Me acuerdo de Roberto Torretti forrando en papel de envolver un grueso libro de fenomenología, porque le gustaba leer con discreción por los senderos del Parque Forestal”.

Jorge Edwards

El libro “Aspectos de la filosofía chilena”, publicado hace poco por la editorial francesa L'Harmattan, es difícil de clasificar y de comentar. Si uno, además es chileno, y si alguna vez leyó filosofía griega o alemana en Chile, es todavía más difícil. Es un libro de amor, de aficiones dispersas, de amistades fieles, de lecturas colectivas, en la remota provincia chilena, de autores como Platón, Kant y Martin Heidegger. Uno de los autores del libro, Patricio Brickle, es un diplomático chileno de carrera, un devoto de la lectura y de la práctica de la filosofía, y un devoto extremo de otro de los autores, Jorge Eduardo Rivera. Rivera fue amigo y discípulo, en Madrid y en el siglo pasado, de Xavier Zubiri. De allí sacó un hábito de estudio y una forma de vida con rasgos de estoicismo religioso, que cultivó en las universidades católicas de Valparaíso y de Santiago de Chile. El ensayismo filosófico en Chile ha tenido desde hace largas décadas expresiones diferentes. Pienso en Luis Oyarzún Peña, profesor mío de Introducción a la Filosofía en el Instituto Pedagógico de la Alameda abajo, no lejos ya de la Estación Central. Oyarzún, apasionado de la botánica y de las ciencias naturales, poeta en prosa. En Jorge Millas, goethiano, filósofo del Derecho, o en José Echeverría, profesores ambos en Puerto Rico. En Eduardo Anguita, más bien consagrado ya como poeta y autor de los ensayos de “La belleza del pensar”, inspiradores de las entrevistas de uno de los entrevistadores chilenos mayores, Cristián Warnken.

Cuando tuve en mi embajada en Francia a Patricio Brickle como secretario diplomático, los funcionarios de carrera lo perseguían con furia singular. Consideraban que era excesivamente irregular en sus horarios. Un diplomático de carrera lector de Heidegger era un escándalo intolerable. Yo argumentaba que si todos los funcionarios de la carrera fuesen filósofos heideggerianos, la diplomacia de Chile estaría en problemas. Pero tener en la embajada ante el Quai d'Orsay a un secretario que podía hablar de tú a tú con los filósofos de la Universidad de París era un lujo excepcional. Yo invitaba a los filósofos franceses y los reunía con los filósofos chilenos de paso, y el encuentro, con su extravagancia y su marginalidad, nunca era malo, por mucho que los agregados militares, navales o de Carabineros arriscaran las narices. Ahora, cuando miro eso con la perspectiva del tiempo, y después de leer este libro con atención, llego a la conclusión de que en Chile, a pesar de la indiferencia general, se ha producido una forma de ensayismo original, de buena prosa, que tenemos que tener en cuenta, sin ser esclavos de la apariencia y a sabiendas de que la forma clásica del ensayo, como proponía Michel de Montaigne, ensaya, pero no propone resultados. Que los chilenos lean a Brickle y a Jorge Eduardo Rivera, y tendrán que empezar a revisar sus prejuicios ancestrales y su desarrollismo del tanto por ciento, que hasta ahora no les ha dado verdadero desarrollo. En la presentación de mis memorias de “Los círculos morados”, Humberto Giannini, cuya presencia impuse a pesar de los editores, fue el presentador más coherente, más incisivo. Sus palabras fueron breves ensayos sobre la memoria. Necesitamos ensayistas de la memoria y rescatadores de géneros literarios en proceso de extinción y de escritores extraviados.

No somos un país de filósofos. Y a veces, a juzgar por nuestra muy larga paciencia, llego a pensar que somos un país de santos casi canonizados, y me digo que nuestros arrestos de memorialismo se contradicen con nuestra mala memoria. Puede que nuestras memorias deshilvanadas tengan orígenes platónicos, pero, como buen lector de Montaigne, el Señor de la Montaña, como decía don Francisco de Quevedo, tengo dudas insidiosas y duras, paralizadoras. Pero miro con una sonrisa de simpatía a esos chilenos lectores de Heidegger, de Husserl, de algunos otros. Me acuerdo de Roberto Torretti, a la salida de la Escuela de Derecho de la calle Pío Nono, forrando en papel de envolver un grueso libro de fenomenología, porque le gustaba leer con discreción, caminando por los senderos otoñales del Parque Forestal, sin que los demás escudriñaran los títulos sesudos de los mamotretos que leía. Y después, a la mañana siguiente, en los patios de la Escuela de Pío Nono, contaba algún chiste heideggeriano, kantiano o colchagüino. Eran cosas de la supuesta filosofía chilena, o de una probable filosofía chilena. Mientras, Jorge Eduardo Rivera, estoico, perseverante, se quemaba las pestañas en la penumbra de algún escritorio de barrios mapochinos, ñuñoínos, del Mercado Central o de la Vega interminable, metafísica.

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Leonardo Moreno

Director Fundación Sociedad Anónima

Revisando en el último tiempo distintas informaciones elaboradas por organismos de cooperación al desarrollo y multilaterales, podemos observar la creciente relevancia que se entrega al trabajo conjunto de la tríada de actores que participan de la estructura de oportunidades de una sociedad: Estado, empresa y sociedad civil organizada. Suena bien, pero para que aquella colaboración realmente pueda darse en un marco de simetría —hoy inexistente— se requiere entender y asumir también que el llamado «tercer sector» requiere ser autónomo.

La autonomía e independencia de las organizaciones de la sociedad civil no sólo implica financiamiento para los programas del Estado que ellas ejecutan; se requieren también recursos que permitan el fortalecimiento e independencia de estas entidades. Pensar que la superación de la pobreza y la exclusión social se logran únicamente mediante la acción directa del Estado y la filantropía privada, sin contar con las miradas complementarias y comprensivas logradas en el trabajo diario con poblaciones en exclusión, es una miopía que ha tenido, en el pasado reciente, nefastas consecuencias. Pensemos solamente en los grandes recursos públicos que se han gastado en programas con cero impacto, producto de su impertinencia, por ejemplo, en la zona de La Araucanía. Miremos también los constantes fracasos en materia de infancia vulnerada, o la escasa participación social en los problemas comunes que enfrentamos los chilenos.

Sin duda que el trabajo mancomunado del Estado, la sociedad civil y el sector privado no ha sido lo que ha primado a la hora de buscar soluciones a los problemas que arrastramos hace ya demasiado tiempo. Ni hablar de los espacios de participación que raramente abrimos a los propios sectores afectados por la exclusión y pobreza en la búsqueda de soluciones a sus problemas.

Hoy tenemos sobre la mesa una nueva oportunidad de trabajo conjunto en la iniciativa Compromiso País. Será tarea de todos evitar la cooptación de la sociedad civil por parte del Estado y de la empresa, logrando incorporar al tercer sector y a los propios afectados, intencionando miradas necesariamente complementarias a la hora de superar pobreza y lograr mayores grados de equidad.

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