En los límites de Concepción, hay una torre de 18 metros sobre una colina: un rectángulo austero de concreto entre eucaliptos y pinos. Ubicada al final de un camino lleno de baches que recorre casas modestas de dos pisos, la torre se cierne sobre la ladera boscosa. Las ventanas cuadradas de varios tamaños son perforaciones en los muros que parecen los espacios negros de un crucigrama. El edificio podría ser un granero o una torre de vigilancia con vista hacia el río Biobío.

Pero es el hogar y el estudio de Mauricio Pezo (45) y Sofía von Ellrichshausen (42), cuya firma es parte de un grupo de iniciativas arquitectónicas innovadoras en Chile que está estableciendo una estética regional que alude al brutalismo y a la vez respeta la topografía peculiar del país.

La pareja formó el exterior con concreto reforzado y después quebró manualmente esa capa mediante un proceso que Pezo describe como «demolición estética». “Cuando comenzamos a construir, los vecinos estaban escandalizados”, contó Von Ellrichshausen.

Rodeado por el desierto de Atacama al norte, los Andes al este y el Pacífico al oeste, Chile siempre se ha definido por sus extremos: no está en medio de la nada, pero sí se encuentra al borde de la nada.

El paisaje chileno es inmenso pero endeble, lleno de costas rocosas y cimas elevadas con pocas zonas habitables en medio. Cada pocos años, algún volcán cubre el campo de ceniza, algún sismo sacude alguna ciudad hasta los cimientos o algún tsunami devora otro metro de costa.

En vez de desaparecer de forma sumisa en el terreno que las rodea, las casas que mejor ilustran la nueva arquitectura chilena son, enfáticamente hechas por el hombre: ásperas y, a veces, surreales.

Capacidad de ser muy primitivo

El primer edificio importante de la generación posdictadura fue una casa de campo. Construida en 1991 por Mathias Klotz en Tongoy: una caja de madera sencilla que da al mar, un rectángulo solitario que levita sobre la arena. Con su forma minimalista y su resistencia a confundirse con el entorno, sigue siendo un referente para los jóvenes arquitectos, como Cristián Izquierdo (36) que en 2016 terminó su Casa Morrillos, un refugio de fin de semana para un par de parejas de la tercera edad de Santiago, sobre una duna.

Como la casa de Tongoy, Casa Morrillos se cierne sobre el agua, aparentemente liviana. Construida en su totalidad con pino chileno, la estructura de 204 metros cuadrados da la cara en todas las direcciones a la vez: 72 puertas de madera teñidas de blanco mediante un proceso químico que las ayuda a resistir las fuertes ráfagas de viento arenoso forman los muros exteriores. Cuando están abiertas, dirigen tu mirada no solo hacia el Pacífico, también hacia las montañas áridas del interior.

Oculta del camino entre árboles arqueados en la zona costera, la casa de Bahía Azul de Cecilia Puga usa hormigón armado para invertir la levedad de las casas de Klotz e Izquierdo.

El encargo original era sencillo: una casa con el tamaño suficiente para acoger a los cinco hermanos de Puga, pero de fácil mantenimiento. Comenzó con un cuadrado con un triángulo encima, una construcción que podría dibujar un niño. Formó la estructura con concreto porque es un material capaz de soportar el desgaste constante del aire oceánico, y después la repitió tres veces para obtener un total de 209 metros cuadrados. Puga comenzó a experimentar con distintas configuraciones para las tres estructuras. Al final, probó invertir una y colocarla encima de la otra, un acto de equilibrismo en una región sísmica.

A una corta distancia de la playa, en un desarrollo llamado Ochoquebradas, el arquitecto Alejandro Aravena (51), diseñó una casa que fue reducida de manera aún más radical. La casa de 278 metros cuadrados se encuentra en el borde de un farallón rocoso manchado de liquen. Las habitaciones de la torre vertical son tan sobrias como los aposentos de unos monjes, mientras que las salas de abajo se abren por completo al mar, sin el obstáculo de los balcones o barandillas. A pesar de su ingeniería sofisticada, la casa resulta primitiva: un hogar dentro de una cueva.

Ubicada en un acantilado, Ochoquebradas reconoce su propia vulnerabilidad ante las fuerzas tectónicas que dominan el Cinturón de Fuego del Pacífico. Durante el último siglo, esas mismas fuerzas han evitado que los arquitectos chilenos construyan con la exuberancia que desafía la gravedad. “Lo que puedo hacer aquí, no puede realizarse en otros lugares. Esta capacidad de ser muy primitivo, en Chile, es nuestro lujo”, dice Aravena.

La Casa para el Poema del Ángulo Recto de Smiljan Radic (58) está en lo profundo de un bosque: es un organismo complejo que ha evolucionado a lo largo de los últimos veinte años de ser un cuadrado a un triángulo y finalmente a una geometría multifacética e indefinible. Con solo 185 metros cuadrados, la casa es íntima, idiosincrática e inescrutable, un producto puro de la imaginación de Radic. Al cruzar el umbral, parece que entras a un hueco en un árbol. Como las casas de Aravena y Puga, el edificio de Radic es como una cirugía en la naturaleza y no una parte orgánica surgida de la misma.

Como las casas de Radic, la arquitectura chilena ha evolucionado de cajas sencillas en un horizonte vacío a formas esculturales que desafían la gravedad y, a veces, la lógica evidente. Pero aunque sus obras varían en gran medida, los nuevos arquitectos chilenos han creado lo que podríamos llamar una arquitectura impura: edificios con cuerpos marcados por el tiempo, con plena conciencia de que ellos, como nosotros, terminarán por desaparecer.

Alejandro Aravena cerca de Los Vilos hizo esta casa de tres estructuras de hormigón apiladas.

La casa para el Poema del Ángulo

Recto de Smiljan Radic.

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