Estuve a punto, pero no me tocaba morir.

Hoy cumpliría

8 meses enterrado”.

Una risa fuerte y contagiosa, anillos dorados en sus dedos; collares con piedras y figuras de dioses en el cuello. Marco Luis Barandiarán (56), el chef peruano, camina con una muleta: “Me ayuda en el tema del equilibrio. Es la secuela que me quedo después de los 20 días en que estuve en un coma inducido hace 8 meses” explica.

El 15 de abril celebrará 20 años desde que abrió el primer restaurante Barandiarán, en Bellavista 0852. Para festejar, realizará una gran fiesta en el local de Manuel Montt que abrió en 2000 y hará una remodelación en la terraza del de Chicureo, abierto en 2016, que le permitirá cuadriplicar la cantidad de comensales.

“Inauguré mi primer restaurante en plena crisis asiática (1999). Todo el mundo decía: ‘este peruano maricón va a perder, va a cerrar en menos de un mes'. Son pocos los que tienen manos de monja para cocinar y buena cabeza para los negocios, y eso hice yo”, dice.

El 22 de junio del 2018 sufrió dos ataques cardíacos. “Estoy averiguando cuál es mi misión en la vida, por qué quedé vivo. Estuve a punto, pero no me tocaba morir. Hoy cumpliría 8 meses enterrado. Había dejado de lado mis raíces, les pedí a mis ancestros que por favor me ayudaran. En la misma clínica no se explicaban cómo era que yo había vivido y fue gracias a ellos”.

Un diamante en bruto

Llegó a Chile hace 26 años “Mi viejo me regaló 400 dólares. Yo le dije “Guatoncito, a dónde voy a ir con esto” y me dio 50 más, recuerda el chef. Desde los 17 que viajaba por el mundo siendo cocinero en la marina. Marco era el hijo mayor de una familia de Lambayeque, en el norte de Perú. “Él quería que fuera ingeniero o arquitecto. Por eso me uní a la marina, porque nadie sabía lo que hacía”.

“El 2018 cumplí 50 años de cocinero. Comencé a los 7”, dice. “La mayoría cocina porque le enseña la abuela; yo, en cambio, tenía interés en aprender porque a mi mamá se le quemaba hasta la sopa. No sabía cocinar nada, entonces yo tenía que aprender para comer rico, como lo hacía en la casa de mi abuela. Con ella aprendí. No sé por qué mi papá dijo que no podía ser cocinero, cuando yo lo había hecho siempre”.

Antes de partir, el padre de Marco le dijo: “Acuérdate de que este boleto no tiene retorno, tú ya tienes casi 30 años y ya pasaste lo mejor de la vida. Eres un diamante en bruto, te faltan los cortes. Anda a pulirte”. Para cuando llegó a Santiago, sólo le quedaban 40 dólares. “En el bus desde La Serena conocí a un ingeniero en minas peruano y su pareja, les ayudé a conseguir alojamiento y me invitaron a dormir y a comer con ellos”. Al tercer día en la capital, Marco consiguió trabajo como chef en la Embajada de Perú. “Pedí una entrevista con el embajador y al día siguiente me llamaron. La coincidencia es que ¡él conocía a mis padres! Comencé de cocinero y el chiste era que, en ese tiempo, el sueldo mínimo era de $36 mil y cuando me llaman para darme el trabajo me dicen: “Señor Barandiarán, su sueldo va a ser de $180 mil”. Yo trabajaba por sueldo mínimo, entonces me pareció tanto que dije: “¡Queeé!”. “No se preocupe, esto es durante el primer mes, que va a estar a prueba. Después se le sube” me respondió”, recuerda, entre risas.

Paralelo a eso, Marco estudió cocina en el Inacap y ahí fue donde conoció a su señora, Olga. “Me casé de 37 años, aunque quería llegar a los 40 soltero: la Olga me creyó el cuento. Con mis otras novias, cuando la relación se estaba convirtiendo en algo muy serio, mi táctica para terminar era formalizarla. Les decía que quería casarme. ‘No tienes para pagar un motel y me pides que nos casemos', me respondían. La que es mi esposa ahora me dijo que sí, que quería casarse conmigo. Le dije que no me tenía que responder tan rápido, que lo podría pensar. Nos casamos un 8 de marzo, en mi pueblo y con mi abuelo como testigo”.

Antes de abrir el primer Barandiarán en Bellavista, el chef trabajó en otros lugares. “Todos me decían que estaba para dueño, pero no tenia ni uno. Agarré los cuatro millones y medio que había ahorrado y abrí mi primer restaurante. Me quedé sin nada. Vivía en la parte de atrás del local con mi mujer. No me aceptaron el cheque con que pagué el restaurante completo porque mi chequera era nueva. Vendí el 50% antes de abrir para poder comprar cubiertos, vasos y platos, que era lo que faltaba. Pero, lo vendí en 5 millones de pesos. No había inaugurado y ya había ganado 500 lucas. Si me iba mal, no importaba”.

“Lo demás es añadidura”

“La gente quedaba loca con mis preparaciones. Me ofrecieron abrir negocios en Nueva York, en San Juan, pero yo estaba enamorado en Chile, aquí estaba mi mujer y mi familia”. Añade: “Cuando llegas a los 50 te enfrentas con otra realidad, distinta. Todo lo demás es añadidura y uno cambia su forma de ser. Estoy más contento y tranquilo ahora”.

El chef maneja los restaurantes de Chicureo y Manuel Montt con la ayuda de su señora. Los de Bellavista, Antofagasta, Ñuñoa y Puente Alto los administran sus hijos. “Para mí, la cocina siempre va a ser una pasión: hacerla yo, servirla yo y que me digan a mí si esta buena o mala”.

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