CLAUDIO CORTES

Desprendido de los géneros, Roberto Merino (57) ha articulado una obra poco convencional en la literatura chilena.

Profesor de literatura, autor de antologías, ensayista, poeta, pero fundamentalmente conocido por su trabajo como cronista, goza del prestigio de contar con un público selecto: lectores que lo siguen con devoción y que nunca se pierden sus columnas en LUN y El Mercurio.

Con Merino nunca se sabe por dónde irá su escritura, ya que la tendencia de sus crónicas, desde hace años, es irse por las ramas del yo, perdiendo el hilo, articulando una narrativa personalísima que no necesita planes previos para desarrollar ideas, sino que utiliza una conciencia indagatoria que, con talento y humor, escruta con perplejidad su biografía.

Recién operado de cataratas (volvió a leer), cuenta que no soporta escribir en su casa, y suele vérselo en el Drugstore en Providencia como parte del paisaje urbano, ya sea escribiendo, tomando café, hablando con amigos, o simulando escuchar música con unos grandes audífonos para que no se le peguen los lateros.

Cada libro de columnas que publica conforma una suerte de diario de vida parcial de un personaje que se descompone en varios sujetos, alter egos literarios, que pueden ir desde el sujeto sombrío y melancólico que aparece en “Pista resbaladiza” hasta el narrador sabio y luminoso de “Por las ramas” (Hueders, 2018), su último libro, un compendio de espléndidas columnas narradas por un tipo deslumbrado por la naturaleza, el paisaje y el mundo animal. “Este libro (“Por las ramas”) es una idea de Cecilia Gajardo y Luz María Astudillo. Ellas hicieron la selección y todo el trabajo pesado, yo metí la cuchara muy al final. Lo leí con distancia”, explica en el Tavelli, su segunda casa.

—Pareciera que la mayoría de tus libros se le ocurren a otras personas. ¿Es así?

—Yo creo que es una manera de operar. Una intervención inconsciente mía para favorecer esa dinámica.

—Pero has llevado la vida de un escritor por encargo.

—En cierto modo. Si tú tienes que escribir por compromiso todas las semanas una columna, difícilmente podrás escribir un diario de vida. Hay ciertas cosas de la experiencia que se van canalizando por ahí. Si no tuviera esta salida permanente, capaz que fuera un escritor como lo era cuando chico. Quizás escribiría todos los días algo. Entonces voy alternando. Un día puede que no escriba más en los diarios y siga escribiendo por mi cuenta.

—Lo que no te gustan son los géneros literarios.

—Me cuesta un poco la adhesión a los géneros muy establecidos. La poesía la considero más bien un fenómeno; un fenómeno de la experiencia. Algo que tiene que ver con la conciencia. Yo veo la escritura como una forma de vivir, pensar y ver el mundo. Me gusta que mis libros se les ocurran a otros, que vengan del deseo ajeno. Eso involucra que el libro está un poco testeado. Si alguien tiene el deseo, significa que otros lo pueden tener.

—¿Pasaste de escribir crónicas documentadas a reportearte a ti mismo?

—Entre las crónicas primeras y estas últimas hay una variación en la presencia del yo. Pero es un yo difuminado, medio fantasmal, el que ha ido tomando el protagonismo. El paso por el periodismo me dio una especie de confianza que tiene que ver con desbaratar la solemnidad del rito literario e ir directo al grano. Cuando era joven y estaba metido en la cuestión literaria le daba demasiada importancia a las palabras. Y este prisma del periodismo me otorga una distancia. Todas las palabras son reemplazables y eso me sirve para adoptar soluciones.

—En tus crónicas has optado cada vez más por la digresión, a irte por las ramas, desarrollando una escritura indagatoria.

—Le tengo gran aprecio a las posibilidades intelectuales que ofrece la digresión. Confío en ese terreno incierto. Y luego me parece que las cosas más inteligentes que puedo llegar a escuchar o leer siempre vienen de una mente digresiva. Las cosas más atractivas. Las proposiciones sobre el mundo más certeras.

—¿Tienes algún tipo de procedimiento metodológico para activar la memoria creativa a la hora de escribir?

—No. Son rudimentos metodológicos que más bien tienen que ver con la neurosis. Me instalo en lugares públicos (cafés, bibliotecas) donde haya otra gente. Básicamente eso. Sobre todo en las mañanas no puedo escribir en mi casa. Es como inhabitable. Por eso salgo, y además es la hora en que se me ocurren cosas. Me levanto tempranísimo. En esa franja de transición entre el sueño y el despertar.

—En la duermevela se suelen traspasar los sueños a la escritura.

—No los puedo identificar plenamente pero supongo que los traigo del sueño porque generalmente amanezco con un tema, pensando en algo. Y eso lo elaboro después en la ducha y probablemente es algo que soñé. Eso trato de prolongarlo en la escritura.

“No me interesa que sucedan cosas muy extraordinarias”

—¿Tienes enemigos internos para escribir?

—Sí. La lata y las ganas de estar haciendo otra cosa. Esos son enemigos presentes. La Natalia Babarovic me decía que para pintar ella necesitaba un momento previo de aburrimiento y que de repente algo se desataba y tenía pleno dominio del flujo de las cosas. Eso pasa también en la literatura. Hay como una pista de despegue para tomar vuelo que tiene que ver con el aburrimiento de la contemplación. El problema es que en la vida diaria esa pista uno nunca la alcanza a ocupar porque siempre pasa algo. Estás pajareando, pensando en tomar vuelo, y te llaman por teléfono, te urgen con algo, o te acuerdas de algo pendiente, un trabajo que hacer. Quisiera reservarme esa pista para tomar vuelo y que, por milagro, no pasara nada. Me gustaría que las cosas fueran así pero no suele darse.

—En una columna de “Por las ramas” aparece un personaje que tiene algo de voyeur, mirón, como el protagonista de “La ventana indiscreta”. ¿Te pasa eso?

—Sí, pero en este caso sería la ventana discreta porque no me interesa que sucedan cosas muy extraordinarias. No quiero ser indiscreto. No quiero enterarme de cosas que a otros les dan vergüenza.

—No quieres revelar secretos ajenos.

—No. Me interesa la vida en su nivel más plano. Tratar de descifrar una foto que hay colgada o el vestido de una mina que pasa por la calle. Ese tipo de cosas. La intimidad ajena me interesa pero no quiero ver infidelidades matrimoniales. Una vez fui a ver a un amigo que trabajaba en la torre de Economía de la Chile y me sorprendió mirando por la ventana las Torres de San Borja y me dijo que él hacía lo mismo. Miraba un departamento donde había una niñita que llegaba a cierta hora y estaba sola. La observaba como hacía el té, las tostadas. Todos los días miraba esta escena de soledad infantil que era bonita dentro de lo protegido, de lo íntimo. Esa mirada me gusta. Ahí hay una especie de empatía existencial. Ver alguien empelota no me ofrece demasiado interés.

—En esa misma columna cuentas que tienes un telescopio.

—Claro. Lo que pasa es que es un telescopio que era de mi abuelo, que quedó para mí, y yo lo usé mucho cuando chico. Mi hijo chico quien un día lo estiró y me dijo: “Negretti & Zambra”. Me puse a buscar y resultó que era la fábrica de instrumentos ópticos que tenía la Armada Británica. Eran unos italianos que se habían instalado en Londres en la primera mitad del siglo 19. O sea, que tenía cierta prosapia el telescopio. Ahí está y funciona perfecto. Antes lo usaba en la playa, me paraba arriba de una roca, empezaba a mirar gente, autos, era una gran entretención.

—¿Nunca lo usaste para mirar pájaros, tema recurrente de tu último libro?

—Mi interés por los pájaros es tardío. Yo creo que como a los 30 años me empecé a interesar. Antes no se me hubiera ocurrido fijarme en un pájaro. Curioso. Tengo 57 años y me he dado cuenta que antes uno pensaba que la vejez era un estado inmutable. Y me parece que uno cambia siempre. Aparecen nuevos gustos, te dejan de gustar otras cosas, es como casi una especie de adolescencia.

—Se supone que los viejos se van rigidizando, cerrándose en sus prejuicios.

—Lo que pasa es que uno se va haciendo viejo y la comedia humana la has visto tantas veces que uno se va haciendo escéptico respecto a las buenas intenciones, a los que rasgan vestiduras, a las promesas de los políticos.

—¿Ese escepticismo te otorga cierta libertad?

—Yo creo que sí porque en mi caso no es amargo. Yo todavía tengo energía para vincularme con todo tipo de personas y a la gente joven le tengo buena onda de por sí, pero también veo que son soberbios, enfáticos, radicales, y cacho que todo se les irá desbaratando con el tiempo. ¿Por qué quieren juzgar? No sé, a veces son muy lateros. Esta nueva generación de los fiscalizadores es extraña.

“Primero se opina y

después se piensa”

—Los jóvenes adoran la transparencia.

—Todos se volcaron en masa a encontrar culpables. Yo siempre defendí a los jóvenes antes que a los viejos. Hay una cosa en la narratividad de los viejos muy desagradable que consiste en valorar su propia experiencia en detrimento de las experiencias ajenas. Entonces, siempre opera el tópico: “la música que le gusta a los jóvenes no se compara con nuestra época”. Es muy desagradable y viene de la inseguridad humana respecto al valor de las cosas que les tocó vivir. Algunos creen que los jóvenes están pasando por un trance muy grave porque usan computador y celulares y que algo auténtico se perdió. ¿De adónde sacaron esa huevada?

—Escribiste que antes los jóvenes pedían libertad y ahora piden fiscalización.

—A mí me tocó la lucha generacional en que el padre era muy restrictivo y te ponía los límites más allá de la cuenta. Experimentabas esa realidad como una cosa adversa, castradora. Y por lo tanto, los discursos eran libertarios, individuales, tenían que ver con el crecimiento, con salir de la casa y cómo convertirse en una persona independiente. Y los pendejos posteriores son ideologizados, cosa que me recuerda los años 60, con lo cual supongo que no salió nada bueno. El ser humano tiende a ser dogmático y tiende a estimularse colectivamente en función de un enemigo, un culpable. Ahora acusan por Facebook, inventan cosas, y la reacción es echar a un huevón a los leones. Antes que se reflexione sobre la acusación, basta la mentira para que esa persona sea condenada socialmente. Como decía Raúl Ruiz: “En Chile, primero se opina y después se piensa”.

—Un amigo me decía que los días feriados le generaban un anhelo por ver colas en los supermercados y los bancos. ¿Qué te pasa con los feriados?

—Son espantosos. Es horrible porque se supone que los feriados son para disfrutar una huevada que llaman “en familia”. ¿Por qué te obligan? Yo sé que mis hijos no quieren disfrutar nada conmigo en esos días. Ellos quieren irse a la playa o ver a sus amigos. Ésa es una suposición muy idiota respecto a los tipos de sociabilidad posibles. Y por eso está todo cerrado, obligando a que la gente no pueda trabajar porque le sacan multas. Una cosa es impedir la explotación, que te obliguen a trabajar un día feriado, pero si uno quiere, ¿por qué no podrías hacerlo? Hay gente que necesita la plata. Ahora, más encima, Las Condes parece un país asiático musulmán. Están discutiendo si los menores de 14 años pueden andar solos en la calle después de las 10 de la noche. Ya no se pueden decir piropos, no se puede fumar, no se puede ninguna huevada. A mí me asombra la vocación restrictiva que se canaliza con tanto entusiasmo en este país.

LEER MÁS