Tenía 18 años cuando se convirtió en reina y 21 cuando se casó con su primo, el príncipe alemán Albert de Saxe Cobourg-Gotha, el 10 de febrero de 1840.

Victoria lo eligió entre varios pretendientes y ella le pidió matrimonio, porque el protocolo así lo imponía. Considerando que él tenía menos rango que ella, Alberto no podía cometer la audacia de hacer una propuesta romántica.

Hasta entonces, las reinas europeas se casaban vestidas de rojo —color de la nobleza—, pero la joven y enamorada Victoria eligió un vestido blanco y así impuso esa tonalidad para las novias occidentales por el resto de los siglos, hasta hoy.

La soberana era inmensamente popular en Gran Bretaña y su boda fue un acontecimiento que traspasó fronteras, en una época en que ni siquiera había fotografías. La pintura oficial de la boda —llamada “El matrimonio de la reina Victoria”, realizada por George Hayter (el pintor preferido de la corte)— fue y sigue siendo un trending topic cada vez que se alude al icónico vestido. De hecho, un detalle de esa obra es la “fotografía” principal de esta página…

No está claro si la reina eligió vestirse de blanco/crema para identificarse con la idea de pureza y virginidad; pero sí está claro que en el diseño y los materiales elegidos estaba plenamente su gusto personal. El boceto del vestido fue obra del pintor William Dyce, pero la confección estuvo a cargo de Mary Bettans, costurera personal de la soberana. Se realizó en satín de seda de Spitalfields y encaje Honiton que cubría la parte inferior de la amplia falda que nacía en tablas desde la cintura. El mismo encaje se utilizó en la parte superior del vestido y en el velo que cubría su cabeza.

Según historiadores, había razones nada románticas —aunque sí políticas— tras la elección de esos materiales. A la fecha, la industria del encaje inglés estaba en decadencia y la joven reina decidió apoyarlo, para lo cual eligió metros y metros de ese producto en el color que más luce: blanco/crema. Asimismo, Spitalfields era la zona más importante en la producción de seda inglesa, y a partir de ese día todas las novias europeas quisieron adquirirla.

Decidida a realzar más su rol de novia que el de monarca, en la boda Victoria no usó ninguna de sus tiaras y optó por una corona de mirto y flores de azahar, símbolos de fertilidad. Con esto lanzó una segunda tradición mundial: los adornos florales que sujetan los velos de las novias y el mirto que llevan en sus ramos nupciales las integrantes de la familia real inglesa.

Durante su luna de miel, la reina plantó una ramita del mirto que había lucido en la boda en el jardín del castillo Osborne, en la isla Wight, y ésta floreció. Desde entonces, todas las princesas de la familia Windsor llevan algunas ramitas de ese mirto plantado por la propia mano de la legendaria soberana.

Como joyas, Victoria usó collar, aros y un broche con un gran zafiro que le había regalado su novio el día antes de la boda. Además de brillar, el zafiro es de color azul y justamente, según la tradición, las novias deben llevar “algo azul” para tener suerte en su vida conyugal. A sus damas de honor les regaló un anillo cuyo adorno central era un retrato suyo pintado en miniatura y rodeado de diminutas turquesas.

Turquesas y diamantes

La reina dio su nombre al período de tiempo en que reinó, durante el cual las mujeres usaban corsé para tener cinturas muy estrechas, amplias faldas que tapaban los zapatos y mangas largas. La prenda más chic que se impuso en esos años fue la blusa blanca, un imprescindible hasta hoy en todos los vestuarios femeninos.

Además de su “invención” del vestido de novia, en materia de looks la reina notoriamente se alejaba de todo lo “minimal”. Le gustaban las telas pesadas, los bordados y muy especialmente las joyas. Con el príncipe Alberto formaron una dupla de expertos, porque él también apreciaba el arte de la orfebrería, sabía de piedras preciosas y diseñó varias joyas para su mujer. Una muy destacada es la diadema de brillantes y zafiros que reproducimos en esta página y se está exhibiendo en una exposición conmemorativa del bicentenario de la reina en el Victoria & Albert Museum de Londres.

Pero la felicidad de la pareja no fue muy extensa. En diciembre de 1861 el príncipe Alberto murió a causa de la fiebre tifoidea y la reina quedó devastada. Se retiró de la vida pública durante varios años y en su vestuario eliminó completamente las prendas de colores. Incluso puso de moda las llamadas joyas de luto: realizadas en perlas —que simbolizan lágrimas—, diamantes y piedras preciosas negras, como el ónix.

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