Francisco Mandiola, chef y socio del Europeo —elegido mejor cocinero y mejor restaurante en los ránkings que hacen tanto Wikén como el círculo de Cronistas Gastronómicos de Chile—, estuvo a un paso de dedicarse al tenis. A los 10 años empezó a jugar, pero a los 16 lo dejó. Entrenaba para competir en el Orange Bowl, pero las cosas no resultaron como esperaba. Sorpresivamente, en el colegio donde estudiaba, el Saint George, le dijeron que no podía viajar.

“Iba al campeonato más importante del mundo para la categoría junior y como mi mamá era híper sobreprotectora le pidió al rector, para callado, que no me dejara ir”, recuerda Mandiola. “La excusa era que no podía porque tenía que terminar el colegio, pero lo raro es que eran dos semanas no más las que me iba a perder. Yo casi no iba al colegio por el famoso tenis y ganaba muchos partidos para el colegio; estaban felices conmigo con este tema de que era deportista de alto rendimiento. Y después de la nada no me dejaron ir al campeonato más importante del mundo. Era rarísimo. Después me pasó lo mismo al otro año y ahí me aburrí y dije ‘me retiro de esta cuestión”.

—¿Cuándo supiste la verdad?

—Mi mamá nunca me lo dijo. Me enteré por mi papá y por el colegio. Ahí terminó mi relación con mi mamá por un buen rato. Fue súper frustrante. Y a ella le encantaba que yo jugara tenis, entonces fue muy extraño. No me acuerdo exactamente cómo fue, pero me debo haber mandado una buena pataleta, debo haber estado sin hablarle unos meses. Ella no me dijo nada porque se sentía culpable.

—¿Y dejaste de competir?

—Me retiré a los 16 años odiando el tenis. Es una vida súper sacrificada. Llegan los niñitos el lunes al colegio contando historias del fin de semana y tú en puros campeonatos; o sea, como que no enganchaba con los demás. Entrenaba todo el día, llegaba a mi casa, muy cansado. Era colegio, tenis; tenis, colegio. Una vida, en sí misma, solitaria, porque el tenis es súper solitario también.

—¿Te has preguntado qué hubiera sido de ti si hubieses seguido jugando?

—Obvio que sí. Más viejo volví a tomar las raquetas. Dije: “Tengo 30 años, voy a ganar el tiempo perdido jugando como un cabro chico”. Pero, de nuevo, me di cuenta de que el tenis es extremadamente difícil. Me frustraba mucho no poder jugar como antes. Con harto esfuerzo algo de nivel retomé, pero las lesiones no me dejaban jugar.

El perfeccionista en la cocina

El tenis y la gastronomía tienen varios puntos en común: ambos requieren precisión en los detalles y exigen un esfuerzo personal importante. Con 43 años, Mandiola tiene algo de eso: perfeccionista, de gran técnica, un vanguardista de la cocina.

Reservado, de pocas palabras, ajeno a la idea del chef farandulero, no suele hablar mucho de su vida. Pero cuenta que creció en Santiago junto a sus abuelos maternos. “Mis papás estaban separados: iban y venían, viajaban mucho, cada uno por su lado”, recuerda.

A los cinco años fue operado de reflujo y recién conoció a su papá: “Es como el primer recuerdo que tengo de él. Soy súper apegado a mi mamá como buen hijo único, pero igual ella trabajaba harto, me crié mas o menos en mi mundo solitario”.

— ¿Te gusta la soledad?

—Me gusta mi espacio, estar conmigo. Lo paso bien. Tengo mi mundo interior bien desarrollado, parece. La vida me enseñó a ser solitario. Cuando chico estaba obligado a inventar cosas para entretenerme.

Al salir del colegio, primero quería estudiar música. “Me gustaba, pero tuve que cambiar la elección, porque fui papá cuando tenía 19 años, y como músico no iba a ser muy solvente. Cuando nació Diego, yo era chico, reconozco que no entendía mucho. Me cambió la vida y las responsabilidades. Fue emocionante, también”.

Eso lo llevó a descubrir su vocación, la cocina. “Siempre tuve ese lado gastronómico. Como a mi mama le iba bien, me decía: ‘estudia gastronomía y yo te ayudo a poner un restaurante'. Ella sentía que yo tenía facilidades porque me gustaba cocinar, siempre andaba encima de la olla. Además tenía facilidad para el dibujo, siempre dibujaba platos. No sé, instinto de mamá, que dijo: “Este cabro le podría pegar a esta cuestión”. Le hice caso. Y tenía razón, porque me encanta lo que hago”.

— ¿De dónde salió la inspiración?

—Más que nada por gusto. Además como era hijo único, mis papás me llevaban todos los días a restaurantes. Así conocí los mejores. En esa época estaba La Cascade que todavía dura, ahí me metí por primera vez a una cocina. Fui bien busquilla, como que me terminó gustando, casi por osmosis. Y mi mamá era muy amiga del Coco Pacheco, hacía hartos negocios en su restaurante. Me inicié ahí. Como a los 15, 16 años, tomando cursos, después hice una práctica, fui como el esclavo del Coco, y me ayudó a irme a EE.UU.

Salió del colegio, se fue de la casa y afloró su faceta de rebelde. “Pensándolo bien, fue el pos de la cuestión del tenis, me dije: ‘ahora voy a vivir la vida loca forever”. Fue también un mensaje para mi mamá, como decirle: ‘¿No te gustó dejarme sin deporte?... mira lo que conseguiste'”. A los 18 tuvo un accidente automovilístico que según él “le cambio la vida”. Tanto Mandiola como su mamá no lo pasaron bien en ese periodo, el choque fue muy impactante y daba cuenta de su insatisfacción. A pesar de eso, su madre intentaba incentivarlo en sus proyectos: “Mi mamá me ayudó a hacer un bar en Zapallar que abría en el verano”. A los 20 años se fue a Estados Unidos a perfeccionarse y a ampliar sus horizontes en la cocina, gracias a la ayuda de Coco Pacheco.

— ¿Por qué te fuiste a EE.UU.?

—Porque me tenía que hacer hombre rápido. Súper poco después de la guagua. Se me dio esta oportunidad que el Coco me ayudó a buscar a dónde irme. Era Nueva York o París, pero como que NY estaba empezando a romperla en esa época, entonces la cosa era ahí, donde las papas quemaban.

— ¿Cómo fue llegar allá solo y tan joven?

—Bien raro, estaba nervioso. Me fui a vivir con un amigo; arrendamos un departamento, gentilmente auspiciado. Ese año había ene chilenos de todas las edades yéndose a estudiar, y coincidí con muchos amigos. Fue fácil, porque me fui a hacer una práctica a un restaurante que era latino, con un chef que estaba muy de moda en esa época, Douglas Rodríguez. El primer chef que llevó la fusión latina al mantel largo, a las estrellas. Ahí trabajaba harto latino. Eso fue una ayuda y una desayuda.

— ¿Por qué?

—Porque el latino es muy celoso. Quiere trepar y en las cocinas en esa época y también ahora hay mucho mexicano, ecuatoriano, mucho inmigrante, que se está ganando la vida. No cocinan porque les gusta. Al contrario de mí que estaba haciendo lo que me gustaba. No iba por plata ni por horas extras. Era súper mateo y la gente muy matea a veces le cae mal a otros o les choca, y te tratan de opacar y de echar culpas.

— ¿Algún ejemplo en el que te hayan querido perjudicar?

—Era mi primer o segundo día en el restaurante y estaban arreglando la impresora de las comandas. Yo estaba mirando, conociendo el lugar y las estaciones, no estaba ni vestido. Al otro día, un cliente se comió un plato y le salió un tornillo. Llegó el chef demasiado enojado. La cosa es que me echaron la culpa a mí, y lo peor es que el tornillo le había salido al cantante Prince. Quedó la embarrá. Un ecuatoriano de mi edad me echó la culpa, y yo me puse a llorar de la rabia e impotencia. Obviamente me defendí, pero como el otro llevaba mas tiempo, no sé si me creyeron mucho, así que chao. Después para callado, en la parte donde uno sale a fumar, esas típicas partes de atrás de los edificios en las películas de NY, agarré al ecuatoriano y le pegue dos combos, no se la podía llevar gratis”.

El ratón de Ratatouille

Trabajó en muchos restaurantes, hasta que pasó lo de las Torres Gemelas. “Por eso me devolví. Me vine de vacaciones, hasta que pasara la mala onda. Cuatro meses después era un cementerio, era otra ciudad, otra onda y uno mismo vivía medio psicosiado”.

Su sueño siempre fue vivir en la playa siendo cocinero. “Volví, y del aeropuerto me fui a la playa. Trabajé en el Hotel Parador en Zapallar. Estuve muy poco rato, lo demolieron a los dos años. Ese fue mi primer trabajo pagado en Chile”, comenta.

Un día un “gringo” fue a comer al hotel, le gustó lo que hacia y lo llevó a hacer una asesoría a Punta Arenas. Duró tres meses. “Entre Zapallar y Punta Arenas no pasaba nada”.

Fue así como sus días de playa se acabaron y de vuelta a Santiago.

—¿Cómo vino el éxito?

—Llamé a Christopher Carpentier para ver si me podía ayudar con una asesoría, y me contactó con una tienda de quesos. Les cociné, les gustó y entonces cambiaron todo el formato del negocio y se transformó en restaurante con onda de quesos, que me encantó, porque soy un ratón—muestra su foto de perfil con la imagen del ratón de la película “Ratatouille”—. Al restaurante le pusieron Coté Fromage. Un bistro chiquitito, con sillas de mimbre, muy piola. La comida le empezó a ganar al local; entonces la critica del consumidor, el periodista o del critico de comida, era: “pero cómo pueden tener esta comida en este sucucho”. El formato de este restaurante era comida francesa, bien vanguardista. En esa época (2002) teníamos público súper selecto. El chileno no lo entendía mucho, pero el extranjero lo apreciaba y quedaba rayando.

—Podrías haber salido en la TV como Christopher.

—Lo he hecho, pero no es que me mate. Ocupo a la TV como un medio para mostrar nuestro trabajo, no para ganar lucas. No haría sushi por salir en pantalla. Creo que hay que ser consecuente con lo que uno predica. Mi filosofía es hablar a través de mi trabajo.

Redefinir un clásico

Bajo el mando de Carlos Meyer, El Europeo marcó una época en la gastronomía santiaguina, y no fue fácil para Mandiola asumir el desafío de redefinirlo. Le compró el restaurante a Meyer en 2011 junto a sus ex socios, la familia Cisternas.

Luego de un periodo de 4 años, por un “desgaste natural”, las cosas se complicaron y Mandiola decidió salir. Empezó a hacer asesorías en otros restaurantes. Igual, al final nunca me fui del Europeo. Hubo muchas intenciones de que alguien se asociara conmigo. Hasta que decidí retomarlo, pero en una opción más familiar, influido por el hecho de que mi mamá murió hace dos años. Ahí armamos este grupete entretenido de socios, a principios del 2017: los hermanos Maximiliano, Juan Pablo y Domingo Raide, Julio, Sebastián y Francisco Mandiola y Pablo Maestri.

“En un momento pasaron muchas manos en la cocina y el restaurante se fue abajo”, reconoce. Hoy, abriendo una nueva etapa de consolidación, está enfocado en un menú con productos locales, de norte a sur, haciendo un recorrido por la extensa geografía chilena. “Al retomarlo no pensé que iba a ser tan difícil, pero ahora estamos en un buen momento. Ha sido súper agradable, somos todos amigos, muy yuntas, cada uno tiene una labor distinta. El Europeo es un comedor totalmente cambiado. La música, la ambientación, la arquitectura, la calidez, todo es distinto. Tiene alma este lugar”.

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