“¿Cuántos goles vamos a meter hoy?”, le dice Martha Palacios a su equipo en la cocina cuando comienza el servicio de Panchita.

Ella es la mujer fuerte detrás del popular restaurante de comida criolla de Gastón Acurio, el que abrió a mediados de mayo en Chile, en Nueva Costanera, la primera vez fuera de su país.

Ella es “Panchita”, como le dicen todos. Jefa de cocina en Panchita Lima, mejor chef del Perú en los Premios Luces 2018. “Siempre tengo que explicar que ¡yo soy Martha! Ya tendré mi restaurante que se llame Martita”, dice riéndose.

Hace diez años nació este restaurante como “parrilla peruana”. Comenzaron a incluir recetas tradicionales, platos abundantes, y se transformaron en un hit.

En bandejas salen el Seco Limeño (garrón de cordero con más de cuatro horas de cocción), el Aguadito de pollo, Lomo Saltado o los anticuchos de corazón.

Martha sostiene que la cocina criolla tiene carácter. “Provoca muchas emociones, por los ingredientes y por las historias detrás de cada plato. Tenemos que transmitir amor con las manos. Siempre digo: Si vamos a vender ají de gallina, que sea el mejor”.

—Dicen que eres la responsable de la picardía de este restaurante.

—Así dicen. No sé, es mi forma de ser. Me gusta que las cosas salgan bien, pero cuando me relajo estoy riéndome todo el día. Así soy todo el tiempo.

El papá de Martha trabajaba en Casapalca como secretario de una minera cuando decidió instalarse en Lima con un restaurante en el centro. Comenzó a trabajar con él a los 11 años. “Mi abuela materna era cocinera. Mi mamá, obstetra, catedrática, otro mundo”.

Cuando salía del colegio, ella llegaba corriendo al restaurante, se sacaba la mochila y volaba al mercado. “Para mí eso era jugar”, relata.

Como su papá no la dejaba entrar a la cocina, ella esperaba a que se fuera y convencía siempre a algún cocinero para que la dejaran aunque sea lavar platos. Un día se quedaron sin agua y ella corrió con un balde a sacar agua de la pileta, en plena Plaza de Armas. “No nos íbamos a quedar sin sacar el almuerzo. Mi papá llegó cuando yo ya estaba trepando el león”. Cuando la cosa no iba bien, partía a mirar cómo estaban las mesas en los restaurantes vecinos.

Aprendió desde muy pequeña cómo funciona el negocio. “Mi padre me inculcó todo lo que soy en la cocina. Él me enseñó: «Si vas a dar menú, que sea el mejor menú del mundo». Su restaurante fue muy exitoso. Chiquito, pero se armaba una jarana, de rompe y raja”.

“Entraba a las 8 pero llegaba a las 6. ¿Si no, cómo?”

“Yo siempre me he tratado de acomodar a la vida”, dice Martha. A los 15 años terminó el colegio y, como eran 6 hermanos, se fue a Japón a vivir con su hermana. “Me fui por un año y me quedé diez”.

“Armé fotocopiadoras, trabajé en la fábrica de Honda, construí casas, vendía productos peruanos, compraba gallinas —porque allá no las comen— las matábamos y las vendíamos a la colonia peruana. Siempre supe salir adelante. Y cada vez que entraba a una empresa decía: «Ok, empiezo de abajo y termino arriba». Siempre me resultó”. Su último trabajo fue en una fábrica de lozetas, donde empezó como operaria y terminó como supervisora.

“Fue más duro volver a Perú que irme a Japón. Porque yo tengo esa mentalidad: ellos son comprometidos, honrados, responsables, van con las cosas de frente. Y si estás enferma, te curas, te levantas y sigues trabajando. Eso es lo que yo busco en la cocina”.

Su madre se fue a EE.UU. dos años después de que ella partió a Japón. Su padre la siguió y llegó a trabajar en uno de los hoteles de Disney. Ella nunca más lo vio. “Nunca quise ir, me dediqué a estudiar administración y puse mi cafetería. No tenía tiempo de pensar. Y nunca ese ratoncito me llamó mucho la atención”, dice riendo.

“Mis padres me hicieron falta, pero uno tiene que aprender a formarse y protegerse sola”. Luego estudió cocina y practicó un año en hoteles, cebicherías y restaurantes, viviendo de sus ahorros. Hasta que, con 25 años, llegó a hacer una práctica a La Mar. Comenzó haciendo la comida de personal. “Yo entraba a las 8 pero llegaba a las 6 AM. ¿Si no, cómo? No es de patera. Son las ganas de aprender”.

Fue ascendiendo hasta que terminó acompañando a Acurio a abrir otros restaurantes en el mundo. Hace 10 años, un empresario le ofreció el doble por irse con él, “mis ojos hicieron como tragamonedas, y me fui”. Aprendió a levantar un restaurante desde cero, pero fue una estafa, así que al año volvió. “Pero me dejaron en este restaurante nuevo, Panchita, de ayudante de cocina. Otra vez”.

A los tres meses, ya era la mandamás del lugar. Es algo así como la DT del equipo Panchita.

—Supe que no eras una hincha más de la selección, lo tuyo va más allá.

—Lo mío es amor por el fútbol. Si hubiera sido hombre, yo habría sido el mejor jugador de fútbol. Eso me dice mi familia. Puedo estar viendo todo el día fútbol con mi hijo de 7 años. Cuando muy pequeño no le gustaba el fútbol y yo decía: “Por favor, ¡diosito no! ¡Este castigo no!”. Hasta que cumplió 4 y me pidió ir a jugar. Cuando el partido es muy estresante no lo veo, entro a la cocina y me relajo.

—Pero con lo estresante que debe ser sacar adelante un restaurante de Acurio, ¿te pones más nerviosa cuando juega Perú?

—¡Sí! Me pongo más nerviosa con el fútbol que con Acurio (risas). Trabajar con él es un aprendizaje continuo. Yo lo admiro mucho y le debo mucho.

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