Cuando se publique esta entrevista, Isabel Allende ya debe estar a punto de casarse, por tercera vez a sus 76 años. No se vestirá de blanco ni el rito será por la Iglesia (“sería muy hipócrita de mi parte”), sino una sencilla ceremonia civil, en Washington, junto a su novio, el abogado Roger Cukras (77), además de los respectivos hijos y puede que también algunos de los nietos, que —confiesa la escritora— se mueren de vergüenza ante esta abuela irreverente y deslenguada.

Ad portas del día señalado, la escritora más leída en español, con más de 60 millones de libros vendidos en el mundo, dará el sí tan radiante como en esta entrevista. Cargada de energía pese a llevar más de un mes de gira por España, Argentina y Chile, para lanzar su novela número 28, “Largo pétalo de mar” (Sudamericana), sobre la historia del Winnipeg y que desde su debut en Chile se mantiene entre los más vendidos.

El tema de los inmigrantes la mueve personalmente porque, afirma, no solo ella lo ha sido toda su vida, sino que nuestra historia —la chilena, la del mundo— está escrita con los sueños y el sudor de aquellos que vinieron huyendo del horror o en busca de mejores oportunidades. “Nací en Perú. Llegué a Chile cuando tenía 3 años, me fui a los 10 porque mi mamá se casó con un diplomático; he sido exiliada política (cuando vivió en Venezuela) e inmigrante en EE.UU. desde hace 30 años”, dice la escritora, quien cuenta con la ciudadanía norteamericana.

En memoria de su hija Paula, quien murió en 1993, creó la fundación que lleva su nombre, que busca empoderar a mujeres y niños inmigrantes en Norteamérica.

No lo cuenta, pero la escritora ha refugiado a mujeres en su propia casa. “Ha sido menos de lo que en verdad quisiera”, dice un poco incómoda. “Pero cuando estás cara a cara con un refugiado y este te cuenta su historia, se convierte en una persona para ti, deja de ser un número. La señora Elsa, por ejemplo, llegó huyendo a EE.UU., su piel está cubierta por cicatrices de machetazos. Entró al país ilegalmente hace 22 años, sigue indocumentada, no ha aprendido una palabra de inglés, no puede manejar, vive con miedo de que la agarren y la deporten. A Elsa la conozco personalmente: es la señora que limpia mi casa una vez por semana. Para mí, ella no es un refugiado, es mi amiga, ¡la amo! Hay que conocer las historias para conectarse con las personas”.

—Hay más de 70 millones de desplazados en el mundo según la ONU.

—Es angustiante. En nuestra fundación, cuando nos juntamos para revisar en qué están nuestros programas de ayuda, a veces creo que representamos apenas una gota de agua en un desierto de necesidades. Además que nuestra lucha es sistemáticamente contrarrestada por una política de gobierno de Trump de fregar a los refugiados y a las mujeres. Entonces, claro, cansa… Te decepcionas y te preguntas ¿para que lo hago? Pero mi nuera, Lori (quien administra la fundación) siempre me recuerda: “si tú le puedes cambiar la vida a una persona, ya cumpliste”.

—¿A veces no le dan ganas de decir: ¡me voy de EE.UU., no aguanto más a Trump!

—Sí, me da la pataleta a cada rato. Si no tuviera a Roger (su novio), seguramente ya estaría en Chile. Trump me revienta. Y se puede poner mucho peor. Su base está en la América profunda, entonces, si está bien la economía o se inventa una guerra, podría ser reelegido. Con China no le conviene meterse, pero con Venezuela podría. Y todos sabemos que estas guerras de ocupación de EE.UU. han sido un desastre; se sabe cuando empiezan, pero no cuándo terminan.

Amor y desamor

Cada vez más rubia y estrenando unos coquetos lentes de contacto azules, Isabel Allende se ve estupenda.

—Así que se casa, y por tercera vez. ¿Cómo es eso?

—Sí pues, como lo oyes, dentro de dos semanas es la ceremonia.

—Perdón por la indiscreción, pero… ¿era necesario tener que firmar un papel a estas alturas del partido?

—Es que para Roger es importante. Él es bien progresista para algunas cosas y muy formal en otras. Antes estuvo casado con una mujer a la que adoró por más de 40 años y que murió tras un largo cáncer que arrastró por años.

—Difícil competir ahí.

—¡Claro! Era maravillosa, y tuvieron dos hijos estupendos, encantadores, gente extraordinariamente fina, bondadosa. Roger dice que todo les viene de la madre. Pero en fin, él estaba solo cuando me conoció.

Isabel llevaba un par de años divorciada de William Gordon (después de 28 años juntos), y todo el mundo suponía que se trataba de la pareja ideal. “En realidad, ese matrimonio tendría que haberse terminado mucho antes —dirá—, pero seguí luchando hasta que fue imposible (…). No quería que se terminara nuestra relación; había invertido tanto tiempo y amor ahí. Hasta que me di cuenta de que estaba luchando sola, que a él no le interesaba para nada”.

“Pero no me deprimo, no me quedo en lo negativo”, dice. “Con Willy me demoré ocho años en terminar, pero una vez que dije basta, se acabó; no miro nunca más para atrás, no lamento nada”.

Soltera a los 72 años, Isabel Allende vendió su residencia en Sausalito, regaló todos sus muebles y compró una casa más pequeña con la idea de vivir ahí sola junto a su perra Dulce. “Hasta que apareció este amor totalmente inesperado…”.

Roger Cukras, abogado y socio de un bufete en NY, de sangre polaca, nacido y criado en el Bronx, la escuchó en una entrevista radial cuando manejaba en su auto camino a Boston. Había leído varios de sus libros desde que cayó en sus manos “La casa de los espíritus”. Cautivado, le escribió un mail sin imaginar que le contestaría. Así comenzó un rito donde él mandaba un correo cada mañana y cada noche. “Pasaron 5 meses, hasta que hablamos por teléfono por primera vez. Cuando nos conocimos, él a los tres días se quería casar… Yo pensé: este caballero está muy necesitado… Le dije que no, por supuesto. La relación continuó por varios meses. Cuando él vendió su casa en NY y se vino a vivir conmigo, comprendí que la cosa iba muy en serio para él”.

—Todo el rato ha hablado de lo que significa esta relación para Roger, ¿pero qué le pasa a usted?

Con cierta culpa, reconoce:

—Mi hijo Nicolás, que es muy observador, me dijo que cada vez que Roger mencionaba el matrimonio, yo le contestaba con un sarcasmo chileno…

—A lo mejor no está igual de entusiasmada que su novio. Esas cosas pasan…

—Toda mi vida he estado emparejada. Entonces, ¿por qué no? Estoy enamorada, me encanta Roger y si después de casarnos él no cambia, creo que podemos ser muy felices.

Reflexiona:

“Una de las cosas que suceden con el amor a esta edad es que es igual que a los 18, pero se vive contra el tiempo, no hay un minuto que perder. Acabo de recibir un mail de un señor de 82 años que dice: ‘me casé a los 77 y nunca he sido tan feliz'. Mira que lindo”.

—¿Cómo es vivir el amor cuando ya se está en los descuentos?

—Se traduce en hacer juntos todas las cosas que amamos. En que cada uno tenga su espacio, porque él trabaja y yo también. En no fijarse en lo pequeño; porque hay cosas que molestan, sobre todo en una casa chiquitita como la mía. Cuando eres joven, te fijas en todo, pero a mi edad lo dejas pasar, da lo mismo, lo único que importa es que él llegó a la casa feliz, que vamos a cocinar juntos, qué más da si después deja la cocina hecha un chiquero si vamos a comer juntos.

—¿Qué pasa con el sexo después de los 70 años?

—El sexo sigue existiendo, aunque con menos frecuencia y pasión que a los 18 años. El otro día hablaba con un amigo de 83 años y aseguraba que el deseo nunca se va; Vargas Llosa lo acaba de decir en una conferencia sobre el amor maduro en España: el sexo nunca se termina. Claro que este tema no lo puedo ni mencionar delante de mis nietos porque se espantan.

—Supieran que también se ha portado malazo; como cuando se enamoró de otro hombre mientras vivían en Venezuela y dejó a su marido y a sus dos hijos para irse con él.

—Pero eso fue una sola vez, hace un montón de años, ¡y me lo han colgado tanto! Hay cosas que te persiguen para siempre… ¡Hay que tener un cuidado! Como cuando salí medio en pelotas en el Bim bam bum, esa es otra historia que me persigue hasta hoy.

Los espíritus

En este último viaje a Chile, Isabel Allende se despidió de su madre y de su padrastro, Francisca (Panchita) Llona y Ramón Huidobro, quienes murieron en septiembre de 2018 y enero de 2019, respectivamente. “Echamos sus cenizas al mar… Se cerró el círculo, uno que fue muy largo y lindo”.

—Usted era muy unida con su mamá. Se escribían todos los días desde hace más de 50 años…

—Sí, antes de que mi mamá partiera, pensaba: mientras tenga a mi mamá todo va a estar bien… Algo totalmente absurdo porque ella no podía hacer nada por mí, sino más bien al revés. Éramos muy amigas. Ella me mandó su último mail a las 7 de la tarde, y dos horas mas tarde sufrió una gran hemorragia y murió.

—¿No se siente culpable por no haber estado con ella?

—Por qué, si estábamos permanentemente comunicadas, mucho más que de haberme encontrado en Santiago. Entre nosotras no existía distancia física.

—¿Cómo ve la muerte?

—Después de que falleció Paula, la entiendo tal como sucede con un nacimiento: es inevitable, va a ocurrir de todas maneras, ojalá que sea de una manera digna. Me daría mucha pena ver morir a Roger. ¡No quiero ser viuda!

—Nunca se sabe Isabel…

—¡Claro!, mi mamá decía que quería ser viuda, pero se fue antes que el tío Ramón. No se puede planear la vida, te lleva no más.

—Hoy vive su propia Casa de los espíritus, con sus muertos: su hija Paula, su madre Panchita, el tío Ramón. Willy también murió hace poco…

—Mi nieto decía que tengo un pueblo en la cabeza y que vivo ahí. Es cierto: un universo que se va formando libro a libro y donde mis personajes se quedan rondando junto a los espíritus de los muertos, que me acompañan siempre.

—Dicen que cuando las personas están tan conectadas, como usted con su madre, esa presencia continúa más allá del tiempo.

—Y yo siento a mi mamá conmigo, todo el tiempo, igual que a Paula. Tengo fotos suyas por todos lados: en el baño, cuando me voy a lavar los dientes, está la foto de mi mamá, y a Paulita la tengo junto al clóset. Empiezo y termino el día con ellas. Me siento conectada con sus espíritus.

LEER MÁS