Rodrigo Tisi (47) es un personaje bastante atípico dentro del circuito cultural chileno. Más bien quitado de bulla, estudioso y conectado con redes en distintas partes del mundo, en el medio se le reconoce su nivel como intelectual y curador. Egresó de la Universidad Católica con un Magíster en Arquitectura y en el 2000 partió a Nueva York, donde vivió hasta hace poco. Allá sacó un Doctorado en Estudios de Performance, en la NYU. “La performance es una perspectiva para interpretar los resultados de nuestras acciones en la cultura”, explica, para dejar sentado de antemano que para él la arquitectura no se trata de construir casas o edificios, sino de pensar cómo podemos actuar en el espacio material para que sucedan interacciones que favorezcan la creatividad, la colaboración y el buen vivir.

En NYC, Tisi llegó a ser mano derecha de la destacada arquitecta Elizabeth Diller, quien ha realizado grandes proyectos que implican la participación de la comunidad, como la ópera que acaba de montar sobre el Parque High Line de esa ciudad (del cual también fue diseñadora), con mil cantantes ordenados a lo largo de esta línea que atraviesa la ciudad, transmitiendo al unísono mensajes sobre su experiencia urbana.

En los últimos diez años, Tisi ha sido llamado para realizar proyectos curatoriales en Chile y el extranjero, que reflexionan sobre la diversidad cultural. Ha sido director creativo de la Bienal de Arquitectura de Chile y ha montado exhibiciones en el Museo de Arte Precolombino, relevando los contextos y producciones materiales de culturas originarias. Hoy trabaja en el Design Lab de la Universidad Adolfo Ibáñez, un centro de investigación sobre asuntos como medio ambiente, ecología y paisaje.

Uno de los proyectos más emblemáticos de Tisi fue SCL2110, que realizó en 2010, proponiendo ideas urbanas muy voladas que harían felices a los santiaguinos dentro de 100 años. Esta ambiciosa iniciativa involucró a muchas personas y trajo a un puñado de arquitectos-artistas de altísimo rango internacional, como la oficina Diller & Scofidio + Renfro, el arquitecto Bernard Tshumi y los artistas Vito Acconci y Alfredo Jaar.

Utópico y autoconstruido, este segundo hijo (tiene una hermana mayor) del matrimonio entre un mayor de Carabineros y de una secretaria formada en el Manpower creció convencido de que para lograr las cosas había que saltarse el miedo y tocar el timbre. Así se interesó en el arte y la cultura cuando en su casa a nadie le importaban esos asuntos, internacionalizó su carrera y legitimó su opción homosexual.

Su actual proyecto es la exhibición “Santiago, ciudad destino”. Obras de artistas como Bernardo Oyarzún, Jorge Brantmayer e Iván Navarro se combinan con información dura sobre la inmigración.

La muestra, que está en el GAM hasta el 14 de octubre, despliega distintos lenguajes y contenidos, desde videos e instalaciones que reflexionan sobre los sueños y pesadillas del inmigrante, hasta cifras e infografías que nos hacen dimensionar el potente cambio que ha tenido Chile, sobre todo desde el 2012, cuando la inmigración comenzó a aumentar explosivamente. Hoy son más de 1 millón doscientas mil personas las que han decidido dejar sus países de origen para perseguir “el sueño chileno”, lo que constituye nada menos que un 6% de nuestra población.

“Hay que cambiar la mirada que tenemos sobre ellos, porque hemos sido un país muy aislado”, dice. “Y hay que ver el poder que ellos tienen. Para irse de un país a otro es necesario tener energía y coraje. Mucho coraje. Los inmigrantes tienen mucho poder personal. Ellos dejaron su casa, su familia, su tierra. Saben el periplo épico que han hecho”.

—Pero llegan acá y la experiencia es súper traumática…

—El racismo es terrible. No nos damos cuenta de que los inmigrantes nos entregan mucho más a nosotros que nosotros a ellos. Nosotros les podemos dar oportunidades económicas y ellos pueden crecer, se pueden estabilizar, pueden ayudar a sus familias en sus países. Pero a cambio, ellos están haciendo más sofisticada nuestra cultura. Nos están enseñando a cocinar, a bailar, a hablar y a ser amables.

—A lo mejor, ellos nos mirarán a nosotros y dirán: “esta gente fome, desabrida, no sabe bailar”. Yo he escuchado a los choferes venezolanos de Uber quejarse de que las chilenas somos poco coquetas, que nos arreglamos poco.

—Esa queja la escuché de los inmigrantes. Y también que somos poco alegres.

—Me encantaría escuchar la crítica de ellos a nosotros, una crítica contundente.

—En la exhibición pusimos una encuesta que pregunta “¿está usted feliz en Chile?”. Entonces, ahí ellos tienen un espacio para hablar, escribiendo en papelitos. Al finalizar la muestra vamos a saber qué piensan de nosotros.

“Yo quiero cambiar el mundo”

—¿Cómo fue ser hijo de un mayor de Carabineros?

—No fue nada chocante. Porque además, mi papá renunció a Carabineros a mediados de los 80, porque no confiaba mucho en Pinochet. Y yo aún era chico, estaba en el colegio. Pero tengo recuerdos interesantes. Me acuerdo que mi papá dejaba todas las noches la pistola arriba de la mesa por si había algún problema. Y llegaba justo a la altura de la mesa, y veía esta pistola y me asustaba. Por un lado era susto, pero por otro lado era protección.

—¿Le tenías miedo a tu papá?

—No, para nada. Es esa imagen de la pistola la que me producía una inquietud. Pero mi padre fue un tipo cariñoso, flexible, me dejó hacer lo que yo quisiera, nunca me limitó en nada. Y cuando abandonó Carabineros se dedicó al negocio de lavandería de mi abuelo italiano.

—Era un carabinero permisivo, entonces…

—Totalmente, y mi mamá también. Ellos cachaban que yo era distinto, que me gustaba el arte y la cultura, cosas que en mi casa a nadie le interesaban, que tenía otra sensibilidad. No creo que se hicieran problema; pero yo sí. Tuve una adolescencia y juventud bien encerrada. Leía a todos los existencialistas, me sentía súper solo, pero aprendí a salir adelante sin esperar nada de nadie. Era tímido, me daba pudor pedir ayuda y que me rechazaran.

—¿Influyó el hecho de ser gay?

—Probablemente acrecentó esa sensación de ser distinto, de tener otros gustos e inclinaciones, pero no fue algo que se me reprimiera en la casa. De todos modos, hay que pensar que crecí en dictadura; entonces, obviamente, en ese tiempo era una condición mucho más excluyente de lo que es ahora.

—¿Y ahora ser gay influye en tu aproximación al trabajo?

—No me interesa la homosexualidad como tema, ni hacer de mi vida personal un asunto. Pero sí creo que ser homosexual me da una sensibilidad distinta. Y esa sensibilidad me permite ponerme en los zapatos del que tiene menos fuerza, del más débil, influye en mi interés por sectores sociales que son minoría respecto al poder, que están desplazados o que tienen menos oportunidades y accesos. De algún modo, mis proyectos intentan dar visibilidad a los problemas de las personas, y la arquitectura siempre me ha interesado como herramienta para pensar la integración. A mí me gusta conectar la marginalidad con el poder. Tiene que ver con reconocer al otro, con que el otro me hace bien a mí y yo le hago bien a él.

—Tu tesis de grado de magíster fue un proyecto sobre Plaza Italia, que obtuvo distinción máxima. ¿Qué relevancia tiene en tu trabajo?

—Esa tesis es el punto de partida y fue el trabajo por el que me becaron en la Universidad de Nueva York, porque les pareció interesante. Mi postulado es que la Plaza Italia sólo aparece cuando los chilenos se juntan o se pelean. Es como un lugar de manifestación temporal. Pero cuando la gente no se junta, desaparece, y lo que está ahí es la rotonda Baquedano. Es decir, la Plaza Italia, más que un lugar físico, es un lugar simbólico, representa el encuentro.

—¿Tú todavía tienes que explicar por qué no haces casas o edificios?

—Sigue siendo algo difícil de entender en Chile. En Nueva York hay muchos más arquitectos de mi onda, más relacionados con el pensamiento, con lo social y con el arte. Acá te preguntan dónde está la obra. Y claro, no tengo casas que mostrar, pero sí textos y curatorías. Lo que me interesa es pensar cómo podemos cambiar situaciones de vida que nos destruyen o nos hacen sufrir. Yo quiero cambiar el mundo.

—¿No es un poco naif?

—Soy utópico, sí. Ese es un rasgo bien chileno: burlarse de lo utópico.

—¿Tú has sentido que se burlan de ti?

—He sentido que hay veces que propongo algo y no me apoyan. No comparten mi ingenuidad. Pero yo creo que la ingenuidad es un motor. Sin esa fe no pasa nada, no se mueve nada. Pensar en lo imposible empuja lo posible.

“El chileno es cómodo”

—¿Qué te pasó cuando te fuiste de Chile?

—Me fui porque estaba cansado de Chile. Sentía que todo era lo mismo y no me imaginaba entrando al mercado de la arquitectura acá, ya sabía que no iba a dedicarme a eso. Y apareció la oportunidad de postular a estudios en Nueva York, donde la universidad me becó, y partí sin pensarlo. Chile quedó atrás. De hecho, estuve como 5 años sin volver. Nueva York me dio fuerza y energía. Conocí gente súper interesante que me apoyó y que entendía mejor mi postura en la arquitectura. Esa ciudad me abrió los ojos en todas las direcciones. Aprendí a convivir con las diferencias entre las personas y los lugares. Gente conservadora mezclada sin ningún problema con la gente excéntrica. La ciudad me mostró una diversidad que no conocía y me hizo reforzar mi identidad.

—¿Qué cosas te siguen chocando?

—Comparado con el trabajo que hice en Nueva York, sobre todo con Elizabeth Diller, encuentro que acá las cosas se hacen apuradas, sin pensarlas mucho, como diciendo “echémosle para adelante”. Y así quedan: más o menos. Allá, yo me acostumbré a cuestionar mil veces un proyecto, a destrozarlo mil veces, hasta que resultara totalmente convincente.

—¿Falta autocrítica acá?

—¡Muchísima! A mí me dicen siempre que tiro la cuestión para abajo solo porque hago un par de preguntas intentando mejorar algo. La gente se siente intimidada, como si quisieras boicotear el proyecto.

—Por otro lado, los chilenos son como súper críticos de Chile, ¿te has fijado? “ Chile es aburrido, acá no pasa nada”.

—No es tan raro, porque el chileno es cómodo. Entonces, la culpa la tiene otro, la tiene el país, no es que yo hice algo mal.

LEER MÁS