“Qué horror, parece una escena de ‘Perdidos en Tokio'”, dice Alberto Fuguet repantigado sobre un sillón cuando un músico comienza a tocar covers facilones en el piano a la hora del happy hour en el bar Trafalgar del hotel Crowne Plaza.

Jurado del Premio Iberoamericano Manuel Rojas, el periodista, escritor y cineasta cuenta que, si bien le parece sospechoso que los concursos literarios chilenos siempre sean ganados por extranjeros, está contento por la decisión que tomaron de otorgarle el galardón a María Moreno, ya que la narradora argentina, al igual que Rojas, representa una figura literaria antiacadémica y callejera.

Pienso que el mismo rótulo corre para Fuguet, ya que, desde sus primeros textos publicados en prensa en los 80, mapeó temas desconocidos de la cultura popular, que no estaban en el radar intelectual chileno, reivindicando géneros menores, como la novela negra, el cine b, la televisión y la cultura basura gringa, la que ahora triunfa en plataformas millonarias como Netflix, siendo la serie Stranger Things, un coctel ficcional de nostalgia ochentera, el caso más emblemático.

El autor de “Mala onda” —novela debut aplaudida por Camilo Marks y destrozada por Ignacio Valente, que se vendió como pan caliente— nunca escribió desde la academia, e impuso desde sus primeros libros una voz propia, un sello gringo, rico en diálogos, heredero del estilo de Hemingway, dándole velocidad, entretención y frescura a la anquilosada narrativa chilena, obnubilada por obtener el respeto del mercado editorial español y argentino.

Dice que reeditará “Tinta Roja” en el segundo semestre de 2019, novela que fue adaptada al cine por el director peruano Francisco Lombardi, y que cuenta la historia de un periodista joven llamado Alfonso Fernández —alter ego del escritor— que hace su práctica profesional en las páginas policiales de un diario sensacionalista.

Fuguet reconoce que, tras publicar esa novela, en 1996, utilizó su espacio en la Zona de Contacto para poner en la órbita lectora la obra de Rivano, Gómez Morel y Méndez Carrasco, creando un contra canon, la literatura pulpa chilena, en sintonía con Pulp Fiction de Tarantino, estrenada en 1994.

—Pienso que “Tinta Roja” fue uno de tus primeros libros en lograr mayor aceptación crítica. ¿Lo ves así?

—No. Rodrigo Pinto me sacó la chucha. Ahora es un libro que se lee mucho en las escuelas de periodismo, lo que a mí me da mucha risa porque yo lo hice pensando justamente en lo contrario: mi meta era que la gente lo leyera para que no estudiara. Siempre lo vi como un libro de advertencia.

—Como esas etiquetas de Parental Advisory que aparecen en los discos, advirtiendo sobre un contenido inadecuado.

—Claro, era como una señalética, una beware, ten cuidado, no entres. O sea, yo escribí “Tinta Roja” para que los críticos me dejaran de huevear, para demostrar que yo podía escribir de otra manera. Mi impresión es que si uno tiene un cierto mínimo de talento, uno puede escribir como Soriano, Isabel Allende, García Márquez, incluso como Borges. De ahí a que te quede bueno, eso es otra cosa. Pero uno puede imitar voces. Y siento que “Tinta Roja” es el único libro que yo he intentado hacer contra mí. Dicho eso, creo que es bastante mío.

—Es autobiográfico. Hiciste la práctica en LUN.

—Sí, pero también es por cómo está escrito, desde afuera, como si fuera una película. En esa época me leí toda la literatura chilena de los bajos fondos, y me identifiqué mucho con esos autores, aunque no tanto a nivel temático, porque yo no soy un huevón que se crió en un conventillo o que bajó al río como Gómez Morel.

—¿Te llegaron palos por hablar de un mundo al que no pertenecías?

—Un poco. Me acuerdo que dijeron que me hacía el abajista. Incluso hubo una crítica que decía que yo iba a comprar pebre al Esso Market. Igual era chistoso, ¿cachái? Lo que pasa es que con el tiempo vas aprendiendo que la crítica literaria son más bien las fantasías que tienen los otros con tu trabajo. Por eso es que cuando empezaron a decir que yo maduré con “Missing”, les dije: “disculpen, pero yo sigo siendo igual, son ustedes los que maduraron”. En “Tinta Roja” estaba el gesto de decir: “Me voy a cagar a estos huevones y me van a respetar”.

—En Zona de Contacto difundiste a autores como Gómez Morel, Méndez Carrasco y Luis Rivano; que no estaban en el canon chileno.

—De hecho, Rivano presentó “Tinta Roja”. Yo parezco tonto, pero no lo soy. Cuando empecé a escribir el libro yo no era tomado en serio por gente que me parecía muy básica, como Gonzalo Contreras o Carlos Franz. A mí ellos me parecían gente fome y latera, y me daban celos porque eran los favoritos del cura Valente. En esa época, uno quería ser tomado en cuenta por el poder. Entonces cuando salió “Tinta Roja” me di cuenta de que yo tenía que ayudar a que me leyeran, y como la gente es tan inculta en Chile, le di contexto a mi libro. Ahí escribí en “El Mercurio” sobre estos escritores que hacían ficción pulpa, justo cuando estaba apareciendo Tarantino con Pulp Fiction, y la gente entendió que era un tipo de literatura menor, pero que iba a perdurar como (Raymond) Chandler o (Jim) Thompson. Si uno no tiene familia, hay que crearse una. Y yo pertenezco a ese mundo porque esos escritores no eran tomados en cuenta ni tenían el visto bueno de la crítica.

—Recuerdo que tú le preguntaste a Rivano por qué esos autores no eran conocidos, y él te respondió: “La historia la hacen los cuicos”.

—Tal cual. Y algo de razón tenía. Ahora los cuicos podrían ser reemplazados por los académicos, por la gente con doctorados, porque hay un nuevo cuiquerío, que es gente que sabe mucho, los ultra inteligentes, los que estudiaron en NYU, y uno es mucho más torreja. Yo a lo más estudié periodismo. No sé tanto de teoría literaria. Entonces, lo que me llamó la atención de esos autores que acabas de nombrar, es que hasta hace muy poco no estaban en el canon, ni siquiera en las librerías, y ninguno ganó un Premio Nacional.

—Manuel Rojas, otro escritor que narró la marginalidad chilena, era un argentino, un extranjero. ¿Qué es lo que perdura de su obra?

—Ayer fuimos a su casa y estuve un rato sentado en su escritorio. Yo le dije al resto del jurado que, ya que este premio se llama Manuel Rojas y no José Donoso, la gente que lo gane debería tener algo que ver con el premio. Rojas era anarquista, rebelde, nació de abajo, y no venía desde los talleres literarios, era un tipo que tenía calle. Y yo creo que hoy en día, en un mundo en el que cada vez hay menos calle, y todo es pedido por delivery, con Rappi, Uber y Amazon, Rojas nos recuerda que habló desde la calle y que tenía contacto con la realidad. El problema con Manuel Rojas es que ha sido cooptado por los colegios y suena como a mala nota en tercero medio. Hoy, el cuento “El vaso de leche” podría ser una inca cola tomada por un inmigrante peruano en Recoleta. Por eso terminamos premiando a María Moreno, alguien que sí tiene calle, no tiene taller, es curada y no hace lobby.

—¿Y no es un premio a lo políticamente correcto, al progresismo cool?

—Bueno, me parece que si alguien es cool, no es culpa de él. Lo que sí puedo hacer es un esfuerzo por no votar por lo anti cool, por lo fome. O sea, entre lo fome y lo predecible, yo prefiero patinar con lo cool. Prefiero que Bob Dylan gane el Nobel a que se lo den a Le Clezio. O que Pedro Lemebel gane el Cervantes antes que Sergio Ramírez. Yo creo que la literatura debería ser un poco rebelde.

Creador de mitos

Así como Fuguet puso en circulación a escritores chilenos olvidados, hizo la misma operación con autores extranjeros desconocidos, como el colombiano Andrés Caicedo y el uruguayo Gustavo Escanlar, narradores que, al igual que Fuguet, criticaban la santificación de los autores del Boom latinoamericano.

Le pregunto por qué se ha empeñado en escribir sobre otros autores, mitificando sus vidas y responde: “Creo que un escritor tiene varias pegas, y me parece importante que uno lea y ame a otros autores, y para eso hay que hacer ciertas operaciones. Una vez un agente me retó porque decía que yo perdía demasiado tiempo hablando de otros escritores. Y yo siento que uno tiene que andar buscando hermanos. Por un lado lindo, te diría que es porque soy un tipo generoso, y por otra parte, creo que uno tiene que buscar aliados, tanto vivos como muertos”.

—Has escrito que la guerra cultural la ganó Stephen King y Spielberg, la tendencia que tu defendías en los 90.

—Y siento que tengo la razón, después podemos ver si está bien o mal, pero lo que está claro es que no ganó la cultura del cine arte Normandie.

—¿Tienes redes sociales?

—Facebook nunca lo he usado. Veo un poco de Twitter y sigo algunos medios de comunicación y escritores. Tengo Instagram y lo usa para sapear, jugar y subir cosas.

—Parafraseando a Ginsberg, dijiste que habías visto las mejores mentes de tu generación arruinadas por las redes sociales.

—La premisa básica es fascinante. Que todo el mundo tenga derecho a la palabra, que todos sean democráticos, que cada uno pueda opinar es muy emocionante, pero últimamente se ha vuelto muy peligroso y asusta mucho. Es literatura de baño público.

—¿Cómo ves el mundo cultural chileno?

—Algunos amigos me dicen que Chile es como el Dubai de América Latina, porque es un país como medio penca, wannabe, y que el mundo cultural invita a escritores extranjeros, les dan premios y plata. Yo no soy chovinista, pero me parece el colmo que el Premio Manuel Rojas lo haya ganado Juan Villoro y no (Luis) Rivano. Ese era un premio de puta madre. Choro, criticado, polémico. Incluso me parece que el premio a (César) Aira, que es un gran escritor, no sé si lo merecía porque él va para otro lado. Hay una cuestión de arribismo intelectual, una inseguridad en Chile. Por eso yo quería votar por Jorge Marchant Lazcano, para que quedara la cagá. Pero lo fácil es dejar los premios en un lugar aséptico. Eso se llama la moral Guadalajara.

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