Los cuadros de Natalia Babarovic (52) son una extraña mezcolanza entre desolación, misterio y delicadeza. Desde un profundo conocimiento de la historia y la materialidad de la pintura, la artista reinterpreta fotografías encontradas, paisajes eriazos o pantallazos de youtube. Son escenas ambiguas y un poco anodinas, donde no se sabe mucho qué está pasando, pero se siente la tensión de lo que quizás pasó, podría pasar o está punto de pasar.

Un referente fundamental de su trabajo son fotos que tomó su abuelo Bosko Babarovic, en los años 70, y que ella rescató de cajas polvorientas. Sin ninguna pretensión, este inmigrante croata registraba, por ejemplo, una piscina vacía, la manilla de una puerta, una carretera incierta, alguien que habla con alguien o la hora que marcaba en un instante determinado su propio reloj de pulsera. Fue en esa atmósfera desviada y fantasmal que Natalia se reconoció y desde hace 30 años anda explorando las posibilidades de traspasarla a la pintura.

“Nadie se conoce” es un libro de 220 páginas que no sólo ofrece una perspectiva de su recorrido pictórico, sino también de su vida, sus vínculos con otros artistas y escritores, sus referencias y su relación con la escritura, que ha sido permanente. “Yo escribo cuando estoy trancada”, dice. Editada por Marcela Fuentealba (editorial Saposcat), la publicación (que bien puede leerse como literatura) incluye sugerentes textos de la editora, de la artista, de los escritores Roberto Merino y Matías Rivas, además de una entrevista realizada por Francisco Morales.

—A tus pinturas cuesta pillarles el foco, la acción principal. ¿Crees que tienen déficit atencional?

—Totalmente. Como las imágenes de mi abuelo, que era un tipo medio pegado, que le sacaba fotos a la punta de sus zapatos.

—Recrean un clima antiguo.

—Sí, no sé por qué todas me quedan como de los años 60. Yo nací el 66, igual que la Sinead O'Connor. Ella era mi ídola, porque además las dos teníamos mamás locas. Mi madre antes de morir de cáncer al pulmón, había dejado de fumar, la pobre, con harto sacrificio. Por eso yo digo que es mejor fumar hasta el final.

—¿Heredaste los genes depresivos?

—Si pos, hay harta mente enferma en mi familia. En todo caso, yo no conozco a nadie que no esté pitiado. Y la gente que está hiperadaptada, que está muy convencida de sus discursos, es la más pitiada, porque no son capaces de verse y de extrañarse de sí mismos. Y eso se nota en la manera en que hablan, con lugares comunes que se contradicen unos con otros.

—¿Vas a inauguraciones?

—Muy poco, porque tengo agorafobia; o sea, que las multitudes me producen ataque de pánico. Y la conversación light me produce angustia. Ahí me desdoblo y me viro internamente.

—Tus obras tienen esa distancia rara, esa especie de falta de compromiso.

—Si estuviera demasiado comprometida con las cosas sería parte de las cosas y no podría verlas. Esa sensación de extrañamiento está ligada al misterio, a un impulso medio místico, como sugiere Merino. El misticismo se cuela. De hecho, yo he sido creyente. Mi papá era pintor abstracto, era el genio de la casa y era comunista. A él no le gustaban mis pinturas, encontraba que yo iba para atrás, que hacía puros monos. Por rebeldía contra mi papá, a los 15 años yo era católica. Creía en la virgen, iba a misa, hacía ayuno y comulgaba. Y cuando comulgaba me sentía flotando, como en éxtasis místico, pero ahora cacho que era hambre no más.

—¿Te distancias de ti misma para poder pintar?

—Hay que salirse de uno y no cachar mucho. ¿Te has fijado que cuando uno está teniendo una relación sexual está como ciego? Uno no sabe cuánto tiempo pasó, se confunden las cosas. Cuando uno está pintando bien pasa lo mismo.

“Es bueno morirse y resucitar”

—Nunca has estado representada por una galería grande. ¿No será que espantas a los curadores y galeristas?

—A lo mejor, lo he pensado. La verdad es que no me ha llamado nadie, ni un curador, ni una bienal en mi puta vida. Pero en un momento me dio el ataque.

—¿De éxito o de no éxito?

—De éxito. Fue cuando Alfredo Jaar me compró obras, en 2013. Y todo Santiago se enteró y me empezaron a comprar. Me bajó la megalomanía. Mi peor pesadilla era encontrar un cuadro mío en los depósitos de “Nuñoa Recicla”, desde donde yo misma he recogido cuadros que la gente bota.

—Hace dos años, después de una exposición grande, dijiste que te podías morir tranquila. ¿Todavía lo piensas?

—Ya se me pasó. Tengo muchos planes. Es bueno morirse y resucitar.

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