Viajé a Londres en septiembre de 1992, en parte para estudiar las ideas de Jeremy Bentham sobre Hispanoamérica y en parte para escapar de algunas dificultades. Mi interés por el filósofo británico se debía a dos razones. Primero, a su idea de implementar en las nuevas repúblicas hispanoamericanas, y bajo supervisión directa, la doctrina utilitarista. Segundo, a su fascinación por el embalsamamiento y el uso de los cadáveres, que lo llevó a la extraña decisión de donar su cuerpo para la ciencia.

Durante los últimos veinticuatro años de su vida, entre 1808 y 1832, Bentham estuvo obsesionado con ser el legislador de los nuevos gobiernos que surgían en Hispanoamérica. Este entusiasmo tuvo su origen en la amistad que entabló con el venezolano Francisco de Miranda, precursor de la independencia sudamericana que vivía exiliado en Londres. Fueron varios los personajes destacados de los procesos independentistas que se relacionaron con el filósofo británico. En 1821, por ejemplo, Bentham le escribió una carta de siete páginas a Bernardo O'Higgins, director supremo de la República de Chile —y discípulo de Miranda—, donde le ofrecía sus servicios como redactor de los nuevos códigos legales. También mantuvo una importante correspondencia con Simón Bolívar y con Bernardino Rivadavia, el futuro primer presidente de Argentina, quien se consideraba su discípulo al punto de visitarlo en Londres en tres ocasiones. Bentham intentó, incluso, radicarse en México, motivado por la extravagante promesa que le hizo el aventurero y político estadounidense Aaron Burr de nombrarlo su legislador cuando fuera coronado emperador azteca. Pero su influencia no sólo fue importante en las ideas filosóficas, políticas y legislativas, sino que también en la arquitectura carcelaria. Entre otros establecimientos, el tenebroso Presidio del Fin del Mundo, construido en 1902 en Tierra del Fuego, fue diseñado según su modelo del panóptico.

La segunda razón de mi interés por estudiar a Bentham era mucho más personal y había surgido varios años antes de viajar a Inglaterra, cuando al comenzar mis estudios de filosofía, a inicios de la década de los ochenta, leí en una vieja biografía las particularidades de su último acto en vida. Bentham pensaba que el cuerpo de los muertos debía tener una utilidad para los vivos, por lo que decidió —contra todas las costumbres y religiones— entregar el suyo para que fuera diseccionado públicamente, y luego conservado y exhibido como un ejemplo para la humanidad, un «auto-icono», como lo denominó. Al menos dos décadas antes de morir, ya traía en sus bolsillos los ojos de vidrio que adornarían su cabeza, que debía ser disecada mediante la técnica de los maoríes, consistente en drenar todos los fluidos del cráneo en ácido sulfúrico a alta temperatura (…).

Con la donación de su cuerpo, Bentham pensaba compensar como muerto las oportunidades de hacer el bien que podía haber desperdiciado en vida. Escribió: «Si desde mi temprana juventud dediqué mis facultades mentales al servicio de la humanidad, lo que resta para mí es dedicar mi cuerpo al mismo propósito». En los términos de la doctrina utilitarista, donó su cuerpo «para la mayor felicidad del mayor número». Pero, a pesar de su determinación y audacia en relación con el destino de sus restos, Bentham experimentaba algunas contradicciones respecto a la muerte y el más allá. Si bien era un racionalista que creía que su pensamiento liberaría a los hombres de las supersticiones y la religión, poco antes de morir, relató a su primer biógrafo que el tema de los fantasmas había sido uno de los tormentos de su vida.

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Cuando leí la biografía de Bentham y me enteré de su fascinación por los cadáveres, todavía me encontraba bajo el influjo de la última ocurrencia de mi abuelo paterno: desenterrar y trasladar los restos de mis bisabuelos y tatarabuelos desde el Cementerio General de Santiago a un pequeño cementerio improvisado en el parque de un campo ubicado cerca de Melipilla, que mi familia había mantenido por varias generaciones. Un primo y un chofer de confianza lo acompañaron durante una tarde con llovizna a fines de los años setenta a exhumar a los antepasados que ascendían por la línea de mi abuela. Cuando los sepultureros abrieron el ataúd del padre de mi tatarabuelo, a todos les sorprendió que su cadáver se encontrara amortajado con una sábana blanca de lino amarrada con un cordel y que sus características patillas, con las que aparecía en una vieja fotografía, estuvieran casi intactas, a pesar de haber sido enterrado en 1882 (…).

El tatarabuelo, ornitólogo y taxidermista aficionado, que reunió una colección de casi mil pájaros embalsamados de todo el mundo que se exhibía en un salón especial de la casa del campo, estaba vestido con un distinguido traje oscuro y llevaba zapatos negros aún lustrados, a pesar de haber muerto en 1904. Este tatarabuelo también tenía una obsesión por los árboles y le encargó al paisajista francés Georges Dubois el diseño de un parque de veintidós hectáreas, donde convivían más de cinco mil árboles de todo el mundo, entre otros: cedros del Líbano, secuoyas californianas, castaños de la India, palmeras africanas y chilenas, jacarandas brasileños, alcornoques españoles, ceibos gigantes del Ecuador, araucarias y encinas del paraíso.

El bisabuelo también estaba vestido elegantemente, con un terno gris moderno y una corbata que parecía a rayas. Según pude averiguar, este bisabuelo había logrado huir de la masacre de Lo Cañas, ocurrida en agosto de 1891, en la cual muchos jóvenes conservadores que complotaban contra el presidente Balmaceda fueron asesinados sin compasión por el Ejército oficial. Su padre se asustó y lo mandó en el primer barco disponible a Inglaterra a estudiar en un internado (…). Fue enterrado por primera vez en 1925.

Los sepultureros se persignaron antes de comenzar su labor. Debían reducir los huesos quebrando algunas coyunturas todavía firmes y depositarlos en unos pequeños ataúdes que mi abuelo había mandado a construir en una funeraria ubicada en la calle Ortúzar de Melipilla. Cuando los tres pequeños ataúdes estuvieron listos, con la mayor cantidad posible de restos en su interior, como insistía mi abuelo, los sepultureros sacaron del mausoleo el ataúd de mi bisabuela, su suegra, que había muerto más recientemente, en 1952. Habían tenido una relación cercana y, cuando abrieron el ataúd, le impactó que su cuerpo no estuviera tan deteriorado y su rostro se pudiera reconocer con claridad (lo único raro era que su pelo parecía más largo). El ataúd se estropeó al ser removido, de manera que mi abuelo, mi primo y el chofer tuvieron que partir a una funeraria en la calle Recoleta a comprar uno nuevo, en el que, con mucho cuidado, traspasaron el cuerpo completo, tal cual estaba. Las esposas de mis otros dos antepasados quedaron en la soledad de sus nichos.

Luego de enviudar y con el apoyo de mi abuelo, mi bisabuela modernizó el campo: importó maquinarias inglesas de última generación para hacer mantequilla y queso, y contrató a dos queseros escoceses para que capacitaran a los locales respecto a su elaboración (…). Además, construyó una escuela, un hospital y, en las viejas pesebreras de caballos, un cine que proyectaba películas mexicanas a la par de los estrenos de Hollywood.

Con la ayuda de los sepultureros, acomodaron los cuatro ataúdes en una camioneta Chevrolet y emprendieron el viaje a su nueva morada. Días después hicieron una ceremonia religiosa y enterraron los restos en el cementerio familiar, ubicado en la mitad del parque. Mi abuelo, que lo había diseñado, ya tenía experiencia en la creación de cementerios, pues dos décadas antes se le había ocurrido hacer uno para sus perros en el patio interior de los naranjos. Ahí fue enterrando a generaciones de Chimpín y Peter, nerviosos foxterriers chilenos, a los que les ponía sucesivamente el mismo nombre. También hubo lugar para otros perros, como perdigueros, grandaneses y diversos quiltros. Con mis primos varias veces planeamos desenterrarlos, pero nunca pudimos. La vez que más nos acercamos fue una tarde de semana en que conseguimos un chuzo y dos palas y comenzamos a cavar. En el momento en que uno de nosotros sintió que había quebrado unos huesos, apareció el jardinero jefe, don Manuel Atenas, y nos reprendió.

—No se despierta a los finados —nos dijo varias veces con voz firme.

Luego de requisar nuestras herramientas de «resucitadores», nos amenazó con acusarnos al abuelo (…).

El propósito oculto de mi abuelo al construir un cementerio para los antepasados era que sus propios restos y los de mi abuela descansaran en ese lugar y no fueran del todo olvidados. Poco tiempo después, a ambos los enterramos allí. Primero a ella, y dos años más tarde a él, que murió de un ataque al corazón en la Plaza de Armas de Melipilla. Sin embargo, debido al empobrecimiento de la familia, luego de algunos años hubo que vender la casa patronal y el parque. Tuvimos que desenterrar a mis abuelos y al resto de los antepasados y trasladar sus huesos a un nuevo cementerio que implementamos en un jardín detrás de la vieja iglesia del campo, que había sido construida por los jesuitas hacia 1900 y no habíamos tenido que vender.

Casi tres décadas más tarde, un cáncer cerebral abatió a mi padre. El padecimiento duró un año. Había dejado todo dispuesto para que lo enterráramos en el cementerio familiar. La noche que murió se encontraba con mi madre y algunos hermanos en el campo. Me llamaron a Santiago a las dos de la mañana para avisarme. Me lavé la cara, me vestí, me subí al auto y manejé con la cabeza repleta de recuerdos que pasaban como una película al ritmo de las luces de la carretera. Creía que podía llegar antes de que su espíritu abandonara del todo su maltratado cuerpo. Por supuesto, no fue así y, cuando le di un beso en la frente sólo quedaba la rigidez y el frío de su cadáver. Dos días después cavamos una fosa profunda y lo sepultamos junto a su madre, su padre y el resto de los antepasados.

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Al comienzo de mis investigaciones sobre Bentham, me instalaba durante las mañanas en la impresionante Sala de Lectura de la Biblioteca Británica, aún situada al interior del Museo Británico, pues ahí estaba una parte de los documentos inéditos del filósofo. El lugar, inspirado en el Panteón de Roma, fue inaugurado el 5 de mayo de 1857 (…). Me sentaba siempre en la misma fila B y en el mismo asiento número 13, cerca de donde lo hacía Karl Marx cuando realizaba sus investigaciones para escribir “El Capital” (había una pequeña placa en su puesto, el número 7). Lenin también trabajó allí en 1902, aunque bajo el pseudónimo de Jacob Richter (según consta en su carné de lector) para ocultarse de la policía zarista mientras complotaba en Londres.

Las tardes las pasaba en el University College, donde se mantiene el resto de los manuscritos de Bentham y en un pasillo, dentro de un mueble de caoba —tal como lo ordenó en su testamento—, se exhibe su auto-icono: su esqueleto rellenado con paja, algodón y otros materiales, vestido con su mejor ropa dominguera, su sombrero y su bastón (llamado Dapple), pero con una cabeza de cera hecha poco después de su muerte por Jacques Talrich, un médico y artista francés especialista en modelos de cera anatómicos. La cabeza original disecada, si bien al comienzo se exhibía entre los pies de Bentham (y luego en un piso a su costado), se puso tan fea y sin expresión que debió ser relegada a una caja: la técnica de embalsamamiento no había funcionado bien.

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