Los medios lo llaman “el abogado favorito de La Moneda”, “el defensor de Sebastián Piñera”, pero, y a pesar de que los vínculos profesionales son ciertos, el penalista Juan Domingo Acosta asegura que la política no es algo que le interese particularmente.

—¿No le interesa?

—No, no es algo que me interese. Nunca he militado en un partido político, yo estoy fuera de eso. Como ciudadano, uno tiene la responsabilidad de entender la política, pero no me gusta participar en ella. No me convence que a veces primen razones más bien voluntaristas que racionales, situaciones en que las decisiones se toman con el estómago.

—¿Se considera un abogado del poder?

—Yo ejerzo independiente, me dedico al derecho penal, que es lo que me gusta, desde lo académico, asesorías en leyes y representación ante los tribunales. En ese contexto, lo que tengo son casos más que clientes, y las personas no están permanentemente con problemas penales.

—Algunas sí.

—Algunos son clientes frecuentes, efectivamente.

Acosta dedica casi todo su día al trabajo...

—Atiendo los casos que me interesan, asesoro en la elaboración de leyes y la docencia.

Y además de hacer un poco de gimnasia en las mañanas, lee. Mucho.

—Siempre he sido lector.

“Podrían ser que lea ahora entre 20 y 30 libros al año”, responde cuando se le pregunta.

La lista de sus autores favoritos es larga: Dino Buzzati, Antonio Tabucchi, Alberto Moravia, Lobo Antunes, Balzac, Flaubert, Houellebecq, Faulkner, Richard Ford, Fante, Carver, Jorge Ibargüengoitia, José Emilio Pacheco, Rubem Fonseca, Clarice Lispector, Borges, Abelardo Castillo, Mempo Giardinelli, las primeras novelas de Vargas Llosa... “entre muchos otros que me gustan tanto como los nombrados”.

Si ha de escoger tres del millar de libros que debe tener en la cabeza (y el corazón) para hablar de derecho penal a través de ellos, el primero que se le viene a la mente es “La vida, instrucciones de uso”, escrito por Georges Perec entre 1975 y 1978. Lo leyó el año pasado, y desde entonces no puede dejar de pensar la vida como un puzle, y una serie de puzles a la vez.

La historia transcurre en un edificio imaginario de París, con más de 1.500 personajes del pasado y de ese presente, abriendo historias dentro de otras historias en una “puesta en abismo”. Una de ellas es la de un millonario, Percival Bartlebooth, quien pinta acuarelas marinas y las envía a un artesano para transformarlas en rompecabezas que él mismo arma luego para mandarlos a borrar o a quemar, muriendo él sin poder encajar la última pieza de la última acuarela. Ésta había sido cortada mal a propósito por el artesano, en venganza ante el desprecio que el millonario manifestaba por su trabajo. Así, Bartlebooth no pudo cumplir el anhelo que, había planificado, le daría sentido a su vida.

—¿Qué le sugirió esa novela?

—Hay mucho de mirar obsesivamente el derecho penal como un sistema autosuficiente, perfecto en sus partes. Uno puede imaginarlo un poco como ese edificio, ese rompecabezas o esas acuarelas: un conjunto de partes, abstracciones, reglas, enunciados, que forman un universo en sí mismo, y me pregunto si tal vez esa idea de completitud, de autosuficiencia y de cierta perfección, sea solo un espejismo.

El segundo que escogió fue “De los delitos y las penas”, de Césare de Beccaria.

—¿Por qué?

—Es un ensayo escrito en 1764. El marqués de Beccaria se pregunta por el derecho del Estado a castigar. Esa una pregunta profunda, pero el problema es que no se puede prescindir del castigo porque de otra manera la sociedad desaparece. Ahí él entrega un aporte fundamental: para que ese poder sea legítimo no debe ser arbitrario, ni cruel, ni inhumano... de ahí podemos colegir, entre otros principios, que el derecho penal sólo debe castigar un hecho cuando éste lesiona o pone en riesgo un bien jurídico identificable, como la vida, la salud pública, el honor, la propiedad..., y prescindir de castigar manifestaciones simplemente contrarias a la moral imperante.

A partir de eso, reflexiona:

“Pasa que con estos intentos, que han sido varios, de establecer en Chile el delito de negacionismo. El negacionismo forma parte de lo que se llama el derecho penal simbólico y que tiene el problema de que carece de legitimidad porque no pone en riesgo ni lesiona ningún bien jurídico”.

—¿…?

—El dolor de las víctimas no es un bien jurídico protegible. Las víctimas de un delito merecen respeto, apoyo, reparaciones, protección, pero obligar a que los demás no nieguen su calidad de víctimas no tiene sentido. Por otro lado, el derecho penal no es el guardián de la memoria histórica de los pueblos, ella la tienen que construir las sociedades, y eso se hace mediante la educación. En Alemania, un país que pasó por un trauma tremendo, hay una atmósfera de respeto por la verdad histórica que es realmente encomiable, y eso es educación.

Menciona el que a los estudiantes se les lleve a conocer los campos de concentración, las placas recordatorias del holocausto (“usted camina por los pueblos y en el suelo, en algunas partes de las calles, hay pequeñas plaquitas, casi disimuladas, frente a una casa en la que vivió una víctima del holocausto”), y la sensación que produce el Museo del Holocausto: “Es sobrecogedor”.

El tercer libro que escogió Acosta fue “El Extranjero”, de Albert Camus.

—“Camus muestra casi una parodia de justicia. El protagonista, Meursault, se niega a defenderse —aquí entro en una conjetura, pero probablemente lo hace por una razón ética, porque no quiere mentir… algo que llama a la reflexión—, lo instan a que se arrepienta y no quiere hacerlo… Se dice durante el proceso “él no puede ser una persona buena, no lloró en el funeral de su madre, tuvo relaciones con una mujer que no era su señora…” Toda esa crítica al moralismo imperante”.

—¿No es también un poco absurda la justicia?

—Yo no lo creo, pero si me pregunto: yo estoy dentro del aparato judicial y lo veo todo tan normal: las soluciones en general son las que proceden, son las racionales, son las justas, las que tienen que ver con el sentido común; pero ¿no será que la gente, las personas comunes, el que trabaja en la posta, el médico, el funcionario de la Contraloría, el periodista, el que trabaja en una fábrica; no será que ellos ven lo que ocurre dentro del sistema como lo veía Meursault: una entelequia que funciona por sí misma, inexpugnable, inentendible, donde el juez se presenta casi como un impostor de Dios en una especie de liturgia, que es el juicio?, ¿no será esa la visión que tiene la gente?

Y Acosta luego cita a Meursault: “El acto más importante que realizamos cada día es tomar la decisión de no suicidarnos”.

—¿Qué le dice esa frase?

—Creo que está diciendo que ya el solo hecho de vivir es un consuelo. Alguien podría acabar con su vida en cualquier momento, y sin embargo opta por no hacerlo y eso ya es algo grande. Ya es una gran cosa vivir, ya es un milagro estar aquí.

Juan Domingo Acosta representa al ex cardenal Francisco Javier Errázuriz en las investigaciones por presunto encubrimiento de abusos sexuales en la Iglesia. “No hablo de los casos”, dice.

—¿Es católico?

—No profeso una religión ni una no-religión. Fui católico, participé en forma activa en la Iglesia y estoy lejos de la práctica religiosa hace unos 15 ó 20 años. Tengo una cierta distancia emocional con el rito religioso.

—¿También con la fe?

—Yo quisiera creer en Dios.

—Ayuda…

—Por supuesto que ayuda desde el punto de vista del funcionamiento psicológico de las personas. La fe es el gran contenedor, es además un gran antidepresivo, cumple muchas funciones que cumplen los remedios, los psicólogos…

Acosta dice que cree que la idea de la salvación es uno de los grandes problemas de la fe católica.

—Esto de que todas las personas nacen con una carga negativa y tienen que salvarse. Ese juego no me gusta porque la fe funciona como una necesidad: si no la tienes no te vas a salvar y te vas a quedar en el mismo estado en que fuiste colocado en esta tierra, es decir, como un pecador. Creo además que es una visión que cuestiona mucho la dignidad humana, muestra una condición miserable, porque en el fondo te haces más hombre o menos hombre por miedo, por un deber ni siquiera moral, y eso es complejo.

—¿Esa fue su reflexión cuando se alejó de la Iglesia?

—Tal vez coincidió. Antes no lo había elaborado, a lo mejor por el mismo miedo, pero ya a mi edad me he atrevido a pensarlo como una idea más real. Eso no me convierte en un agnóstico ni menos en un ateo, no me podría clasificar.

Juan Domingo Acosta intenta escribir.

—Antes lo hacía, o trataba de hacerlo. Tomé unos talleres. Escribí algunas cosas, pero para mí no más.

—¿Por qué dejó de intentarlo?

—Yo creo que es falta de dedicación, de sustraerte un rato, de tener la paz espiritual necesaria. Lo que pasa es que escribir es una tarea muy pesada, requiere mucho tiempo, mucha dedicación, mucha concentración, y no he logrado encontrar ni el tiempo ni la tranquilidad para eso. También hay que despeinarse, chasconearse, y eso no es fácil en la retórica de mi trabajo como abogado. La gente cree que al escritor la cosa se le fue ocurriendo en el camino, pero no, para que la novela funcione y sea una cosa buena además hay que estructurarla, planificarla, necesita un plano de arquitectura. Hasta la misma idea complica encontrarla. La idea central ya es un problema.

—¿Escribir sobre intentar escribir algo que no sale?

—Todas son historias, pero la “puesta en abismo”, la novela dentro de la novela, el cuadro dentro del cuadro, que siempre me ha gustado como técnica porque despierta curiosidad, pero es un juego literarios, no un valor en sí mismo. Tal vez podría escribir algo sobre la nada, como decía Flaubert.

—¿Hace cuánto tiene la inquietud de escribir algo?

—¿15, 20 años?

—Es desesperante no poder concretar las cosas, dejar inconclusas cosas importantes para uno...

—Bueno, es como con Bartlebooth, siempre es posible que la última pieza del ajedrez no calce.

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