Ocho tatuajes en el cuerpo tiene Fernanda Fuentes. En su brazo izquierdo, la imagen de su marido y socio, el chef italiano Andrea Bernardi, y el logo de Nub, su exitoso restaurante en Tenerife. En el derecho, cinco nubes: ella junto a su marido, su hijo, la hija de su marido y su mamá. Por abajo, la palabra “imposible” tachada con una definitiva línea roja.

Fernanda, con 35 años, es la única chilena ganadora de una estrella Michelin, la única mujer que subió al escenario en 2017 a recibir el premio y la severa juez del nuevo “Masterchef”, de Canal 13, al lado de Christopher Carpentier y el colombiano Jorge Rausch.

Fue rápida la decisión de llegar a la televisión. “No lo pienso mucho para no empezar a dudar. Me demoré en convencer a mi equipo de que yo iba a faltar. Este es un programa de superación que nos hace bien a todos”, dice Fernanda en el canal. “Cuando tienes un nivel tan alto como una estrella Michelin, las exigencias llegan solas. Además, con o sin estrella, siempre tienes que dar lo mejor. Si no, dedícate a otra cosa”, añade con un leve acento canario (que ella niega, aunque se ríe cuando se lo advierten), después de ocho años en la isla española.

Nub abrió en mayo de 2016 y se ganaron la estrella el 21 de noviembre de 2017. Y así como las nubes, se trasladaron desde su locación original a La Laguna Gran Hotel, situado en el mismo Centro Histórico de San Cristóbal de La Laguna. En esa zona, donde las nubes arman un microclima, les revalidaron la estrella el 2018.

“Estábamos un día mirando desde la azotea de la casa y veía que pasaban y pasaban las nubes. ‘Mira, Andrea, ¿cómo van?' ‘Rápido'. ‘¿Y qué hacen? ‘Viajan, cambian...' ‘Vale, ¿tú te emocionas?'. Los cocineros, viajamos, cambiamos, nos unimos, nos dispersamos, estamos, no estamos... Nuestro restaurante se va a llamar Nube. Así partió”.

Ellos cuadran milimétricamente platos, con copas, servilletas, etc., en las 7 mesas que tienen para ofrecer su menú. “No hay fallo”, asegura Fernanda.

Su estrella llegó por su “interesantísima fusión del recetario italiano, chileno y canario tradicional”, según los jueces. Ofrecen una infusión de legumbres, inspirada en la técnica mapuche de tostar granos en callana. “A mí se me ocurren las ideas y él las transforma con su técnica”, explica la chef. “Las personas pueden ampliar el registro de memoria de los sabores, es un viaje, una apertura sensorial, gustativa y olfativa”.

—Se me ocurre que eres bastante exigente antes de la estrella.

—Exacto. Siempre me he autoexigido. Suena un poco altanero, pero quiero ser la mejor. Para mí. Yo quiero sentir que estoy aprovechando las oportunidades y que lo estoy haciendo perfecto. Puedo equivocarme, pero ojalá que no. La gente espera mucho de nosotros.

—Hay que esperar cuatro meses para conseguir mesa en Nub.

—Y yo no sé si es tu cumpleaños, tu aniversario, o si vienes peleada con tu marido. Las expectativas se crean desde antes. Mi comida tiene que cambiar tu ánimo: o lo cambia o lo sube. Nosotros tratamos a todos como si fueran críticos encubiertos. Nunca sabes a quién tienes ahí.

“Yo soy la mayor, Fernando”

“En mi vida personal soy desordenada, pero estoy casada con un italiano de carácter”, relata Fernanda. “Aunque yo tengo más carácter”.

Estudió un año de manera autodidacta en Santiago. Después entró al Inacap, hizo una práctica en España y volvió a Chile como la segunda del restaurante Rai, de Raimundo Tagle. Luego volvió a Tenerife para realizar una pasantía en Casa Albar, bajo la supervisión de Andrea, con quien se casó dos años después.

“Nos conocimos y ¡plash!”, dice y tararea música de teleserie. “El era súper guapooo, rico (risas) Llega y me dice: ‘Qué se te da mejor? Lo postre o lo salato?' (imita su tonito italiano)”. ‘Lo salado', respondo. ‘¡Venga! A los postres!'. Yo quedé en shock; éste qué se cree”. Y bueno, así tenía que ser. Él se desempeña muy bien en el cuarto caliente y yo muy bien en el frío”, dice. “El amor nació desde el minuto cero. Yo me quedaba a alojar en la casa donde hacíamos la práctica. Ahí se fue gestando Nub. Lo enamoré con un ceviche de mango. Y él me hacía pastas todos los días, para que yo engordara y no me mirara nadie”, cuenta y lanza una carcajada.

Le encantó el cebiche y al día siguiente llegó con una bolsa con todos los ingredientes para que se lo preparara otra vez. “Andrea es súper obsesivo. Cuando le gusta algo, va a por ello”.

—¿Cómo se mantiene el matrimonio si pasan hasta 16 horas al día juntos en el restaurante?

—¡Muy bien! Ahora que estoy acá es horrible, como si me faltara una pierna. Discutimos, pero lo normal. Hemos sido súper inteligentes, porque tenemos súper claros los objetivos personales y, luego, lo que queremos en conjunto. Además, tenemos dos cocinas, cada una en la esquina contraria. El la diseñó así. Es que yo soy bien pesada, me gusta todo muy perfecto y él lo acepta con mucho amor. Soy su mejor crítica. Y viceversa. Yo siempre le digo: “Estamos solos en esto. Olvídate del resto. Nadie más que quien te quiere de verdad va a poder decirte esto”. Tengo muy mal genio, pero él tiene mucha paciencia. Claro que tengo plena confianza en que él sabe lo que hace. Él también.

—¿Dónde aprendiste a validarte como mujer? Entraste en un ambiente absolutamente machista.

—Mi papá siempre me crió como si fuera un niñito. Siempre me dijo: “Tú eres Fernandito”. Las hermanas somos: Isidoro, Camilo, Palomo y Fernando (risas). Yo soy la mayor, Fernando. Siempre dijo: Yo quiero mujeres fuertes, que nadie nunca las pase a llevar. Crió cuatro mujeres con muchísimo carácter. Ninguna es mejor que nosotras. Pero tampoco nos creemos mejor que nadie.

“No tengo techo”

Fernanda nació en Quilpué, pero creció entre San Felipe, Concepción, Valparaíso y Rancagua. Su padre es un ingeniero civil bioquímico, de 56 años, “joven y guapetón”; su madre, que falleció hace cuatro años, técnico agrícola, pero ejercía como dueña de casa. A su padre siempre lo vio mezclar, como lo hace ella en su cocina. Su abuela Marta era la de los dulces y fritanguitas; su abuela Cecilia, la experta en salados. “Siempre mi familia giró en torno a la comida. Teníamos que esperar a los papás para comer. Y si no, comíamos con la nana. Pero olvídate de encerrarte en la pieza a comer viendo tele. Todas nos levantábamos a hacer el desayuno. Y después, todas a ordenar y poner las cosas en el lavavajillas”.

La chef recuerda que en cuarto básico tenía un compañero que la molestaba mucho, hasta que les tocó hacer juntos una disertación. “Mi papá me dijo: ‘Si te molesta, le pegái un combo no más'. Y como él es maestro de jiu-jitsu, me enseñó, me enseñó y me enseñó. Estábamos en plena disertación y este niño dijo una parte que me tocaba a mí. ¡Pum! Le mandé el combo. Quedó con sangre de narices, pero no me molesto más”.

A los 12 años, cuando un amigo le quiso dar un beso, se llevó una buena cachetada. “Porque no es no no más. Desde chica lo supe”. Y cuando hizo su primera práctica en un restaurante, recuerda su peor experiencia “Horrible. Me quemé con aceite de una sopaipilla tan feo que tengo la marca hasta ahora. En la tarde, me hicieron hacer la masa sin guantes. ‘No puedo', dije yo porque se me estaba infectando. Llega el subchef y me dice: ‘Mira, por qué no sales conmigo y lo arreglamos'. Chiquito, negrito, feíto. Cosa que me habría dado igual si hubiera tenido alguna gracia, pero además era pesado y vicioso. ‘No, le dije'. ‘Ah, no? Me pasó un cepillo de dientes para que limpiara las paredes. Agarré mis cosas y me fui”, relata. “De partida, yo no tengo amigos en la cocina”.

—El día que recibiste la estrella fuiste la única mujer en el escenario.

—Ese fue un acto absoluto de generosidad de parte de Andrea. Yo estaba segura de que íbamos a ganar. El me decía: “Estás loca, nos queda mucho trabajo por delante”. Siempre he estado muy segura de todo. Aparecía el mapa en una pantalla gigante y se posaba la estrella, muy emocionante. “Mira el escenario: ¿Ves alguna mujer? ¿Alguna chilena? Sube”. Yo que estaba sacando fotos, solté el teléfono, me dio una palmada, un beso y te fuiste pa' arriba. Yo estaba eufórica, pero no podía llorar. Lleno de chefs famosos, y me ponen mi chaqueta. Nunca le tomé el peso a lo que vendría después. Pasamos de tener tres reservas a la semana a tener 8 mil en dos días. Al principio, tuvimos que botar platos porque no llegaba la gente, éramos un restaurante muy chiquitito que no conocía ni Dios. Y en ese mismo momento, contratamos un sistema de reservas. No tuvimos día vacío. Esa angustia de “¿hoy viene gente?” nunca más.

—Muchas veces sólo por ser mujer algunos creen que no estás físicamente apta para estar en una cocina.

—Obvio. ¿Tú te puedes una olla de 30 kilos? Claro que sí. Te la pones acá (dice y apunta su sien). Uno se puede el doble de su peso. Yo pongo corazón, cabeza y nunca pido ayuda. Yo nunca pedí ayuda. Mi papá me decía: “Tú estás solita, pos Fernando. Bien machito”. “Y yo: Sí, solita”. Él nos entrenó así. El “no puedo” no existe. Él también me enseñó: “Si hay una persona que sabe más que tú, te callas; Si hay una persona mayor que tú, te callas”. Respeto absoluto. Eso me inculcó también mi mamá, y a no dejar de ser delicada y femenina. Yo salgo de mi cocina con los labios bien rojos, regia estupenda. Imagínate, 16 horas ahí con mi marido, lo tengo que enamorar en algún minuto.

—Te escuché decir que no tienes límite.

—No tengo. ¿Quién te los pone? Mi abuela, enfermera, nunca fue doctora porque su papá no la dejó. Tú tienes que decidir lo que quieres ser. Lo mismo en una relación, yo no estoy para hacer feliz a mi marido. Tengo que ser feliz yo para luego compartir momentos de felicidad con mi marido. Necesitamos un poquito de egoísmo para desarrollarnos. Yo no tengo techo.

—¿Lo más importante para ti hoy es la cocina?

—Mi familia y mi restaurante, absolutamente. Pienso en cocina todo el día. Y mi marido también. Y si estamos acostados, estamos aburriiidos (risas). Con un libro de cocina cada uno. El lee muchísimo, para no copiar. Lo primero que me dice en la mañana es: “Tengo un plato…”. Yo le digo: “Hola, mi amor, buenos días”.

—Tienes una linda familia, tu casa, tu perro, tu restaurante con estrella Michelin en Tenerife. ¿Lograste lo que soñaste toda la vida?

—Uno tiene lo que se merece. Es todo por lo que he trabajado. No ha sido fácil. La gente que nace con plata, nació así no más, no la merece. Yo vengo de una familia promedio en Chile, nunca nos faltó nada, pero salí de ahí y no era nadie. A mí me costó. Obviamente, el pobre tampoco merece lo que tiene, pero es una frase aplicada al éxito. Yo no creo en la suerte, creo en el éxito: Suerte tienen los mediocres; éxito, los esforzados.

—¿Por eso tus tatuajes? Me contabas que cuando se dan la mano, las caras de ustedes se miran uno al otro.

—Cuando me hice la cara de Andrea pensé, ¡¡¡¿es que cómo nos vamos a separar nosotros?!!! Te juro que es imposible. Te lo digo en serio. Él siempre dice: ‘Sin ti, ¿a dónde voy?' Yo igual. Con este genio de mierda, no me aguanta nadie.

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