¿Qué era ser mujer? ¿Cómo se hacía? ¿Cómo se conquistaba el cuerpo y

la calle? ¿Cómo se salía de

la casa?”.

Soledad Marambio

Me crié en una casa llena de mujeres. Tres hermanas, la madre, la abuela que siempre rondaba hasta que se mudó, junto con una prima, en una casa al lado de la nuestra, en el mismo terreno. Entre todas nosotras navegaba, como podía, mi padre. En esa casa compartíamos lugar y tiempo mujeres que habían parido, otras que no, mujeres que habían trabajado en casas ajenas, que apenas podían firmar sus nombres, otra que no dejaba de trabajar en la casa propia, para el marido, las hijas, las gatas, las perras, los pescados de la piletita al fondo del jardín. Lo que la semana dispersaba, lo reunían los domingos, las onces que preparábamos todas juntas para tomar bajo el parrón cuando lo permitía el tiempo o en la mesa que alargábamos cuando el frío o la lluvia nos obligaban. En esta casa llena de mujeres nunca se habló de períodos, de embarazos, de menopausia. Nuestros cuerpos iban y venían, limpiaban, ensuciaban, volvían a limpiar, cocinaban, iban a la escuela, abrazaban, se peleaban, funcionaban como territorios misteriosos que, nosotras, las más jóvenes, debíamos explorar y, solo tal vez, conquistar.

Anoche vi el documental sobre la confección de toallitas higiénicas en un rincón rural de la India que ganó un Oscar en la última edición de los premios. No es un documental brillante, sin embargo, está lleno de momentos luminosos. Como esos en los que registra a las mujeres, jóvenes, viejas, que no se atreven a pronunciar la palabra período ni tampoco la palabra menstruación. Según el Times de India, solo el 18 por ciento de las mujeres de ese país —que en total suman más de 660 millones— tienen acceso a algún tipo de medida higiénica relacionada con la menstruación. En Chile es distinto, ya era distinto en los tiempos de mi adolescencia. Uno de los últimos cajones del vanitorio del baño estaba siempre atiborrado de toallitas higiénicas, aunque las conversaciones sobre los cuerpos se quedaran en lo mínimo necesario. En algún minuto nuestra mamá nos debe haber dicho, a mis hermanas y a mí, allí están las toallitas, pero no me acuerdo de cuándo fue. Sí me acuerdo de que la primera vez que sangré no le dije a nadie, me encerré en el baño, me limpié una, diez, veinte veces, con desazón. Estaba creciendo y no quería, me daba vergüenza, miedo también. ¿Qué era ser mujer? ¿Cómo se hacía? ¿Cómo se conquistaba el cuerpo y la calle? ¿Cómo se salía de la casa, se volvía, se seguía estudiando, se iba a trabajar? La memoria se vuelve borrosa. En una versión, salí del baño, aún sin decir nada, y no volví a sangrar hasta un año después. Como sea, pronto, ya sangraba todos los meses, después vino mi otra hermana, y la más pequeña también. También los dolores, el té de manzanilla, el guatero, el traguito de whisky en alguna mañana bajo cero —sugerencia de mi abuela—, los bolsitos para ir al baño discretamente a cambiarse. También en algún momento vino la menopausia de mi abuela, de su prima, de mi madre.

¿Cuánto sabían sobre lo que pasaba por sus cuerpos? Me pregunto yo que he estudiado, trabajado, viajado, y que solo recuerdo los bochornos de mi mamá y algunos cuentos de hormonas desquiciadas. Esa palabra, bochornos —y también, desquicio—, la lengua cargando de vergüenza el calor súbito, la cara roja, el sudor incontrolable, un proceso de nuestro increíble cuerpo de mujer. Trato de pensar en otra forma de llamarlo, pero ahora no se me ocurre. Tal vez de aquí a que me toque —¿unos diez años?— dé con una nueva palabra, tal vez en inglés o en noruego, algún término que pueda traducir e incorporar, traer al cuerpo que reclamo. No quiero que me pase con la menopausia lo que me pasó con el embarazo. Llegué a parir sin entender, sin saber, por ejemplo, de dónde sale la placenta o lo que pasaba con mi cerebro. No es sólo ignorancia mía, sino que recién ahora se empiezan a estudiar los cambios masivos que experimenta el cerebro de una mujer que pare por primera vez. Además, recién se estudia con mayor profundidad la placenta o cómo curar la preeclampsia, esto último no por falta de avances médicos, sino por falta de inversionistas que quieran poner dinero en tratar problemas de mujer. La ciencia también es patriarcal y la ignorancia sobre nuestros cuerpos nos quita control, poder. Lo mismo que la vergüenza. Por eso trato ahora de aprender y llenar vacíos y, sobre todo, de no tener más vergüenza, así puedo explicarle a mi hija de seis años por qué a veces sangro, y entiende y se maravilla y sabe que en algún momento le va a tocar a ella y a sus amigas y que es normal, aunque a veces duela un poco (siempre habrá té de manzanilla). Espero poder contarle en unos años, sin bochorno, todo lo que pasa y lo que viene cuando una deja de sangrar.

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Marco Antonio

de la Parra

De María José Navia se está hablando (y escribiendo) mucho y con fundamentos. «Lugar», su libro de cuentos, ha tenido una figuración gozosa y lo mismo ha sucedido con su primera novela, «Kintsugi», cuyo nombre alude a la artesanía japonesa de (intentar) reparar las fracturas de la porcelana o la cerámica a través de diversos pegamentos o barnices en que las suturas quedan a la vista. Las grietas, los quiebres, se convierten en narración, en parte del objeto como algo que cuenta una historia y donde la fractura y el daño reparado tienen tanto que decir como el objeto mismo.

Con esta idea se construye esta novela a través de fragmentos en que no se puede pedir un hilván, una red sólida, sino es más bien es el relato de una familia dañada que encuentra un descanso en la reparación que no deja ocultar el quiebre. Tanto la historia lineal como los personajes son trabajados como con acuarela, al servicio de los abismos o elipsis que restauran lo imposible de restaurar.

Las grietas son memoria, las grietas son el cuento, lo no contado es más importante que lo que se muestra. Se palpa en su escritura lo ausente, lo que no fue, lo que se quebró, y los personajes operan con sus historias manchadas de sombra.

Esta delicadeza puede quizás impacientar a un lector clásico que pedirá trama, desarrollo y desenlace. Lo invisible aquí es lo más importante. Paciencia de la buena se sugiere.

Hay que leerlo de perfil, más sugerente que directo, más esbozado que completo. La melancolía es lo suyo y nos recuerda la cantidad de rupturas y reparaciones que llevamos en nuestra vida.

María José Navia demuestra una vez más que trabaja iluminada por un deleite en la narración, inspirada tanto por la escuela norteamericana como por la japonesa contemporánea, y de ahí el título como el tratamiento de las situaciones.

«Kintsugi» será de las novelas del año. A leerla con pinzas. Está construida a pedazos. Que no se les quiebre en las manos. O que se les quiebre y la reparen, kintsugi mediante, el resultado del estropicio que es metáfora de la vida.

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