Dice que no vive preso de nada. Su casa está en Pirque, lejos de la ciudad: una construcción que él, junto a un grupo de maestros, llevó a cabo. Hace poco terminó de armarse un estudio de grabación en su parcela donde recibe a grupos y cantantes emergentes, a quienes produce musicalmente sin cobrar un peso. Miguel Tapia ya tiene 54 años, pero todavía usa pantalones pitillo y mantiene la actitud y un bajo perfil que lo hicieron conocido como el “prisionero piola”, el menos polémico o conflictivo.

Amable, afectuoso, nos recibe en una tarde de sol y viento precordillerano. Tiene un estilo de vida sencillo, al punto que uno de los adornos de su baño es una Gaviota de Plata, que obtuvo con Los Prisioneros en la Quinta Vergara.

En los últimos tres años ha grabado dos discos con el grupo Travesía, junto a músicos de Cuba, Guatemala y Chile. Todos viven en Pirque y se visitan caminado por las calles de tierra o en bicicleta. Pero parte importante de su agenda la tiene ocupada en el proyecto “Los Prisioneros, Narea y Tapia”, que es lo que queda del grupo considerado el más importante en la historia de la música popular chilena.

Junto a Claudio Narea hacen un show con los grandes éxitos de la banda y hoy Miguel Tapia es el frontman. También es el dueño de la marca “Los Prisioneros”, y aunque los derechos de autor le pertenecen en su mayoría a Jorge González, hoy Narea y Tapia se pueden dar el lujo de prescindir de González e interpretar canciones como “Estrechez de corazón” en sus presentaciones en vivo.

Acaban de hacer cuatro conciertos en Colombia y de recibir un homenaje en Bogotá con una orquesta de cámara que interpretó “El baile de los que sobran”. Sólo hace unos días, la Comisión Chilena de Derechos Humanos le hizo un reconocimiento a la banda de San Miguel en la celebración de sus 40 años de existencia.

“Siempre he sido muy inquieto”, dice. “Quizás eso no se ha notado, porque tuve a mi lado dos compañeros muy expuestos. Claudio y Jorge de alguna manera siempre tuvieron un protagonismo más allá del trabajo musical. Yo estaba en un plano más secundario, siempre fui el de más bajo perfil de los tres, pero activo en lo que realmente quería destacar, que era hacer música. Mi vicio es prender las mesas de sonido, descubrir instrumentos, y jugar a hacer música en mi espacio. Ir a Santiago puede ser un estrés. A veces quisiera quedarme aquí y no moverme más”.

—¿Por qué no lo haces?

—Es que casi no paramos con “Los Prisioneros, Narea y Tapia”. Cada cuatro meses podemos hacer una pausa, un fin de semana, y hacer vida familiar, pero el resto del año estamos siempre con shows, cansados de viajar.

—Pese a su popularidad, se ha dicho que Los Prisioneros nunca tuvieron un estilo de vida de rockstars. ¿Fue así?

—Claro. Para darte un ejemplo, me acuerdo que en 1988 veníamos llegando de Colombia, en el peak de nuestra carrera. Habíamos llenado el estadio El Campín en Bogotá en medio de un fervor indescriptible. Aterrizamos en Pudahuel y al salir del aeropuerto había una van del sello EMI estacionada. Nos subimos con Claudio y Jorge. Saludamos al chofer: “Hola don Mario, ¿nos vino a buscar?”. “No, yo vine a dejar a Myriam Hernández”, nos respondió. Nos dio risa, pero finalmente ésa era la realidad de Los Prisioneros y de la música chilena. A las horas yo estaba en mi casa en San Miguel, luego de pasar a dejar a Claudio y Jorge. Recuerdo que saludé a mi familia, subí a mi pieza y por la ventana pude ver los techos llenos de objetos viejos y la ropa colgada en cordeles en las casas del barrio. Eso era yo.

—¿Te sirvió no jugar al ídolo de rock en los 80?

—Si me hubiera creídorockstara los 25 años de seguro hoy estaría medio perdido, porque tuve siempre esa mirada, desde mi punto de vista muy realista, de que fuimos una banda importante, pero éramos muy sudamerican rockers: vivíamos en San Miguel en esos tiempos. Ni siquiera éramos argentinos, que tenían una industria musical mucho más desarrollada y una población mucho más grande donde tu música podría finalmente haber sido un buen negocio. Éramos un grupo chileno no más.

—¿Te has preguntado por qué la música de Los Prisioneros no envejece?

—Porque, más allá de hacer música con contenido social, hicimos música pop, de acordes simples y sin mayores pretensiones. De hecho, la identificación de Los Prisioneros con temas sociales te podría decir que no fue intencional. Cuando con Jorge comenzamos a formar una banda —porque, sin desmerecer a Claudio, yo y Jorge comenzamos con el proyecto— nuestra idea inicial era hacer canciones de amor y pegar rápido. De repente salió una letra con algo de contenido social, nos gustó, nos dio por escuchar The Clash y seguimos ese camino. Ciertamente tener a un letrista como Jorge González era una ventaja y nos hizo el camino mucho más fácil. Por eso, la mayoría de las veces que tocamos ahora con Claudio hago una mención a Jorge porque para mí es una persona importante, es un viejo amigo con el que estuve en las buenas, en las malas. Es parte de mí y no me interesa borrarlo.

¿Reunión imposible?

—Hace unas semanas volviste a juntarte con Jorge González, ¿fue un momento feliz?

—Sí, me invitó para el relanzamiento de su disco “Nada es para siempre” y me alegró mucho.

—¿Qué sentiste?

—Me pasaron muchas cosas cuando estuve con Jorge. Sentí mucha lata al ver lo que le pasó. Lo primero que me golpeó fue ver su condición física y su estado actual. Yo no sé cómo se lo está bancando en el día a día, porque no lo había visto mucho, pero debe estar luchando por salir adelante. Recién ahora vamos a retomar el contacto y la amistad que tuvimos por décadas. No nos vimos durante un largo rato y por eso mismo me choca verlo, porque yo lo conocí en plenitud.

—¿Y cómo era?

—Era un hombre activo, que no paraba de crear, de componer y había que sacarlo casi a la fuerza de los estudios.

—¿Hay una parte de él que ya no está?

—Yo lo siento presente, pero evidentemente ya no es el mismo Jorge y eso nos apena a los que lo conocimos. No puedes hablar fluidamente con él, cuesta comunicarse y tener la relación que alguna vez tuvimos. Quiero traerlo a mi casa y compartir más con él.

—La idea de un reencuentro parece difícil por la misma situación de Jorge y las peleas internas que hubo en el pasado.

—A mí me gustaría mucho que todo fuera distinto. Sigo buscando un abrazo entre Claudio y Jorge y lo he intentado muchas veces. Yo tengo la suerte de ser un tipo que no guarda rencores, no me quedo pegado en la estupidez y eso me hace muy bien. Yo vivo contento así, pero entiendo que la situación entre ellos es muy personal y respeto sus decisiones.

—¿Cuándo descansas de Los Prisioneros?

—Cuesta. Yo sinceramente creo que el trabajo de Los Prisioneros ya fue, pero tengo la fortuna, a diferencia de otras bandas, de que la música que hice cuando tenía 20 años hasta hoy sigue sonando.

—¿Te gusta el tránsito que ha recorrido el rock chileno desde tus tiempos?

—En los 80 éramos imitadores del rock anglo y todos nos creíamos rockeros. Upa, Aparato Raro y los mismos Prisioneros éramos muy sudamerican rockers, pero en los 90 vinieron Los Tres, que del rockabilly pasaron a tocar cuecas y ahí hubo un cambio. Empezaron las fusiones de Joe Vasconcellos y varios más como Los Tetas, Tiro de gracia o Makiza, que hicieron música con identidad y muy exportable. También ahora hay gente con clara influencia del disco “Corazones”, como Alex Anwandter y Gepe. Me ha gustado mucho lo que se desarrolló en los 90 y los 2000, pero ahora como que estamos los mismos, y lo digo incluyendo a Los Prisioneros. Creo que hay como un letargo, una etapa muy pasiva que está a la espera de algo nuevo y una renovación que es imperiosa. Falta que se renueve la escena como en el tenis o en el fútbol. La situación político-social está súper candente y creo que de ahí algo va a salir.

—Al igual que hace 30 años.

—Exacto, pero nosotros ya no tenemos esa responsabilidad de decirlo. Siempre digo que Los Prisioneros no podíamos ser un títere de nosotros mismos, no podíamos ser una mala copia de lo que pasó en los 80. Los tiempos son distintos. Hoy la realidad nos muestra a todos incómodos por las deudas, pero cómodos en el día a día. Hay un conformismo impactante y antes no era así.

—¿Estás decepcionado?

—Uno tenía la ilusión de que las cosas iban a cambiar y hoy, a mis 54 años, y aunque viva súper bien aquí, tengo una decepción tremenda. Yo vivo feliz, tranquilo, pero no por eso no siento empatía con el indignado que sale a la calle. También me molesta lo que veo en las redes sociales. Se han trastocado tanto los valores, que si en estos tiempos eres noble, empático, buena gente, eres huevón. Yo soy lo más contrario a ese gallo amargado, bueno para tirar mierda que se esconde detrás de un Twitter.

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