“Con dolor y amorosidad os queremos comunicar el fallecimiento de nuestro querido maestro #ClaudioNaranjo la pasada noche (12.7.19) en su residencia de Berkeley. Os rogamos lo tengáis presente en vuestras meditaciones y oraciones. Que su amor y sabiduría nos acompañe siempre”.

De esta manera la Fundación Claudio Naranjo informó en twitter de la muerte de uno de los intelectuales chilenos más influyentes del último medio siglo, pionero de la sicología transpersonal, crítico radical del sistema educativo y discípulo de Fritz Perls (creador de la terapia Gestalt).

Nacido en Valparaíso hace 86 años, el médico y pensador murió este viernes en la mañana en Berkeley, California.

En una entrevista, concedida a “La Segunda” en enero de 2018, habló de los problemas de salud que lo afectaban y de su concepción de la muerte. A continuación, algunos extractos de esa conversación con el periodista Patricio de la Paz.

“Tengo una enfermedad rara. No es párkinson, porque es unilateral. No es lo que llaman temblor esencial, porque puedo deliberadamente detenerlo. Es algo que no está en los libros de medicina. Me han hecho resonancias, y aparece un cerebro notablemente bueno. No se explican qué pasa. Yo creo que es una complicación de lo que en la espiritualidad se llama la kundalini, una energía interna del cuerpo. Esa energía ha estado muy viva en mí, pero puede ser como una olla a presión que ahora se me filtra por un brazo”.

—Pero eso no lo pueden ver los médicos.

—No. Sólo a través de su gran arrogancia, los médicos pueden creer que saben.

—Usted ha tenido maestros de distintas espiritualidades: budistas, islámicos, judíos, hinduistas, chamanes. ¿Eso le ayuda a aceptar la vejez?

—Supongo que mi desarrollo personal me hace que no esté asustado de la muerte. Hace un par de años soñaba no sólo que me moría, sino que me pudría. Los sueños a veces son escuelas: a uno le mandan sueños para que se vaya acostumbrando, para que no se olvide de la muerte en este caso. Hoy no me preocupa, excepto que no pierdo tiempo, porque vivo con la muerte al lado.

—¿Cuál de las orillas espirituales que ha experimentado le sirve más hoy?

—El budismo. Tengo un maestro tibetano desde los años 70 en un monasterio en California. La meditación budista me ha servido mucho. Uno desarrolla el desapego. Los seres humanos tenemos una adicción a las personas, y eso no es sano. Lo sano es el amor, no el apego. Tenemos una sed de amor crónica, las personas crecen sin sentir que recibieron suficiente amor de niños; esa deuda de amor hace que muchos vivan para presentarse mejor de lo que son o siempre hacen méritos. Hay una falsificación de uno mismo. La meditación a uno lo va dejando tranquilo simplemente con ser: basta respirar, y el resto es por añadidura. La satisfacción está en la existencia misma.

—¿Medita hasta hoy?

—No. Hace años mi maestro me dijo que dejara de meditar. Hay un nivel de desarrollo que se llama la no meditación: después que uno ha meditado lo suficiente, hay una meditación espontánea cuando uno duerme o descansa.

—Le gusta la música. La usó en sus terapias. ¿Es una buena compañera a los 85?

—Funciona como alimento espiritual. A mí me conecta con un mundo superior, me trae una felicidad que va más allá del momento en que la escucho. La música no es un placer del oído, sino una transmisión de la profundidad de la mente de los compositores. A veces cuando camino escucho música en mi iPod.

—¿Y qué música escucha?

—Las tres B: Bach, Beethoven y Brahms.

—¿Aún ejerce la vida contemplativa que tanto defiende?

—Ya no distingo entre la vida contemplativa y la búsqueda espiritual.

—El inicio de eso fue un quiebre: cuando en la Semana Santa de 1970 su único hijo murió en un accidente. ¿Cuál es su relación con el dolor, con uno inmenso como ese?

—Soy poco sensible al dolor. Esta mañana recibí una carta de una amiga que me decía: “Estoy en una época en que todo me conmueve, la muerte de mi gato Tigre, la posibilidad del contacto humano, me conmueve conmoverme”. Le contesté: “Me gustaría conmoverme como tú”. Tiende a no importarme cuando la gente se muere, siempre me lo he explicado como voluntad de Dios; ¿quién soy yo para cuestionar cuánto debe durar una vida? Cuando murió Tótila Albert, mi mejor amigo, sentí eso: él ya hizo todo lo que tenía que hacer. Cuando murió mi madre sentí que no le podía pasar nada mejor.

—Pero la muerte de un hijo no parece tan natural...

—Cuando murió mi hijo sí me conmoví mucho. Él tenía 11 años. Parece como una muerte muy prematura. Un accidente de coche, que rodó por un precipicio. Fue el Sábado Santo. Aunque no soy religioso cristiano, para mí hay personas que tienen algo de Cristo. Mi hijo fue así. Lo comparaban mucho con El Principito. Tenía una mente así, era también un niño muy bello. Yo sentí que él había venido al mundo justo para hacerme el regalo de ese sufrimiento que nadie más me lo podía dar. Un sufrimiento que me dio la posibilidad de sentir un amor mayor; por eso digo que con su muerte empezó mi camino.

—Bergman dijo: “Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.

—Qué bello. Envejecer a mí me ha hecho bien. Hay gente que cada vez que me ve, me dice: te ves muy bien. Como si algo mejorara, mientras tantas cosas desmejoran. Es la mirada, que es más amplia. Se agranda el horizonte.

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