Bajo la etiqueta de autor se producen las películas más académicas. El asunto es situarse lejos de cualquier receta”.

Luis Cristián Sánchez Garfias (1951), es un cineasta de culto, contracultural, desconocido para el público masivo en Chile, reacio a las entrevistas. Para ubicarlo tuvimos que cruzar mails durante semanas, tras vencer su inicial reticencia luego de un par de conversaciones vía WhatsApp. Sus películas, difíciles de encontrar, circulan entre estudiantes de cine. Algunas como “Los Deseos Concebidos” (1982) están disponibles en YouTube, pero el grueso de su obra está fuera de la órbita comercial.

La filmografía de Sánchez es considerada hermética aunque ha gozado de gran prestigio por parte de la crítica, teniendo una acogida exitosa en festivales internacionales como la Berlinale.

Cinematógrafo de la errancia, sus personajes se caracterizan por estar a la deriva, como el taxista de “El Zapato Chino” (1979) —su película más famosa— interpretado por Andrés Quintana (actor no profesional), eludiendo el esquema narrativo basado en el conflicto central, atribuido al cine comercial.

Su cine trabaja la lógica de la incertidumbre, dejando fluir la creatividad en el mismo rodaje, dando espacio al abandono, “que es la condición de toda autenticidad y soberanía”.

Ex alumno del Liceo Lastarria, cuenta que estudió Cine en la Universidad Católica y que fue alumno de Raúl Ruiz en tiempos de la UP. Guionista de numerosos filmes y series de televisión, se gana la vida haciendo clases en universidades y en la Escuela de Cine de Chile; su trabajo es objeto de análisis para investigadores connotados como el uruguayo Jorge Ruffinelli (“El cine nómade de Cristián Sánchez”), y ha dejado una huella importante en cineastas contemporáneos como Pablo Larraín, quien lo conceptúa como un maestro.

Soltero tras un par de matrimonios, vive solo en La Reina, y cuenta que se crio en el barrio El Golf, es hijo del escritor y Premio Nacional de Periodismo Luis Sánchez Latorre, Filebo, y de la periodista y actriz Mimí Garfias. Su adolescencia estuvo marcada por la influencia de la literatura, el contacto con la “Generación del 50”, y el conocimiento personal de amigos escritores de su padre como Pablo de Rokha, a quien recuerda con mucho cariño.

Se autodefine como un escribiente sin palabras por “tener facilidad de imagen” y confiesa que aprendió a dirigir cuando leyó el libro de conversaciones de Francois Truffaut con Alfred Hitchcock. “Es el gran maestro”, dice sobre el autor de “Vértigo”. “Estaba entusiasmado por la idea de convertirme en escritor y dramaturgo, pero el cine se cruzó en mi camino”, recuerda sobre sus inicios. “Sin mucha preparación tuve la osadía de dirigir un cortometraje, ‘Cosita'. Pero es mi naturaleza, estar siempre en la línea de fuego”.

—Se ha dicho que haces cine de autor. ¿Qué significa ese concepto para ti?

—Mejor hablar simplemente de cine a secas o de cine puro como quería Hitchcock, o de cinematógrafo, tal como lo pensó Robert Bresson. El asunto no es defender la denominación de autor porque bajo esa etiqueta se producen, hoy en día, las películas más académicas. El asunto es situarse lejos de cualquier receta y esperar, tal como el cazador a la presa, que emerja un aspecto inquietante y anómalo del mundo. La auténtica autoría implica justamente liberarte de pretensiones autorales y de cualquier forma de atadura, incluido el estilo.

Filmar sin plan

Por estos días trabaja en “La promesa del retorno”, su nueva película. “Es la historia de una estudiante de Arte que quiere entrar al Museo San Francisco, pero se resiste a entrar a mirar las pinturas porque sufre el ‘síndrome de Stendhal', una seria afección psicosomática que les viene a las personas frente a la belleza. Ella siente que la realidad, el mundo utilitario actual, está muerto. Entonces se pregunta cómo puede cambiar su vida, siguiendo la propuesta de Rimbaud. Su viaje iniciático es parte del reencuentro con las potencias vitales que encuentra en un museo, donde se supone que están el pasado y lo muerto, pero resulta que ahí está la vida. Lo mismo le pasó al propio Stendhal en Florencia cuando entró a un museo y vio unas pinturas maravillosas. La belleza lo sobrepasó, dejándolo reducido a nada”.

Dice no tener “un plan perfectamente urdido” antes de filmar: “El interés por un proyecto nunca surge como elección anticipada. Simplemente las figuras de un mundo determinado me toman por asalto y no me sueltan hasta que filmo”.

Enemigo de la narración trivial, cree que “el cine puede ser la forma artística más alta de resistencia porque fuerza a pensar lo que se resiste al pensamiento para crear, así, situaciones que escapan al sentido. Pero también puede ser la forma más baja cuando se rebaja a mero entretenimiento”.

—¿Tienes una vocación deliberada de trabajar fuera del mercado?

—Verdaderamente no sé en qué consiste realizar una obra para el mercado. Soy totalmente ciego para orientarme hacia fines utilitarios, jamás me resultó. En mi vida ha sido lo mismo.

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