Una feliz expectativa nace en el corazón del viajero durante el trayecto de Castro a Quellón. Sobre todo si sabe que allí, tras 55 mil kilómetros —que comenzaron en Alaska— termina la Carretera Panamericana, la más larga del mundo.

El lugar tiene otra cifra insuperable: durante unos 300 años, fue “el fin de la cristiandad”. Es que en la isla Cailín, al frente de Quellón, estuvo la más austral misión de los jesuitas. En ella se trató de concentrar para su evangelización a taijatafes, caucahués, huaihuenes… todos parcialidades de chonos y alacalalufes que vivían nómades, navegando hasta el término del continente americano. Sólo con la toma de posesión de las tierras magallánicas, en 1843, terminó este “récord” cultural.

Desde Chonchi, el Chiloé “moderno” queda atrás y reaparecen las casas de arquitectura tradicional, las armónicas heredades agrícolas con sus trigales y galpones en lo alto de colinas que lindan con la “montaña” del bosque viejo hecho de canelos, coihues, teníos, luma y más especies. Desde la carretera, otros caminos se van desprendiendo hacia el centro de la isla o hacia el este, la costa del mar interior. Llevan a Teupa, Ahoní, Lelbún… pueblos costeros. También se ven lagunas: Tarahuín, Natri… Desde las alturas de Compu se divisa un fiordo profundo y arbolado, agreste, habitado por antiguas familias huilliches junto a su cacique y al templo.

Después de tanta placidez, la llegada a Quellón sorprende. Una larga calle —Juan Ladrillero— recorre su parte alta. Desde allí, otras bajan hacia una larga costanera —calle Pedro Montt— que urbaniza la bahía de mirada sur. Todo bulle. En la calle alta hay bancos, hoteles, farmacias, ferreterías, grandes almacenes, bencineras y, sobre todo, gente comprando o en trámites, que viven un vertiginoso ritmo desconocido en otro lugar de Chiloé.

Salvo algunas imágenes netamente chilotas, en el trajín ciudadano se descubre un “cosmopolitismo quellonino” que es muy diferente al discreto modo de ser local, más introvertido pero cálido. Si no fuera por el tráfico marítimo, la colorida actividad portuaria o la visión de los volcanes Corcovado, Michimahuida y Melimoyu podría pensarse que se está en una ciudad de más al norte.

La huella del afuerino

Quellón no es una fundación hispana del siglo XVI. Aunque alguna vez (1881) la Marina de Chile valoró su bahía como un puerto menor, no fue hasta 1905-1906 que el lugar se comenzó a poblar. Ello ocurrió cuando el empresario y político Agustín Gómez García revitalizó la Sociedad Explotadora de Chiloé, entidad que dio paso al primer motor de la ciudad: el Destiladero de Quellón S.A. La industria se dedicó a la destilación seca de la madera obteniendo carbón, acetato de cal, metileno, alquitrán, aceites… que se enviaban a países europeos y, sobre todo, a las cupríferas y salitreras chilenas para la fabricación de pólvora.

A pesar de los adelantos que la usina trajo a Quellón —tanto en infraestructura como en nuevos habitantes—, al sucederse crisis económicas, el descubrimiento del salitre sintético y la fatiga de las maquinarias, en 1953 el Destiladero dejó de funcionar.

Como sus invariables —situación geográfica, el mar y sus recursos— no cambiaron, Quellón retomó discretamente sus antiguos quehaceres agrícolas, forestales, aserraderos y, sobre todo, volvió al océano. Su puerto se hizo centro de intercambio mayor y se convirtió en el umbral de llegada y salida de la navegación hacia el sur, a Aysén y los archipiélagos.

El terremoto de 1960 fue un paréntesis doloroso y, como un hito recordatorio, toca hasta a aquellos que no lo vivieron. La ciudad quedó destruida. La costanera resultó inundada y con ella los palafitos que la construían. Un obligado cambio urbano hizo que la ciudad subiera la cota de su ocupación hacia la meseta inmediata. Allí, hasta hoy, están su plaza y dos de las más antiguas casas que sobrevivieron. Por último, la llegada de la Carretera Panamericana (1967) hizo que se pudiera llegar hasta allí, desde Castro, en dos horas y no en las doce que empleaban los barcos.

A comienzos de los años 80 se inicia la instalación de la industria salmonera y se revaloriza su situación geográfica. Será el principal puerto de zarpe, de acopio, de distribución… Se instalan fábricas procesadoras y conserveras, mitiliculturas, y está atenta a las temporadas y desembarques de merluza, centollas, locos, algas, erizos… Naturalmente, la población afuerina volvió y con ella la conformación de una mentalidad humanas que sólo es posible ver aquí, una imagen casi barroca que va entre la rudeza y el candor que definen al chilote originario.

Como base de rutas turísticas, Quellón es generoso. Desde su puerto, en breve tiempo se visita su islerío, tan cargado de historia y naturaleza. Al frente, las islas de Cailín, Laitec, Coldita, Mauchil… Muchos poblados costeros —los tres Chadmo, Hueque, Trumao, Candelaria, Oqueldán, Yaldad…— cada uno con énfasis diferentes en lo artesanal (tejidos en fibras vegetales y tallados en madera), en la música, en sus bosques, fiestas religiosas y culinaria.

Quellón es controvertido. En esto radica un atractivo que se debate entre el progreso y la tradición. Muchos viajeros decidirán que ese aparente desencuentro puede ser bueno si se lo encara desde los valores ancestrales y el bien común. Por algo doña Domitila, una “maestra de paz” (similar a una machi), hasta hace poco realizaba la “rogativa marina” a la Pincoya para pedir pescados y mariscos… Al fin, existe en esa costumbre una medida y una escala humana que la industria no debería olvidar.

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