En la casa de Augusto Merino, el patriarcado fue derrocado en la década de 1970. En ese entonces él era un joven abogado enamorado de la academia que partía a Inglaterra a cursar estudios de posgrado sobre sociología y ciencias políticas, junto a su esposa y dos hijas chicas. Con la beca no era suficiente, así que su esposa se puso a trabajar en una tienda a tiempo completo. Como las jornadas en la universidad eran cortas, él fue el encargado de los quehaceres domésticos. “Siempre he compartido las tareas del hogar con mi mujer”, confiesa. Pero entre trapear y hacer camas, se fue fascinando con lo que se cocinaba dentro de la olla. Se entusiasmó con la cocina y, como buen académico, se puso a leer todo lo que caía en sus manos sobre gastronomía.

“Los franceses hablan de la cocina en tono doctoral. Sus libros de gastronomía parecen tratados de filosofía. En cambio en Inglaterra escribían principalmente mujeres, como Elizabeth David, y en un tono liviano, con toques de humor”, dice. Fascinado con ese estilo de literatura, Merino llegó el año 78 de vuelta a Chile y le propuso a Arturo Navarro, del suplemento dominical del diario La Época, que le diera un espacio para escribir de cocina. Y en tiempos en que no existía internet, la crónica de Ruperto de Nola (su alias), que siempre cruzaba el sabor con la trivia histórica, se volvió rápidamente un éxito.

“Me puse un sobrenombre porque en Chile en los años 80 no había un muy buen humor en el ambiente y la academia, donde yo trabajaba, era algo tan solemne. Capaz me echaban”, bromea hoy en el living de su casa, asegurando que, aunque no lo conocen públicamente, ya no le importa mantener oculta su identidad. El nombre lo tomó del gran autor catalán que escribió uno de los primeros libros de cocina en 1477, considerado una eminencia en la literatura gastronómica del Renacimiento.

A pesar de la fama que adquirió en muy poco tiempo, el incipiente diario no mantenía sus finanzas al día con el cronista. “Si hay algo que yo detesto es cobrar. Entonces, al cabo de seis meses sin noticias del pago, me fui. Al mes siguiente me llamaron de la revista Ercilla, luego de la revista Hoy, después Caras y finalmente de El Mercurio, por el año 96”.

Por esos años, la crítica cobraba importancia en la incipiente escena gastronómica nacional. Famosas son las historias sobre Laura Tapia, que firmaba como Soledad Martínez: tan temidas eran sus reseñas que había fotografías de ella, de rostro y de espalda, en los restaurantes, para que el equipo de trabajo pudiera reconocerla y así estar preparado para causar una buena impresión en la comentarista. Cuando ella dejó de hacer crítica en Wikén, El Mercurio llamó a Ruperto de Nola, que ya escribía en la revista del Domingo (y donde sigue hasta hoy).

“Uno trata de hacer crítica de forma lo más fundamentada posible para no caer en caprichos, pero en el fondo siempre está el gusto de quien escribe. Puede que yo encuentre muy bueno un restaurante que tú encontraste horroroso. ¿Y quién tiene la razón?”, se pregunta.

—Pero sobre gustos hay tanto escrito. Hay toda un área de estudios de estética.

—Uno de los ejemplos más claros en Chile de la cátedra sobre gusto está en el vino. Puedes aprender a diferenciar un vino de buena calidad de otro de mala calidad. Hay temas de la acidez, el origen, y todo eso se aprende. El rol del crítico es educar al público, y sobre todo a los chefs. Los jóvenes ahora ven en la televisión a Jamie Oliver y salen con una idea de estrellato urgente. El mejor chef es el que sabe y conoce, y va poniendo de a poco toques de creatividad. No el que quiere comenzar haciendo revoluciones que causan espanto.

—¿Qué opina del surgimiento de la cocina molecular y de esta oda por lo refinado y lo exótico?

—El otro día en un restaurante pedí agua y me trajeron una botella: agua de los cielos patagónicos (se ríe). Tomé el agua y era exactamente igual a todas. La mejor cocina en todo el mundo es la que se come en las casas y es el fundamento de toda la alta cocina. Un chef tan exótico como Ferran Adrià decía: ‘Yo soy capaz de cocinar todos y cada uno de los platos campesinos de Cataluña'. Después recién comenzó a experimentar. Él hizo pirotecnia culinaria y finalmente no le fue bien. “elBulli”, su restaurante, cerró. Después se metió en un proyecto con los hoteles NH que fracasó también. No sé qué estará haciendo ahora. En cambio, otro cocinero catalán que se llama Santi Santamaría, tuvo 3 estrellas Michelin haciendo cocina catalana, es decir, porotos con tocino. Es una cocina fantástica, que no pasa de moda como “elBulli”, y que es refinada siendo popular.

—En Chile hoy se ve que hay una revalorización de nuestra cocina criolla.

—Eso me parece fantástico y creo que es lo que eventualmente hará de la cocina chilena una gran cocina. No al nivel de la peruana ni la francesa, pero una gran cocina. Nunca vamos a alcanzar el nivel de México o Perú, porque ellos tienen una tradición con la cocina que nosotros no tenemos. Hay una jerarquía mundial. La de Irlanda, por ejemplo, es una cocina campesina muy fiel a su origen, y es muy buena, riquísima, auténtica y fiel a sí misma. Si nosotros logramos desarrollar bien nuestra tradición chilena, podemos llegar a tener una cocina al nivel de la de Irlanda en América. Pero creo que es gracias a la influencia de la gastronomía peruana en Chile que los chefs chilenos empezaron a mirar la cocina propia. Porque si te fijas, los peruanos no han inventado ni un solo plato. Todos los que triunfan, como Acurio, toman lo que tenían y lo ofrecen bien servido, bien trabajado.

—También ha habido un trabajo de encontrar y rescatar ingredientes autóctonos y experimentar con ellos.

—Lo que hace una cocina tradicional no son los ingredientes, son las recetas. Te pongo un caso: con choclo, ají, zapallos, tomate y porotos, los mexicanos hacen una comida absolutamente distinta a nuestros porotos granados. Es el recetario lo que te da la autenticidad, lo que te distingue dentro del panorama mundial. En Chile, desgraciadamente, los chefs que se han interesado por la cocina nacional creen que basta con utilizar ingredientes chilenos como el merkén, que es rico, puesto donde debe. Pero hay un abuso. Los chefs han empezado a buscar entonces productos endémicos en distintos lugares, que te raspan y te ponen en el plato. Hay una confusión con la denominación de origen, que lo que busca es rescatar productos establecidos para protegerlos. Aquí, por ejemplo están protegidas las frutillas blancas de Purén. La intención es buena, pero en Chile los gallos jóvenes no han captado todavía la idea y se ponen a buscar cosas como la rica rica en el norte y te la ponen hasta en el pisco sour, pasando por el postre y el plato de fondo. Yo creo que están en un error.

“Hacen promoción, no crítica”

Si hablamos de sociología, al autor que admira es Georges Gurvitch, de origen ruso y nacionalizado francés, que murió por las consecuencias de un atentado en 1965. “Era y sigue siendo poco conocido. Me interesó mucho su teoría para la solución de conflictos”, comenta. También entre sus lecturas en filosofía política menciona al francés Julien Freund, autor de “La esencia de lo político”.

Pero su fascinación por la gastronomía había llegado a muy corta edad. Recuerda con placer los olores que emanaban de la cocina de la casa de su abuelo Merino, donde se comía comida chilena y francesa de primer nivel. No era casualidad: una de sus tías era monja en una congregación francesa secreta que por esos años funcionaba en una escuela de economía familiar. Ella estaba a cargo de la cocina donde Augusto pasó metido gran parte de su niñez, mirando e intruseando mientras las mujeres preparaban los platos.

“Yo de chico no sabía cocinar, pero me gustaba mucho comer. Me hice muy amigo de la cocinera y pasaba mucho tiempo en la cocina. Y así aprendí, mirando”, dice Augusto mientras cuenta sobre su cercana amistad con la otra mujer que estaba siempre en esa cocina: Herminia, la cocinera. Pasaba horas a su lado, mirándola trabajar. Y en esa época había mucho que mirar: “Tú no comprabas pollo en bandeja, el pollo estaba en la casa y había un lugar donde se le tiraba el cogote. Después se metía en una olla de agua caliente para que se esponjara y así era más fácil desplumarlo. Luego se lo partía por el medio y se le sacaban los interiores. Esas cosas me gustaban mucho”. Fue Herminia la que le inculcó el amor por el contenido de la olla, convirtiéndose en la cómplice que dejaba al niño mirar atentamente cómo se preparaba cada una de las recetas. Herminia le enseñó a Augusto todo lo que sabía y su amistad siguió afianzándose a través de las décadas, hasta el deceso de ella, que murió en sus brazos.

Así creció Augusto Merino, empapándose de la cocina tradicional, tal y como se cocinaba en la década de 1950. Sin embargo hoy, a sus 76 años, no es ajeno a las nuevas tecnologías. A pesar de que no tiene redes sociales, conoce a los foodies y a varios blogueros gastronómicos.

Pero nunca había oído hablar de los influencers, esos tipos con miles de seguidores que suben fotos y stories (videos cortos) recomendando restaurantes y comida. Al igual que a ellos, a Ruperto de Nola le llegan invitaciones a comer a diario. “Puedo decirte que absolutamente a todos les he dicho que no, sin excepción. ¿Cómo después hago una crítica objetiva si antes comí gratis? ¿Qué independencia tienes?”.

—Al contrario, los influencers de comida van a todos los eventos y reciben regalos de todos lados, con el objetivo de promocionar ese contenido en sus redes.

—Debe ser algo similar a lo que hacía gente como la Julita Astaburuaga y la Mary Rose Mac Gill. A ellas les pagaban por asistir a este tipo de eventos, sobre todo a inauguraciones. No, yo no voy. Yo elijo los restaurantes a los que voy, yo elijo lo que como y nadie me impone nada. Pero está bien, ellos hacen promoción, no crítica.

—Y con estas nuevas plataformas que acarrean tantos seguidores, ¿no siente que la crítica tradicional ha perdido influencia?

—No lo creo. El Mercurio, donde yo escribo, tiene un público cautivo, muy acotado. Nadie lee El Mercurio en La Pintana. Mi público pertenece a un ambiente muy elitista. A veces, cuando voy a comer me reconocen, pero si yo voy a comer a la Estación Central no me conoce nadie. Yo creo que ese público va a sobrevivir hasta que yo me muera, o hasta que se me caigan los dientes y me llegue la senilidad de frentón.

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