“Sufro de ‘temblor esencial'. Lo he tenido toda la vida. A veces lo confunden con párkinson pero nada que ver. Katherine Hepburn también lo vivió; para que veas tú: soy glamorosa hasta para las enfermedades”, afirma Anita Reeves, de gestos levemente tiritones, con los que convive sin perder el humor. En confianza es mal hablada, de las que pronuncian garabatos rotundos. “Cuando voy en el auto me transformo. A mis alumnos les advierto que a veces se me escapan malas palabras en clases, aunque nunca contra ellos”, aclara una de las mejores actrices de Chile, con innumerables premios a su haber, el último recibido en mayo de este año por su trabajo en la película “… Y de pronto el amanecer”, dirigida por Silvio Caiozzi, que le valió un Caleuche como mejor actriz de soporte.

Aparte de su estatura imponente, en la vida real pareciera que hay un solo rol que Anita se resiste a ejecutar: el de víctima. “La gente me dice: pobre, has tenido una vida tan dramática… Claro, he pasado por cosas bien difíciles, pero nada que no pudiera superar”, afirma la directora de la Escuela de Teatro de la Uniacc, vicepresidenta de Chileactores, con una treintena de teleseries en sus espaldas, otra decena de películas e incontables obras de teatro. Hoy se encuentra en las tablas con “Todos mienten y se van” (hasta el 17 de agosto en el Teatro UC).

“Nací en Santiago centro, en una maternidad ubicada en el mismo edificio donde está hoy el Colegio de Arquitectos de Chile. Mi infancia fue medio rara; con mis abuelos maternos vivíamos en una gran casona en el casco antiguo de Santiago, donde yo era la única niña entre puros adultos. Me decían Tiny (pequeña en inglés), porque nací de ocho meses y porque mi segundo nombre es Albertina, en recuerdo de Alberto, mi papá, que murió un mes antes de que yo naciera. Nunca supe bien de qué fue. Aunque todo indica que murió de cáncer”.

—Debe haber sido una niñez solitaria.

—Pero no me quejo; tenía primos aunque no nos veíamos demasiado y yo era la más chica. Imagínate que mi mamá fue la menor de 16 hermanos. Mis primos hoy son todos viejos o ya están muertos.

Al juzgado por su vocación

A Anita Reeves siempre le gustó el arte. “Mi mamá me lo inculcó, pero no para que se me ocurriera ser actriz... Mi primer rol fue de un angelito con alitas de papel maché, a los 4 años. Cuando a los 16 supe que se trataba de una profesión y que se enseñaba en la universidad, no lo podía creer. Iba a mirar por fuera a las escuelas de teatro de la Chile y de la Católica, porque para mí estudiar ahí era como un sueño. Qué loca es la vocación, qué fuerte. Mi mamá estaba enferma —de cáncer— y murió cuando yo acababa de salir del colegio, antes de que diera los exámenes de admisión. A los 17 años ya era Anita la huerfanita y a la vez había sido admitida en la Católica. Cuando se enteró mi tío tutor, se puso furioso; no quería que siguiera esa carrera por nada del mundo y me llevó al juzgado para ejercer su potestad, pero la jueza se portó excelente y le dijo que a los 18 años yo sería libre de escoger y que mejor no se metiera. Así que seguí estudiando”.

—La época en que teatro era equivalente a la prostitución.

—Todavía lo ven así y peor, porque más encima se asocia a drogas, promiscuidad, etc…

—Otros creen que siendo actores podrían ser famosos.

—A mis alumnos les digo que si entraron para eso, que se olviden, que mejor no estudien porque esta es una profesión rigurosa, de mucho trabajo, bellísima pero demandante. Para ser famoso hay otros caminos, como hacerse amigos de algún productor de TV o entrar en un reality.

—Cuando entró a estudiar, ¿se encontró con un mundo muy distinto al de su familia?

—Fue maravilloso. Me encontré con mis pares, gente que hablaba mi mismo lenguaje, con grandes maestros. Como acababa de cumplir 17, me cuidaban harto. Esa fue mi verdadera familia.

Casada con el sicoanálisis

En 1973, al poco tiempo de celebrar su matrimonio, Anita partió con su marido a vivir a Buenos Aires. “Él era ingeniero calculista estructural y lo llamaron para que hiciera la autopista Buenos Aires-La Plata. Nos fuimos en febrero y en septiembre vino el Golpe. Sentí un miedo feroz. Recién después de un año vine a ver a mis amigos, y me encontré con un ambiente muy oscuro, feo… La mamá de un amigo estaba desaparecida desde que lo fue a ver a la cárcel. La Coca Rudolphy se encontraba presa, al igual que Marcelo Romo y Pancho Morales. Era un caos. Todo el mundo tenía pánico, pero yo me odié y me detesté por sentir miedo; lo mío era un moco de pavo al lado de ellos: había votado por Allende pero nunca milité en ningún partido. Pero al parecer estaba en algunas listas y me asusté. Esa vez vine por un mes y regresé a Buenos Aires a la semana. Tenía 24 años”.

—¿Qué pasó con su matrimonio?

—Se fue disolviendo y al final lo dejé. Bien valiente, porque no tenía pega, y estábamos en Argentina, donde el círculo de actores es muy cerrado. No tuve muchas oportunidades de trabajar, pero aprendí manualidades y comencé a hacer títeres que luego vendía en Santelmo. Dirigí una obra infantil que ganó un premio importante, di clases; hice muy poca TV y teatro.

—Y qué pasó con su marido…

—Se hacía mucho sicoanálisis mi “exposo”, con terapias de toda la vida, hasta que llegó un momento en que no movía un dedo si no hablaba con su sicoanalista. Una dependencia brutal, de años. Y como yo soy exactamente al revés, nos fuimos distanciando.

—En el fondo la cambiaron por el sicoanalista.

—La sicoanalista, porque era mujer, y me detestaba. Una vez fui a terapia de pareja con él, no sé qué le contesté, la cosa es que esta mujer me odió para siempre; giró la silla, se puso a hablar con él y a mí me dio vuelta la espalda. Bien feroz. Ahí me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí.

—¿Estaba enamorada?

—Al comienzo sí, pero después no. Descubrí que el único amor de mi vida era el teatro.

—¿Nunca más se volvió a enamorar?

—Yo creo que sí, varias veces, de a poco. Me enamoro mucho, y después me desenamoro. Es que soy distinta, parece que soy rara. La gente me ve de una forma diferente a como soy. Debo estar medio loca, loca buena eso sí, no demente. Porque digo lo que pienso, no me guardo las cosas, rayo la cancha, trato de decir la verdad y eso en una sociedad como la nuestra es difícil.

—¿Le ha traído costos?

—Puros costos “güenos”. Al final quiero vivir la vida como me tocó, a concho y con la fortuna de tener al teatro, que es maravilloso. Imagínate, con la locura que significa actuar, ser otra persona y estar consciente de que eres tú siendo otro y sabiendo además que hay un público que te está mirando. No es bipolar, es una multipolaridad.

—Dice que se ha enamorado varias veces. ¿Le han roto el corazón?

—Fíjate que no.

—¿Sigue indemne a estas alturas de la vida? No le creo.

—Tal vez por la infancia que tuve mi corazón se puso durango, a lo mejor hay algo de eso… O tal vez me protegí. Pero no siento que me hayan roto el corazón. He vivido lo que he tenido que vivir no más.

—¿Hijos no tuvo?

—Estuve en tratamiento harto tiempo, como cinco años mientras estaba casada, cuando no había escáner ni nada de esas cosas. Pero no pude quedar embarazada. Nunca me hicieron un examen de tiroides en Argentina, y cuando volví a Chile me diagnosticaron hipotiroidismo, lo que está muy relacionado con la infertilidad. En fin, cuando me enteré de esto ya era tarde.

—¿Lo lamentó?

—Por algo fue. Ahora tengo muchos hijos, por todos lados: sobrinos, sobrinos-nietos, alumnos, exalumnos. Todos me dicen madre. También me encantan los animales. En mi parcela tengo varios. Soy de las que si ven una arañita la salvan, pero no se me ocurriría matarla.

“Conocí a todas sus pololas”

—Se van a cumplir ocho años de la muerte de Felipe Camiroaga. Supe que eran vecinos en Chicureo y que compartían ese amor por los animales.

—Sí, yo lo llevé para allá al niño. Éramos vecinos de cerco vivo.

—¿También fue uno de sus “hijos”?

—Si poh, y él me decía madre, porque hice ese rol con él en una teleserie (dice por “Rojo y Miel”, en 1994).

—¿Así se conocieron?

—Me pidieron que le hiciera un taller de actuación y nos hicimos yuntas, nos reíamos mucho, lo pasábamos súper bien con Felipe.

—No va a decir que también fue una de sus pololas…

—Jajaja. No. Pero las conocí a todas… Después salieron algunas que aseguraban que eran exparejas cuando ni pensaban en serlo, y de eso yo sé porque estábamos casi todos los fines de semana juntos y en el canal también.

—El era bien picaflor también.

—Sí, pero fíjate que sobre todo eran las chiquillas las que lo perseguían. Era bien impresionante, porque aparecían en su casa, lo iban a buscar, lo esperaban…

—Su muerte debe haber resultado brutal para usted.

—Feroz. No lo podía creer. Me empecé a inventar un montón de historias: no, si debe estar en una cueva esperando a ser rescatado; o me convencía de cosas como conociendo lo deportista que era, seguro se salvó nadando… Me invité cuanta prostituta historia se me pasó por la mente, hasta que me tuvo que caer la teja nomás. Fue un bajón súper grande. Todavía no me repongo. A veces sueño con Felipe, pero nunca nos vemos serios, sino que nos reímos. Sí poh, es verdad que he pasado por muchos dolores, pero no cambiaría nada de lo que he vivido.

foto de claudio cortes

LEER MÁS