas. Ahora, como descubridores tardíos que somos, comprobamos que Lafourcade escribía páginas sobre cocina erótica. Con perdón de todos ustedes.

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M. Jacqueline Sepúlveda C. Exvicerrectora U. de Concepción

El informe de la Dipres que reveló que la implementación de la gratuidad no ha afectado negativamente los ingresos de las universidades tradicionales —aunque sí en planteles privados— y el reciente dictamen de la Contraloría que establece que las instituciones podrían cobrar la totalidad del arancel regulado a quienes pierdan la gratuidad por atrasarse en sus carreras reinstalaron el debate sobre el pago de los aranceles de quienes no cumplen con la duración formal de sus estudios.

Según el Ministerio de Educación, a principios del 2019, 27 mil alumnos perdían el beneficio de la gratuidad por retraso. Este escenario debiera llevarnos a cuestionar, no solo quién paga la gratuidad, sino también por qué razón no coincide la duración formal con la duración real de una carrera.

Sin embargo, la discusión se ha centrado en la sustentabilidad económica de las universidades y las dificultades que enfrentan para el desarrollo de sus proyectos educativos, planteando soluciones como la extensión de los plazos de gratuidad o la inyección de recursos a las instituciones, sin abordar el problema académico.

Un detallado análisis debiera transformar este tema en una oportunidad de mejora continua para las universidades, activando procesos para realizar una intervención temprana en los estudiantes. Las dudas vocacionales y las diferencias de capital social y cultural, entre otros, influyen en el rendimiento, por lo que parece pertinente fortalecer herramientas como los propedéuticos, los programas de acompañamiento y acceso efectivo (PACE), y plantearse la implementación de programas de bachillerato.

Más profundo aún, las universidades debieran iniciar acciones concretas para mejorar las tasas de retención y de titulación oportuna, comprometiéndose a disminuir la sobreduración de las carreras, manteniendo y mejorando la calidad en sus procesos.

Si bien el Estado debe velar que ninguna persona con capacidades para acceder a la educación superior quede fuera del sistema por no contar con recursos económicos, las universidades deben garantizar una educación de calidad. La gratuidad es una inversión ciudadana que busca una transformación social, para que cada vez más familias chilenas logren la movilidad social que nos permita no ser solo un país desarrollado, sino que también uno más justo, más solidario y menos desigual.

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