Esta conversación con Daniel Antivilo (54) comenzó horas antes de que fuera padre y continuó cuando ya estaba instalado en la sala de maternidad del Hospital Carlos van Buren, de Valparaíso, donde incluso sugirió coordinar una improvisada sesión de fotos. Estaba emocionado por recibir a su hija Ema y, al mismo tiempo, ocupado en los preparativos de “Lear, el rey y su doble”, obra escrita por Flavia Radrigán y dirigida por Jesús Urqueta, en la que comparte escenario con Francisco Reyes. Se estrenó el domingo pasado en el Festival Quilicura Teatro Juan Radrigán y pronto tendrá una temporada en Matucana 100.

Alto, rudo y de voz imponente, Antivilo pertenece a esa casta de secundarios que son capaces de opacar al protagónico. Es un actor que todos han visto aunque muchos no sepan su nombre. Un villano de pantalla que suele intimidar a algunas personas por culpa del cine y la televisión. No es para menos: en los 90 debutó encarnando a la mismísima Muerte para un programa de Carlos Pinto, años más tarde interpretó a un vecino violento en la premiada película “Matar a un hombre”, de Alejandro Fernández Almendras (le significó el premio a mejor actor en el festival francés Marseille Recontres du Cinéma Sudamérican); a un jefe explotador que abusa de una temporera (Catalina Saavedra) en “La mujer de barro”, de Sergio Castro San Martín; y a un torturador perverso en la sangrienta “Trauma”, de Lucio A. Rojas, una de las cintas más brutales del 2018 según medios como “Fangoria” y “Dreadcentral”. Sin embargo, su trayectoria no se limita a los antagonistas. En teatro ha probado otros matices de la mano de Juan Radrigán, Alexis Moreno, Mario Horton y Raúl Ruiz, aunque su lado oscuro es el que se impone en el imaginario público. Una oscuridad que él se dedica a desmentir con amabilidad.

—¿No te complica quedar encasillado en el personaje de villano?

—No. Para mí no es un problema. Yo desarrollo con gusto estos personajes. Si me toca violar a una abuelita, lo hago y me pongo en la situación. Un día me tocó una escena de violación para la televisión, iba llegando al barrio y un tontorrón me dijo “nada que ver que ande de violeta”. Le tuve que responder que cada uno hace su trabajo. Creo interpretar bien a los tipos malos porque he sufrido la carga negativa de esa clase de personas. Ahora, es normal que a uno lo encasillen. Yo soy un trabajador al servicio de los directores. Hago lo que me pidan. Trato eso sí de darle diferentes matices a los villanos.

—¿Cómo logras empatizar con ellos para interpretarlos?

—Es que hay distintos tipos de villanos y la empatía en cada caso es distinta. El Kalule de “Matar a un hombre” representa una maldad que tiene un origen social. Él viene de la pobreza, de la injusticia social, de los guetos que ha ido formando esta sociedad que va segregando a los pobres, llevándolos a los márgenes de la ciudad. Estos tipos son como perros que cuidan sus territorios y miran en menos a los trabajadores, a los que salen en la mañana a ganarse la plata. Están ahí, se burlan de ellos, los asaltan, son los dueños del barrio. Y también hay otros malvados como el que interpreté en “Trauma”. Es el villano moldeado por lo político. Este cabro nace en un ambiente de represión y copia esos valores. Actúa igual que su padre torturador. Es un salvaje.

—El origen del mal está, entonces, en el contexto social…

—Sí. Uno puede luchar por cambiar pero hay un contexto fuerte donde están el lenguaje y las ideas. Todo eso tiene que ver con tu familia, con tu barrio, con quién juegas, con la forma en que vas construyendo un lenguaje, un futuro. Los cabros que nacen en La Legua tienen un lenguaje que ya está construido, una manera de ser. Y es porque estamos aislados. Hay barrios completos donde la cultura reinante es la del narcotraficante. Tiene que ver con la visión de mundo que uno va construyendo. Son mundos aislados porque vivimos en una sociedad donde no hay amor por el otro, donde todo se construye a partir de uno mismo.

“En nosotros hay siempre una lucha entre el bien y el mal”

Quienes han trabajado con Antivilo, saben que su proceso de transformación comienza inmediatamente después de leer el guion. Esto provocó una conocida anécdota en medio de la preproducción de “Matar a un hombre”.

“Me invitaron a una fiesta de inicio de la película, en un departamento en Ñuñoa. Yo me metí en el personaje a modo de propuesta y los dejé enfermo”, recuerda el actor, a carcajadas. “No esperaban encontrarse con un tipo tan desagradable. Los tenía atrincados, los maltraté, les tomé hasta el whisky. Tenía la energía de un personaje de «La naranja mecánica». En un momento, Fernández dijo «esto es lo que quiero». Así empezó todo”.

—¿Te inspiras en personas reales?

—Donde yo he vivido hay mucho malvado que se expresa libremente. En sitios más residenciales, uno no tiene la posibilidad de conocer realmente a los vecinos porque rigen las apariencias, pero en otros tipos de barrio uno puede saber quiénes son las personas. Hay un ramillete de personajes que uno puede observar y a partir de eso crear. Pero en ese proceso es importante buscar siempre la humanidad. Uno tiene que escapar de los personajes tipo. Un malo tiene humanidad como un bueno tiene rasgos de maldad. En nosotros hay siempre una lucha entre el bien y el mal. La vida que te tocó es la que se encargará de gatillar el rasgo de tu personalidad, hacia qué lado te inclinas.

—“En el hombre está el abismo más profundo y, a la vez, el cielo más alto”, decía Schelling.

—La maldad es parte de nuestra naturaleza, pero yo creo en la influencia de elementos externos. En cada papel que interpreto aprovecho de deslizar un reclamo social. Creo que el Estado es el que te va inculcando la personalidad, el resentimiento, el desprecio por el otro. Ahora que soy papá veo a cabros de 15 años, o a algún vagabundo en Valparaíso, y pienso “¿dónde estuvo ese papá o el Estado que no formó a esa cabro?”. Porque ese niño nació y alguien le dio teta, pero después quedó en completo abandono. ¿Por qué está así como está? ¿Por qué no hay nadie que pueda atenderlo? Estamos en un mundo cruel donde a nadie le importa el prójimo. Ahí está la verdadera fuente del mal.

“No le teníamos miedo a la muerte”

¿Cómo llegó Antivilo a convertirse en la encarnación de la maldad? La respuesta radica curiosamente en la vocación social que lo llevó a abrazar el teatro como medio de combate.

“Yo vengo de una familia proletaria”, cuenta. “Mi abuelo era anarquista y poeta, medio maldito. Mi abuela era militante de la UP. Crecí en Santiago Centro pero luego del golpe nos echaron y nos fuimos a Peñalolén. Ahí viví mi adolescencia y me tocó organizarme contra la dictadura. Armamos un colectivo y empezamos a organizarnos bajo el anarquismo. Éramos cinco: mi abuelo, un tío y dos amigos (ríe). Decidimos hacer teatro porque generaba una gran organización de personas. Luego conocí a Juan Radrigán y a Pepe Herrera. Ellos me recomendaron un instituto que tenía una mejor malla curricular que la Chile: el Bertold Brecht”.

—¿Cómo fue estudiar ahí en medio de la transición?

—Yo estudié en 1989. Estábamos organizados y no le teníamos miedo a la muerte. Admiro esa valentía de la juventud. Salíamos a las calles todos los días. Tenía un profesor de filosofía que me decía “guerrillero paleolítico” (ríe). Estábamos en las primeras protestas que se hicieron en Santiago cuando asumió Aylwin. Éramos pocos, unos 30, nos tenían fichados. Estuve preso y todo. Cuando salí de la escuela en 1993, mi proyecto era hacer teatro para contribuir a la sociedad, no para satisfacerme a mí mismo. Después de los 18 entendí que era lo único que sabía hacer. En esa época yo no pensaba en la TV ni en el cine, me parecían cosas lejanas, pero creía que todos podíamos hacer teatro y cambiar el mundo.

—¿Qué pasó cuando saliste del instituto?

—No me fue fácil encontrar trabajo. Empecé a trabajar en confecciones, estampados, haciendo letreros, fui pintor de brocha gorda, pinté casas, pero nunca perdí el sueño de la actuación. Un día, un primo me dijo “anda a los teatros a buscar pega”. Así llegué al Teatro La Esquina, en Vicuña Mackenna, y justo había una reunión de Sidarte. Voy llegando y una compañera de curso que me dijo “tú no puedes entrar porque no eres del sindicato”. Entré igual, me senté y me ofrecieron participar en un casting para formar un grupo de teatro de improvisación. Me fue bien y empecé a estar en contacto con dramaturgos como Juan Vera. Ahí empezó realmente mi carrera. Dirigí una obra de Jorge Díaz, actué en “Playa negra”, de Vera. Después de dos años, él mismo me dijo “sale a buscar a otros directores”.

En uno de sus tantos trabajos como actor teatral, mientras montaba extractos de obras clásicas para colegios en el Teatro Cariola, Antivilo conoció a una actriz que trabajaba con Carlos Pinto. Gracias a ella, acudió a un casting y fue seleccionado para “El día menos pensado”.

“Interpreté a la Muerte bajando en un ascensor. Fue mi primer rol para la pantalla”, recuerda entre risas. “Después hice un protagónico como un jardinero fantasma. Así empezó mi carrera de malvado en la TV. Luego pasé al cine”.

—Ahí sí que te consagraste como tipo siniestro…

—Sí, pero he hecho de todo. En cine, yo fundamentalmente, acudo a los llamados porque voy a experimentar. Es como una lotería. Haces diez películas y de repente una sale buena. Pero voy siempre al cien, exigiéndome harto. La cámara tiene la capacidad de captar la verdad. En cinco minutos tienes que volcar todas tus emociones y ser verdadero. Con la experiencia, comprendí que representar la maldad tiene una función. Mi pega consiste en visibilizarlos, mostrar quiénes son.

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