En 1974, el fondo de pensiones de Phillips-Van Heusen vendió sus acciones en International Telephone & Telegraph (ITT), por lo cual sufrió una gran pérdida, en protesta por las donaciones políticas del conglomerado estadounidense. Fue, según informó Financial Times, el primer ejemplo conocido de acciones “antisociales” de una compañía que desencadenaron la retirada de una inversión atractiva.

La decisión, tomada por un panel de rendición de cuentas corporativa compuesto por gerentes intermedios de la compañía de camisas, no impresionó mucho al corresponsal de FT en Nueva York.

“Por supuesto, la idea de que un comité de conciencia juegue a David con el Goliat de la ITT e imponga su voluntad al enorme conglomerado es ridícula”, escribió, porque el trabajo de un gerente de cartera era simplemente “ganar dinero en lugar de hacer juicios subjetivos”.

Ese veredicto logró un consenso que era relativamente nuevo en ese momento, surgido del argumento de Milton Friedman de que el hecho de que una compañía buscara otra cosa que no fuera la ganancia (legal) sería “socialismo puro y crudo”. Los ejecutivos que decían tonterías sobre la responsabilidad social eran las involuntarias marionetas de quienes querían socavar la sociedad libre, había dicho el economista de Chicago en 1970.

La protesta del fondo de pensiones no tuvo éxito, pero el argumento de Friedman sí, estableciendo la doctrina de la primacía de los accionistas que ha definido el capitalismo anglosajón durante casi 50 años y ha definido un mundo cada vez más controlado por las corporaciones.

Buscar rendimientos para los propietarios de las compañías a costa de otras partes interesadas indudablemente ha generado mayores ganancias, generando una enorme riqueza para inversionistas y ejecutivos cuyas recompensas se han ligado a los rendimientos de los accionistas. Pero esto ha tenido un costo para empleados, clientes y medio ambiente; ha incentivado a las juntas a pagar menos impuestos; ha desviado el dinero hacia las recompras de acciones que favorecen las ganancias en lugar de hacia inversiones, y ha erosionado la confianza de la que dependen en última instancia las compañías.

Una década después de que la crisis financiera sacudió la confianza de los electores en el capitalismo, los desafíos al modelo de Friedman ganan ímpetu. Ahora están comenzando a converger en lo que parece ser una nueva visión del mundo, compartida por los principales ejecutivos e inversionistas y definida por una insólita alianza de consumidores, empleados, activistas, académicos y reguladores. Juntos, podrían romper un consenso que ha controlado los negocios por dos generaciones y ofrecer un nuevo modelo capitalista basado en las consignas del propósito, la inclusión y la sostenibilidad.

Sin embargo, para que esta reforma capitalista tenga éxito, tendrá que demostrar que es más que simple tendencia, sobrevivir a ciclos negativos del mercado y persuadir a un público cuya fe en las élites corporativas e institucionales sigue frágil.

Tras los beneficios sociales

La mayoría de los capitalistas entrevistados por el FT recientemente se parecen más a los fabricantes de camisas de la década de 1970 que al economista ganador del Nobel. Durante el año pasado, varios líderes empresariales se han quejado conmigo de que ningún analista de Wall Street les pregunta acerca de sus esfuerzos para enfrentar el cambio climático y he escuchado a Paul Polman, presidente ejecutivo saliente de Unilever, preguntar provocativamente: “¿Por qué deberían los ciudadanos de este mundo mantener compañías cuyo único propósito es el enriquecimiento de unas pocas personas?”.

Sorprendentemente, sus argumentos se han hecho eco entre los mayores inversionistas del mundo, mismas personas que parecen estar en mayor riesgo ante cualquier cambio de los intereses de los accionistas.

Si bien el artículo de Friedman proporcionó la argumentación intelectual para la idea de que la única responsabilidad social de una compañía pública era aumentar sus ganancias, el texto catalizador de la nueva era del capitalismo consciente fue una carta enviada a los jefes ejecutivos hace un año por Larry Fink, de BlackRock, quien, con US$ 6,3 billones de activos bajo gestión, cuenta como el mayor inversionista de todos.

Como los gobiernos no se preparan para el futuro, escribió, las personas recurren a las compañías para que éstas ofrezcan no sólo rendimiento financiero, sino también una contribución positiva a la sociedad, beneficiando a clientes, comunidades y accionistas. Sin un propósito social, sostuvo, las compañías no hacen las inversiones en empleados, innovación y gastos de capital necesarias para crecer a largo plazo, y la rentabilidad superior para compañías como BlackRock.

Fink dista mucho de ser voz solitaria. Los activos en fondos estadounidenses que tienen como objetivo producir beneficios sociales o ambientales y rendimientos financieros se cuadriplicaron hasta los US$ 12 billones en la última década, impulsados parcialmente por millennials que, según encuestas, tienen dos veces más probabilidades que las generaciones previas de desear que sus pensiones se inviertan responsablemente.

Nuevos debates

Una década después del colapso de Lehman, sólo una pequeña mayoría de los estadounidenses tiene una visión positiva del capitalismo (la mayoría de entre 18 y 29 años favorece el socialismo). ¿Tendrán esperanzas de que los capitalistas hagan del mundo un lugar mejor? Y como no hay escasez de los escándalos corporativos, desde las cuentas falsas de Wells Fargo hasta las intrusiones de Facebook en la privacidad de sus usuarios, ¿puede la sociedad confiar que los negocios decidan qué es mejor para la sociedad?

Una respuesta, sostiene Fink, es que a los gobiernos se les tiene aún menos confianza. Su carta de 2018 fue inspirada, dice, por el fracaso de la globalización y el multilateralismo, y lo que percibió como una creciente frustración global de que los gobiernos hacen por sus votantes.

En el año previo a su última carta, señala, los presidentes ejecutivos estadounidenses se pronunciaron a favor del acuerdo de París sobre el cambio climático y renunciaron a los consejos empresariales de la Casa Blanca después de la confusa respuesta de Trump a la violencia de supremacistas de raza blanca en Charlottesville. Nos guste o no, a los negocios ya se les está arrastrando hacia los debates más espinosos de la sociedad, desde la inmigración hasta los derechos de las personas LGBT, a menudo por parte de consumidores y empleados a quienes les resulta más fácil influir en las marcas que en los funcionarios electos.

Los inversionistas institucionales se están convirtiendo en efectivos activistas ambientales y el concepto de presidente ejecutivo activista ya no suena a oxímoron. Como muchos gobiernos tienen mala reputación, los líderes de las finanzas y los negocios han recibido la oportunidad de encabezar algunos de los problemas más importantes de la sociedad. ¿Aprovecharán dicha oportunidad?

Colin Mayer, de la Escuela de Negocios Saïd de Oxford, argumenta que deben aprovecharla, porque la doctrina de Friedman de concentrarse sólo en las ganancias ha actuado como una restricción antinatural sobre las varias formas en que una compañía puede atender a sus representados. Ha sido apenas en los últimos 50 años que hemos sido testigos de la “conversión de la corporación multipropósito y orientada al público en una entidad egoísta y centrada en sí misma”, escribe el economista en un nuevo e influyente libro, Prosperity. Priorizar los intereses de los accionistas antes que los de los empleados, el medio ambiente o los de las comunidades puede haber tenido sentido cuando el capital financiero era escaso, dice, pero ahora las finanzas son abundantes, mientras que el capital humano, natural y social escasea.

El manifiesto de Mayer replantea el lugar de la compañía en la sociedad, argumentando que su propósito es “producir soluciones rentables para los problemas de las personas y el planeta”. Las ganancias se derivan de la búsqueda de un propósito social más amplio.

Es una visión atractiva, pero ya tiene detractores. Según Anand Giridharadas —ex miembro del grupo de estudio del Instituto Aspen y autor del libro de 2018 Winners Take All—, las “buenas obras” corporativas no son más que “una farsa de la élite” que les permite a los plutócratas sentirse mejor consigo mismos mientras esquivan los desafíos reales al sistema que los hizo ricos.

Jay Coen Gilbert es uno de los fundadores de B-Lab que en 2007 comenzó a certificar un nuevo tipo de compañía llamada Corporación B, con el mandato de beneficiar a todos los interesados y el compromiso de someterse a pruebas periódicas de su impacto social y ambiental. Conforme el sector empresarial convencional se orienta más hacia sus misiones, las grandes multinacionales muestran mayor interés, desde los bancos hasta las compañías de energía. Danone North America se convirtió en Corporación B en abril pasado, uniéndose a otras 2.600.

Incluso los partidarios del capitalismo consciente que preferirían rebalancear las prioridades de las compañías dentro del sistema actual admiten que hay obstáculos en el camino hacia la reforma. El mayor: cómo medir algo tan vago como el propósito, el cual puede abarcar desde tratar a los proveedores de forma justa hasta reducir emisiones de carbono.

Algunos ven una oportunidad en la necesidad de mejores datos: el presidente ejecutivo de EY, Mark Weinberger, predice que la tarea de evaluar semejantes parámetros para los clientes algún día será un negocio tan importante para su firma como lo son hoy las auditorías financieras. Pero nadie ha inventado todavía una forma de medir el propósito que sea tan simple como el resultado final de una cuenta de pérdidas y ganancias. Si una compañía no alcanza su objetivo de rentabilidad, los inversionistas, los periodistas e incluso los algoritmos saben cómo responder. Pero, ¿cómo reaccionar si no cumple con su propósito declarado?

Mientras los inversionistas activistas y los postores oportunistas estén esperando para abalanzarse sobre las de bajo rendimiento, ninguna junta descuidará los parámetros que impulsan más sus acciones. Y mientras que el movimiento de propósito-antes-de-ganancias ha cobrado impulso en un mercado en alza, no sabemos cómo le irá en la próxima recesión.

Fink y Polman se han convertido en influyentes campeones para el modelo orientado a un propósito, pero están en una corta lista de nombres que suelen aparecer en la mayoría de las discusiones sobre este movimiento.

“China, India y otros países no están involucrados en lo absoluto”, dice Elizabeth Littlefield, veterana estadounidense del desarrollo que preside el foro de inversionistas de Global Impact Investing Network: “Me preocupa cómo hacer de esto un movimiento global”.

Un presidente ejecutivo, quien no quiso decir esto de oficialmente, comentó: “Casi todos nuestros clientes están interesados en qué podemos hacer para limpiar el medio ambiente y otras cosas. Se puede decir que es uno de sus valores fundamentales… hasta que les decimos el precio”.

En resumen, el primer movimiento en favor del capitalismo consciente todavía está lejos de ser omnipresente y carece de datos confiables, pero ¿buscar algo más allá de las ganancias es peor que el enfoque de Friedman?

Críticos como Giridharadas preferirían que la sociedad se concentrara en restablecer la política como el foro para abordar sus desafíos. Pero como a los políticos se les ve con más sospecha que a los presidentes ejecutivos, los capitalistas conscientes pueden ser una mejor esperanza.

La búsqueda de un propósito no terminará con las preguntas sobre cuánto deben ganar los presidentes ejecutivos, qué salarios e impuestos deben pagar las compañías o cuánto poder corporativo tolerará la sociedad. Tampoco los inversionistas dejarán de juzgar a los presidentes ejecutivos por los precios de sus acciones. Pero 50 años de priorizar a los accionistas ha mermado la confianza de los no accionistas hacia las corporaciones.

Conforme el interés propio de las compañías converge con los intereses de otras partes interesadas, quienes quieren mejorar el mundo tienen la oportunidad de atraer para su causa algunos de los instrumentos más poderosos para el cambio. Deben aprovechar la oportunidad que les ha dado este momento decisivo de ética de las empresas.

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