Por fuera parece un mall o un laboratorio. En un edificio en avenida Las Condes hace un año se instaló una sucursal de la funeraria Iván Martínez. El amplio inmueble de pasillos blancos (con otros ocho locales en Independencia, La Florida, Puente Alto, Maipú, Recoleta, Viña del Mar y Valparaíso) tiene la decoración neutra de una clínica. Sus paredes inmaculadas emergen como queriendo alejar el lado más oscuro de la muerte. Hasta que los primeros indicios afloran. Las puertas abiertas delatan un salón desbordado de ataúdes de diferentes tamaños, maderas y diseños.

Su dueño, Iván Martínez (40), quien hace 18 años fundó la funeraria que lleva su nombre, trabaja en una oficina contigua. De apariencia menuda y risa fácil, representa menos de la edad que tiene. “Acá no hablamos de ataúdes, sino de cofres porque dentro llevan un tesoro”, comenta.

Cada vez que el empresario viaja fuera de Chile apunta ideas para su funeraria. Así, instauró áreas como la unidad de “duelo” con psicólogos que apoyan a las familias, y el obituario virtual, donde se informa a los parientes sobre el proceso de sepultación. Hoy su funeraria realiza quince velatorios diarios y tiene 650 fallecidos mensuales. “Morir aquí cuesta cerca de un millón de pesos”, dice.

Su patrimonio lo calcula en diez millones de dólares. “Me carga que me digan millonario. Lo que he construido ha sido a puro ñeque; le he ganado a la vida venciendo a la muerte”, admite.

—¿Es un negocio singular?

—Sin duda, es un tema extraño y delicado. Esperar que alguien muera para ganar dinero es complicado. Además, uno tiene una pura oportunidad de hacerlo bien. Se te muere, sepultas y velas una pura vez a tu mamá, tu papá o a tu hijo.

—¿Le han dicho que se enriquece con la desgracia ajena?

—Eso puede calzar conmigo. Pero mi fin no es enriquecerme con la muerte. Me conmuevo cuando alguien parte. Por eso les he dado una muerte digna a quienes no pueden pagar nuestros servicios como los indigentes.

—Han hecho noticia los funerales narcos. ¿Entre sus fallecidos también hay criminales?

—Sí, no le puedo negar la muerte a nadie. Hace ocho meses el chofer de una de nuestras carrozas iba con un fallecido narco en Puente Alto por un camino que su familia eligió. Pero los carabineros le dijeron que se fuera por otro lado y él les hizo caso. Cuando llegó al cementerio la familia le rompió los vidrios al auto y lo dejó sangrando; iban a matarlo. Esos funerales para nosotros son pan de cada día. También es durísimo cuando mueren niños. Generalmente regalo esos servicios. Hace un par de años en Pirque iba un auto con unos padres y sus cuatro hijos; el mayor tenía doce. El papá manejaba curado, chocó a un camión y mató a tres de sus hijos. Mientras yo hacía el funeral, la esposa estaba en coma, tremendo.

“Six feet under”

Hace un mes, Iván, soltero y sin hijos, se cambió a Lo Barnechea. Su nueva casa, con piscina, cancha de tenis y gimnasio, es muy distinta a la de su infancia, en Puente Alto, donde nació y vivió hasta los 30 años. “Amo mi comuna y allá me aman. Como tengo el don del negocio hago charlas a emprendedores de allá. A los 14 años compraba y vendía autos, tuve taxis, vendía ropa y dulces”, cuenta.

Martínez proviene de una familia que durante 70 años fue líder del rubro funerario en Puente Alto. Su abuela materna (Lucinda Abarca) era dueña de la funeraria La Estampa, ubicada en la calle José Luis Coo.

Tal como en la premiada serie “Six feet under”, sobre una familia dedicada al negocio mortuorio, con sus padres y sus tres hermanas menores vivía en una de las habitaciones traseras de la funeraria. “Era una casona de adobe, de los años 30. Tenía un largo pasillo donde de chico me gustaba correr. Ahí, se hacían servicios con carrozas a caballos”, relata.

—¿Cómo fue jugar entre ataúdes?

—Cada vez que salía al patio trasero me topaba con los maestros carpinteros que dormían siesta en los ataúdes a medio terminar. Les vendía jugos y conversaba con ellos. Mis amigos se reían de que viviera en una funeraria, lo encontraban muy raro. Pero yo estaba acostumbrado a convivir con la muerte. Era como vivir en una verdulería, en una fábrica de muebles o en un taller mecánico. Aunque no me gustaban los muertos.

—¿Por qué?

—No era agradable ver a una persona sin vida. Es una imagen triste.

A los ocho años su abuela y su padre lo mandaron por primera vez a retirar cinco cuerpos al hospital Sotero del Río. Fue con un maestro de la funeraria. “Cuando llegué, justo en ese momento una camioneta del Instituto Médico Legal estaba retirando cadáveres del día anterior. En una bandeja había una mujer joven que había sido baleada, estaba descubierta. Fue el primer muerto y la primera mujer desnuda que vi en mi vida. Durante un año tuve pesadillas”, comenta.

El matrimonio de sus padres terminó cuando Iván cumplió doce años. Entonces, se fue a vivir con su padre, administrador de La Estampa, a una de sus sucursales en la calle Gandarillas. A esa edad, le encomendaron ser el chofer oficial de las familias de los difuntos. Debía manejar el auto que iba detrás de las carrozas. “Hacía seis funerales a la semana y me pagaban 500 pesos por cada uno”.

—¿Qué recuerda de esos recorridos fúnebres?

—El primero que hice fue para un indigente. Manejé una Renoleta donde llevaba a la familia del difunto. Andaba sin documentos y cuando iba por Puente Alto me pararon los policías porque me vieron muy niño, fue mi primer parte. Me quedé detenido y la carroza siguió sola. A esa edad también comencé a maquillar muertos.

—¿Les pedía una foto para ver cómo eran de vivos?

—Sí, para conocer sus caritas. La técnica está en la expresión. Aprendí a dejar la boca con una leve sonrisa, con una sensación de tranquilidad.

A los 18 años entró a estudiar Mecánica en el Inacap, carrera que no terminó. “Era malo para estudiar. A los 14 años me compré mi primer auto viejo. Me costó cien mil pesos, que junté lavando autos. Me fascinan los autos, tengo cinco deportivos, no sé si es una tranca porque de niño no pude comprarlos. Aunque con el tema de la muerte aprendí que hay cosas que no tienen precio como formar una familia, que es mi sueño”, comenta. “A la tumba uno se va sin nada, tal como viniste a este mundo”.

—Su padre falleció cuando tenía 20 años. ¿No pensó en emprender otros rumbos?

—Él tenía 45 años y murió de cáncer gástrico. Fue hace 19 años y es lo más terrible que me ha pasado. Estuve ocho años soñando con él. Sentía un dolor interno grande, me preguntaban por mi papá y lloraba. Hace poco reviví. Esa muerte determinó que me encauzara en el rubro funerario.

—¿Por qué?

—Tenía muy metida la genética del duelo, además llevaba mi tradición familiar funeraria y era bueno para los negocios. Esos tres ingredientes me hicieron llegar donde estoy.

Su primera sucursal, que está todavía en el paradero 27 de Vicuña Mackenna, la instaló invirtiendo dos millones de pesos. “Arrendé una casa donde también vivía y compré algunos cofres. Era bien fea. La tuve cinco meses y se la vendí a un amigo, porque me estaba yendo mal. A él también le fue mal y me la volvió a vender. Finalmente repunté y al año la arrendé con compromiso de venta”, recuerda.

Impulsado por la necesidad de buscar clientes entre los 20 y 30 años fue “buitre”. Se instalaba día y noche en las afueras del hospital Sotero del Río para convencer a las familias de los deudos de contratar sus servicios. “Hubo muchas veces que dormía en los autos esperando que hubiera fallecidos”, cuenta.

—¿Cómo era su jornada de trabajo?

—Llegaba a las 7 de la mañana al Sótero, primero que todos, para saber cuántos fallecidos había habido en la noche. Las familias ya estaban instaladas y yo les explicaba los pasos a seguir. Me proponía no irme hasta que vendiera un servicio. Muchas veces vendía un servicio a las tres de la mañana. Me gustaba ser buitre, pero subí de peso, comía mucho completo que vendían ahí (ríe).

—¿Se cuestionaba ser inoportuno en esos instantes de dolor?

—Siempre fui bien prudente y humilde. Les pedía a las familias que por favor me dieran la posibilidad de mostrarles mi servicio funerario. Por eso me contrataban; ellos sabían que yo empatizaba con su dolor.

Todavía recuerda que en las afueras del Sótero del Río conoció a una señora de 70 años a quien no pudo ofrecerle sus servicios fúnebres. “La abuelita estaba tendida en el pasto abrazando a su hijo, un chico alcohólico. Estaban esperando que los atendieran. Como él estaba muy mal, le pasé mi celular por si necesitaba llamar y les llevé café. Pero repentinamente el hijo se le murió en sus brazos. Le dio un infarto por cirrosis. La fui a dejar a su casa en Puente Alto. Yo estaba tan mal que no pude venderle nada; le regalé el servicio”.

Para instruirse más en el rubro fúnebre en 2012 Martínez viajó a Medellín. Allá, trabajó dos meses en la funeraria San Vicente donde aprendió a embalsamar cuerpos en un laboratorio que estaba en las dependencias de la funeraria. Paralelamente realizó un diplomado en tanatopraxia en el Instituto Tecnológico de Antioquia.

—¿Qué le gustaría en el día de su funeral?

—Que me lleven en una carroza de 1930 que usamos en ocasiones especiales. No pido más, con eso me muero en paz.

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