“Los chilenos son todos borrachos y cobardes”. “Este país está lleno de mujeres mantenidas”. De ese calibre son las frases que se despacha la cineasta Marcela Said. Y pareciera que esa voz saliera de otro lado, y no de su rostro cándido y su facha menuda.

Pero no pasa nada. Porque Marcela Said anda por la vida asumiendo sus contradicciones. Y de eso mismo se tratan sus trabajos. Instalada en Europa hace más de 20 años, se ha dedicado a escudriñar la resaca de ser una chilena hija de la dictadura.

Sus documentales “I Love Pinochet” (2001), “Opus Dei” (2006) y “El Mocito” (2011), y sus largometrajes de ficción “El verano de los peces voladores” (2013) y “Los perros” (2017) muestran con sutileza y complejidad de qué manera los traumas políticos se infiltran en nuestros modos de vivir y relacionarnos. En sus películas, que han tenido reconocimiento internacional, no hay buenos-buenos ni malos-malos. Lejos de la denuncia unilateral, la cineasta nos asoma a vidas aparentemente perfectas y ordenadas, donde hay secretos monstruosos que se mezclan con el amor y la risa. Explora asuntos como la “mentira piadosa”, la complicidad y la culpa. Pero, sobre todo, se mete con sus propios miedos.

“Cuando yo era chica, como a los 10 años, les tenía miedo a las culebras. Y me dio con que tenía que cazar una culebra y meterla en un frasco para perderle el miedo”, cuenta. “Y fui con unas amigas a un bosque cerca de El Tabo, encontré una culebra y la puse en un frasco. La miré y después la solté. Y ahora me doy cuenta de que todo lo que hago es para sacarme el miedo. Yo lo único que quiero es vencer mi miedo. Porque si lo venzo, nada puede detenerme. ¿Y qué estoy buscando yo? Que nada me detenga. Es horrible decirlo, parece súper megalómano, pero es cierto, es personal. No busco ser rica ni exitosa, quiero ser libre”, dice.

Las películas de Marcela Said son intentos de procesar su historia. La historia de una niña de origen palestino, de clase “media-media”, dice, con un padre pinochetista y una madre opositora al régimen militar. Una adolescente en cuya casa no se hablaba de política. “Se hacían los lesos. Pero yo tenía clarísimo lo que pasaba, porque frente al liceo había una cárcel de presos políticos, había gente protestando, porque conocía gente cuyos familiares habían estado presos, etc. También por haber crecido en el centro de Santiago, haber recorrido sus pasajes, yo veía Chile, veía todo y me relacionaba con todo el mundo”, dice. “Mi papá sigue pensando que Pinochet no era tan malo y no ha visto mis películas. Le da lata ir al cine. Pero está feliz cuando me entrevistan en el diario. Tiene esa ambivalencia. Y yo por eso no dejo de querer a mi papá. Es como es. ¿Y qué le voy a hacer?”.

“Hago cine para resolver preguntas y sacarme el miedo”

Marcela Said creció en pleno centro de Santiago —en la calle Santo Domingo—, fue al Liceo 1 Javiera Carrera, hizo ocho años de estudios de piano, egresó de Estética en la Católica y luego se marchó a París para hacer un magíster de Técnicas y Lenguajes de Medios en La Sorbona, convirtiéndose rápidamente en cineasta.

Con los años se fue poniendo feminista. De hecho, su última película profundiza en las contradicciones del personaje femenino, que además de ir descubriendo el pasado oscuro de sus más cercanos, encarna el desasosiego de una mujer de clase alta que aunque se rebela contra el autoritarismo del padre y el marido, no logra salir del sistema de vida en la que está dulcemente ensartada.

Acaba de lanzarse a las artes visuales con una exhibición interactiva que mezcla escenografía, documental y ficción para presentar cuatro casos de femicidio en Latinoamérica que son contados simultáneamente desde la perspectiva de la víctima y del victimario. La muestra estará en el GAM hasta el 18 de agosto.

—Ser mujer y crecer en dictadura: es como una doble violencia.

—Yo creo que de eso se tratan mis películas. Hago cine para resolver preguntas y sacarme el miedo. Podrán criticarme de mil maneras, pero no pueden decir que mi cine no es honesto.

—¿Y cuáles han sido esas preguntas?

—En “I love Pinochet” aparecen las imágenes de los pinochetistas en Londres cuando a Pinochet lo tomaron preso. Y en Europa la gente estaba muy impresionada de que existieran pinochetistas. Me pareció súper interesante preguntarse cómo es posible que existan pinochetistas cuando ya se saben los horrores que sucedieron en dictadura. En Opus Dei avanzo en la pregunta para ver cómo es posible que gente católica justifique la dictadura, acudiendo a textos de Tomás de Aquino, a la idea del “mal menor” o a los comunistas que comen guaguas. Cosas muy surrealistas. Haciendo ese documental entendí que la gente que entra a estos grupos religiosos tiene mucho miedo y les encanta que otros les respondan sus preguntas. Escrivá de Balaguer escribió un libro con 999 máximas donde te dice exactamente cómo vivir la vida. Te entrega un guion y te dice que si lo cumples te vas al cielo. Y la gente asustada cae. Se protegen entre ellos y arman una organización basada en el miedo. En países como Chile el miedo es un estímulo muy eficaz. La gente se mueve por el miedo, tiene miedo a decir lo que piensa, a ser directa, a perder su trabajo. Tienen miedo a todo.

—Dices que no quieres volver a Chile. ¿Es por eso?

—Y porque lo encuentro súper poco estimulante. Uno se da vuelta todo el tiempo en lo mismo. Es un país que me angustia. Me angustia la desigualdad, también me angustia que sea tan de derecha y tan conservador. Además, lo encuentro muy caro.

—Y sin embargo tus películas se han tratado siempre de Chile. ¿Es una cuenta pendiente? ¿Hay algo que reparar?

—Es buena la palabra “reparar”. Mis documentales más políticos responden al hecho de sentir que como familia no hicimos nada por luchar contra la dictadura, fuimos indiferentes, nadie salió a protestar, no hablábamos de eso. Siempre sentí esa deuda histórica. Es como una culpa familiar, una falta de empatía.

Abrazar el caos

—Una vez en una entrevista dijiste que los hombres chilenos eran borrachos y cobardes.

—Es que soy deslenguada, digo cualquier cosa.

—¿Pero piensas eso?

—Cobardes los encuentro. En general, son conservadores, deshonestos intelectualmente, no se preguntan a sí mismos qué es lo que les gusta. Hay hombres que parecen interesantes, pero escarbas un poco y son convencionales. Dicen que quieren una puta en la cama, pero luego se espantan si se enteran de que su mujer ha tenido un pasado sexualmente libertario. Generalmente se quedan con minas que los adulan. No se las pueden con mujeres fuertes e independientes. Se sienten amenazados y se ponen competitivos.

—¿Y las mujeres chilenas?

—Me sorprende mucho la cantidad de mujeres separadas que son mantenidas por el exmarido, que no trabajan. Me cuesta entender cómo les acomoda estar pidiéndoles plata para sus cosas personales. Eso en Francia no lo veo.

—Eres crítica de cómo las mujeres contribuimos a las prácticas machistas.

—Totalmente. Las mujeres también somos cómplices del machismo y tenemos que ser conscientes de cómo contribuimos al abuso del poder. Porque siempre hay juegos de poder y nosotras participamos de esos juegos. Entonces, la posición de víctima pasiva no siempre es sostenible.

—En tu película “Los perros” la protagonista (Antonia Zegers) tiene un grado de rebeldía importante, pero también un grado de sumisión importante… Es interesante esa ambivalencia.

—Exactamente. Yo estoy hablando de mujeres que no hacen lo que quieren.

—Pero muchas veces uno no sabe lo que quiere.

—Bueno, entonces hay que abrazar el caos. Yo cuando estoy en períodos de crisis me dejo ser en esa confusión, que puede ser súper creativa. Hay que permitirse no tener las cosas claras y esperar que se aclaren. Uno puede ser infantil, ser inmadura. Lo que encuentro más insano es ser conformista.

—Otra cosa que aparece en tus películas es la clase alta chilena.

—Porque son la élite económica, son el poder. Y mis películas son una crítica al poder.

—Y lo monstruoso anida en un decorado de perfección. En casas bonitas y ordenadas, en familias constituidas.

—Sí. Es el tema de la máscara. Todos llevan máscaras. Son mundos hipócritas representados por familias poderosas, que en Chile han dictado la norma, la ley y las costumbres. Eso ha cambiado un poco ahora, pero hasta hace poco todo el resto trataba de imitarlos y les rendía pleitesía. Eran modelos para la clase media, se los escuchaba mucho. Es importante cuestionar estos modelos, señalar que están lejos de la perfección y que son cómplices de la dictadura. Es una élite que no es educada, no es culta, es fascista. Me preocupa que en Chile todavía se dé espacio en los medios a personas de ultraderecha, eso habla mal del país. Es peligroso darles pelota, deberíamos focalizarnos en modelos más humanos, más positivos y empáticos.

—Hay gente sin empatía. Pero también hay enfermos mentales, psicópatas.

—Pero a mí no me interesan los psicópatas. Me interesa la gente común y corriente que tiene que lidiar con sus propios monstruos.

—Porque esa eres tú.

—Somos todos.

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