Durante los años en que ella pasó como una rica heredera alemana entre la élite de Nueva York, Anna Delvey (que en realidad es rusa y se llama Anna Sorokin), presuntamente defraudó a una sucesión de bancos, hoteleros y amigos en cerca de US$ 275.000 mientras vestía una sudadera Supreme, leggins Alexander Wang y zapatillas de deporte.

A sus 28 años, dijo que era una inversionista de arte de Colonia que planeaba abrir un club de socios en Park Avenue. Para quienes la observaban, parecía vivir una vida de lujo irresponsable, vagando entre alojamientos en diferentes hoteles y cenando en el moderno Le Coucou. Tenía una cara de querubín y llevaba gafas de Céline con marcos negros en un estilo nerd popular entre los artistas del mundo del arte.

Rachel DeLoache Williams —editora de fotos de Vanity Fair y antigua amiga— comenzó a sospechar que algo estaba mal cuando se vio obligada a pagar unas vacaciones de US$ 62 mil luego de que la tarjeta de débito de Sorokin fracasara en un viaje de 2017 al lujoso resort de La Mamounia, en Marrakech. Sorokin luego renegó de la deuda.

Williams es ahora una de los 49 testigos que testificaría contra Sorokin, quien actualmente está en juicio en la Corte Suprema del Estado de Nueva York, acusada de diez cargos de robo, hurto mayor e intento de robo.

Los presuntos crímenes de Sorokin son bastante crudos: firmas falsificadas, documentos falsos y una red de mentiras. Pero su genialidad estaba en su mirada de aburrida indiferencia, tal como les nace a los súper ricos.

La impresión correcta

Sorokin pagó costosos tratamientos para el cabello y extensiones de pestañas por US$ 400, pero su vestimenta era discreta: “encarnaba un tipo de lujo perezoso”, escribe Williams en su relato de la historia de Delvey, en la que describe su estilo de vida de “materialismo fácil”. Si los fiscales tienen razón, su disfraz era tan cómodo como astuto. Con su sutil uniforme, ella absorbía a todos.

Es una brillante ironía que solo ahora —tras haber sido arrestada y ante un tribunal ante quien se declara inocente—, Sorokin haya asumido un manto de riqueza llamativa. Por sus apariciones en la corte, catalogadas en la cuenta de Instagram @annadelveycourtlooks, ella ha prescindido de overol de prisión para exhibir un vestuario de diseñador: blusa de Saint Laurent, pantalones Victoria Beckham y vestido de Michael Kors.

Sorokin está tan preocupada con su apariencia que retrasó una aparición la semana pasada porque —según su abogado— su ropa “estaba sucia y no estaba planchada”. También ha contratado los servicios de una estilista: Anastasia Walker, quien la aconsejó a usar “piezas clásicas” de una naturaleza “seria”.

Así es como Sorokin ahora construye su marca con la imagen de glamorosa joven estafadora. Su historia ya fue comprada por la conductora de televisión estadounidense Shonda Rhimes. Su nueva notoriedad podría asegurar su futura fortuna. Arriesga hasta 15 años de cárcel si es declarada culpable, así que este último “cambio de imagen” es la última oportunidad para causar la impresión correcta.

Como sea, su situación la convierte en un excelente entretenimiento. Pocas cosas son tan agradables de estudiar como un fraude, y los últimos meses ha ofrecido una bonanza de color. Billy McFarland —quien vendió entradas para el falso festival de música Fyre en Grand Exuma en 2017, bien documentado en Netflix— defraudó a los inversores con US$ 26 millones mientras llevaba una gorra de béisbol, una camiseta y una sonrisa.

Y Elizabeth Holmes, la fundadora de Theranos, de 35 años, actualmente está acusada de estafar a inversionistas, médicos y pacientes sobre la precisión de su máquina de análisis de sangre.

Bajo su disfraz de profesora de ciencia inconformista, Holmes se puso un conjunto de lápiz de labios carmín, un cuello de polo estilo Steve Jobs y un barítono falso. Era tan sutil su inicial estilo como la personificación del lobo de la pobre abuela de Caperucita Roja. Pero los supuestos objetivos de Holmes eran hombres más viejos y ricos que se debilitaron por sus artimañas femeninas.

Trajes de poder

McFarland, Holmes y Sorokin parecen personas terribles, pero al leer sus hazañas siento una punzada de admiración por su descaro, audacia y voluntad sangrienta. Estoy asombrado de su capacidad para revolcarse en la confusión entre lo que está bien y lo que está mal. Holmes se aferró a su disfraz de tecnología como símbolo de su grandeza, sin que pareciera entender que el cuello de polo era solo un accesorio.

Pretender ser algo que no somos no es generalmente recomendable. ¿Pero no somos todos, en alguna ocasión, un poco culpables de vestirnos para engañar?

Esa corbata del «día del Padre» usada como una insignia del amor paternal; los diminutos pasos escondidos en el tacón del zapato; las desaliñadas sudaderas usadas por los de treinta y tantos que todavía se aferran al perfil de su yo juvenil. Usamos “trajes de poder” y “pintura de guerra” en nuestros esfuerzos por ser más audaces.

Con su vanidad, acicalamiento y sastrería, el estafador hace una pieza maravillosa. Pero tal vez la verdadera causa de nuestra fascinación es que, en su desenmascaramiento, podemos ver un pequeño destello de nuestro verdadero ser.

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