El mundo entero tiene que comer menos carne, no hay otra cuenta que hacer porque no da, no alcanza.

El sistema no resiste”.

Di la teta en cualquier situación, no me importaba nada, es lo más natural del mundo. Estoy segura de que a muchas mujeres les gustaría amamantar más tiempo”.

En el Hotel Bidasoa de Vitacura, la mediática chef Narda Lepes es la estrella. Figura de la televisión argentina desde 1992 cuando debutó en el canal El Gourmet, autora de “Comer y pasarla bien” (2007) y “Ñam Ñam” (2017), jurado de la versión uruguaya de “MasterChef” y empresaria gastronómica con su restaurante Narda Comedor (2017) en Belgrano; lideró una charla para 40 mujeres donde abordó la maternidad, el liderazgo, la cocina y ser mujer.

Con 46 años, Narda se mueve con propiedad. Tiene un tremendo peso escénico y no se molesta cuando le piden selfies. “A veces uno trabaja como florero”, dice antes de describir el lugar de la mujer en el mundo gastronómico.

“Probablemente, hay menos hombres que mujeres en las cocinas de Latinoamérica, pero cuando se trata de dueños, de jefes de cocina, de chefs ejecutivos; ellos son más. El mundo de la alta cocina sigue siendo más masculino en los cargos altos”.

—¿Te sientes exigida a llevar la bandera del feminismo en este mundo de hombres?

—Es algo que hice naturalmente, pero sin pensar que levantaba una bandera, precisamente porque estaba ocupada haciéndolo. Ahora que tengo un poco más de tiempo, y miro hacia atrás, todo empieza a interrelacionarse. Pero mis banderas han sido esencialmente otras, en las que he sido más militante y combativa: cómo se comunica la comida a los niños, reclamar por una comida digna y que la subvención estatal no sea para cosas ridículas como el Fernet, en vez de que vaya a quienes producen vegetales ¡Me vuelve loca! Investigá las cosas que pagan impuestos y te vas a querer morir.

—¿Apoyaste el movimiento pro aborto en tu país?

—No pude dejar de opinar sobre ese tema. Son 300 mil a 500 mil abortos al año en Argentina. Y algunos me responden: “pero, bruta, si fuese así no habría humanidad”. Y ¿qué les vas a responder? Yo estoy a favor y muchos no entienden que es un tema de salud pública, que hay niñas de 17 años que tienen cinco hijos y que no tienen la opción de decir que no. Estamos en un momento en que lo personal es político y yo trato de expresarme cuando lo que siento es profundamente personal. Me cuesta mucho no poder decir cosas impulsivas porque lo soy naturalmente. Con este tema me informé mucho antes de tener una opinión y leí a muchos que no estaban de acuerdo conmigo.

Cuenta que en 2010, cuando fue mamá, con 38 años, recopiló la mayor cantidad de información que pudo sobre la lactancia.

“Di leche dos años y medio porque pude. Di la teta en cualquier situación, no me importaba nada, es lo más natural del mundo. Estoy segura de que a muchas mujeres les gustaría amamantar más tiempo, pero no pueden. Soy consciente de ese privilegio, y hay que usar eso para dar una luz. Y en cocina, que es competitiva, cuando estás buscando una carrera es difícil porque, al tener hijos, quizás no querés quedar cuatro horas más. Los horarios no ayudan”.

—Eres partidaria de llegar a los dos años con leche materna, pero en Chile, por ejemplo, son poco más de 5 meses de postnatal.

—Laboralmente no queda de otra. Un niño gana mucho tomando teta, digan lo que digan. Funciona bien. Un niño es lactante hasta los dos años. Preguntá un poco, está en la OMS. Ya no vivimos en familias grandes como hace 30 años y no estamos cerca de abuelos o tíos. A una madre se le pide todo: que críe, que trabaje. Antes lo hacía una familia entera con ella, ahora está sola.

—¿Qué opinas sobre el criar niños veganos?

—Niños vegetarianos, sí. Niño vegano, no. Hay siglos de cultura vegetariana hindú, budista. Equilibrios que componen una dieta sostenible en el tiempo. El veganismo es relativamente nuevo. Yo no experimentaría con mi hijo.

“Mientras más local eres, más internacional puedes ser”

El loco chileno no la enloquece. Sí lo hace el sándwich de pescado frito con tomate, cebolla, pebre y un poco de mayonesa; el pastel de choclo, con carne jugosa, pero sin grasa, agridulce; y la palta reina. En su selección de Argentina está el revuelto de gramajo —“carbohidratos fritos, una porquería”, bromea—, los buñuelos de acelga, la humita, el dulce de leche y todo lo que es casero.

Dice que una buena sal lo mejora todo y que, de Chile, tiene un bello recuerdo junto a su hija —Leia— en Puerto Montt. “A los dos años probó las ostras veinte minutos después de que las sacaron en unos canastos con un botecito. Una sensación de lujo en una cosa muy austera que no había visto nunca. Eso es un privilegio que tenemos los chefs, que no es económico, sino que de acceso. Comerlas frescas tiene otro sabor”.

Sin interés de que su restaurante en Belgrano obtenga estrellas Michelin quiere que sea un lugar donde una persona “de sueldo medio” pueda ir un día a la semana, o un día al mes o todos los días. Su cocina está abierta al público: “Está bueno para el cocinero que la cocina no sea una cosa misteriosa ni mística. Usamos técnicas con productos que cuesta encontrar, y no te contamos demasiado eso, pero si preguntás, te lo explicamos. Mi cocina no requiere un ejercicio intelectual”.

Hija de una clase media argentina, hizo ruido por tener garzonas de 60 años. “Quizás tuvieron que aprender a abrir un vino, pero aportan calidez. Vivieron un montón. Te cuidan. Te preguntan cómo te fue hoy. Y al cliente le gusta. Lo disfruta. Te hablan con una seguridad que los jóvenes, que si bien son más rápidos y pueden retener mejor un pedido, no tienen. Alguna puede estar con una rodilla mala y tiene licencia hace un montón, pero se levantan re-temprano, y se ponen más bonitas”.

—Tu compatriota Germán Martitegui, del Tegui, este año tomó su restaurante y se mudó a Mendoza para cocinar con productos locales. ¿Lo tuyo va en esa línea?

—Mientras más local eres, más internacional puedes ser. Ocurre que Argentina tiene un territorio muy grande y está todo centralizado en Buenos Aires. Un porteño no conoce casi nada de la cocina de Jujuy por ejemplo. Es un trabajo que hay que hacer porque el territorio está partido.

—¿De qué forma se hace?

—Cuando hacemos un plato de algún lugar muy tradicional, intentamos llamar a alguien que nos lo enseñe de manera muy particular. Si vamos a hacer un locro tucumano, que venga una señora de Tucumán; una que lo haya hecho 80 mil veces. No queremos ponernos a hacer boludeces. Porque un cocinero tiene sus vicios y no los puedes evitar. El tema es ser respetuoso con el origen de la receta. Si te fascinó y la quieres mostrar al 100% y le cambias el nombre y dices que la inventaste tú, eso está mal. Pasa que Latinoamérica está basada en la mezcla, entonces todavía no le damos bien al concepto de apropiación cultural. Todavía no tenemos idea qué significa.

—Has señalado que no crees en las “sobras”. ¿Cuándo una sobra es una sobra? ¿Cuándo se va a la basura entonces?

—La sobra es una sobra cuando vos dejás que lo sea. Porque lo decidiste antes. Si lo dejaste destapado, si fuiste al cuarto de cocina y dejaste la tarta fuera de la heladera, fuiste vos. Y sí, hay mucha comida fea, pero rica, que evidentemente no es lo mismo. El locro de nosotros es horrible visualmente, pero es riquísimo. En Instagram hay platos lindos, pero un cocinero lo ve y piensa: “esto es horrible”. Porque está crudo, o no está bien hecho, o está lleno de aceite para que brille más.

“El mundo tiene que comer menos carne”

—Me hablas de locro y tus favoritos de la cocina argentina son más bien vegetarianos, ¿tú comes carne?

—Como. Poca. Y la elijo bien. El mundo entero tiene que comer menos carne, no hay otra cuenta que hacer porque no da, no alcanza. El sistema no resiste.

—A ustedes que tienen la carne por abanderada, les va a doler…

—Y a ustedes también les va doler. No te creas. Y a los uruguayos. Y a los brasileños. Y a los norteamericanos. Porque comer carne es aspiracional: te va mejor, y comés carne. Es muy extremo, pero deberíamos empezar a usar la carne como sazonador, para que le dé sabor a otras cosas y no como principal. Sazonar con grasa, con hueso, de la misma manera en que usamos el tocino. El argentino tiene que aprender más de carne antes de seguir hablando de carnes. El argentino promedio no sabe de carne, no conoce el género del animal, no sabe si es novillo o ternera, no sabe la raza, no sabe si está estacionado o no. No sabe de qué región es. Vamos a una carnicería para el asado y pedimos carne argentina y sabemos que es buena, pero eso no se sostiene más.

—Carne y fútbol, tan hermanos.

—La carne es un poquito como el fútbol: una pasión ciega. Y hoy hay otros países con muy buena carne. Lo que sí, nuestra carne está ligada a un bagaje cultural y a un vínculo muy fuerte: quienes generan el asado. No es lo mismo comer carne argentina, que un asado con argentinos. No es la misma experiencia. Pero tenemos que aprender a sumar conocimiento.

—Estamos rodeados por once personas y dos cámaras en este salón y no te inquietas para nada. ¿Cómo se consigue eso?

—Es que estoy más grande que cuando comencé en televisión —susurra en voz baja, como si se tratase de un secreto—; estoy más segura, más preparada. Ya me acostumbré a decir cosas que incomodan un poquito y ya está. Pero trato de hacerlo con información para no decir frases de “miss mundo”. Me carga quedar como una boluda —entonces baja el volumen de nuevo—; que no quiere decir que no me haya pasado antes.

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