La gran hacienda Longotoma tenía unas 57 mil hectáreas que iban desde la cordillera hasta el mar. El conquistador Pedro de Valdivia cedió estas tierras a Luis de Cartagena, uno de sus “compañeros” (1543).

Es un espacio como dibujado a mano por la mejor alumna de una escuelita rural. Didáctico, por su centro se ve fluir al río Petorca desde la cordillera al Oceáno Pacífico. Por el norte y el sur, suaves montañas acunan un amplio valle: allí dentro, el río y diez villorrios con frutales y sembradíos… urbanizan uno de los poblamientos con más historia y la más nítida fisonomía de eso que llamamos “lo chileno”.

Desde el mar, el valle comienza en la bahía Ligua y sube hasta el Artificio de Pedegua. Son unos treinta kilómetros que se hilvanan cada tres, cuando aparece un nuevo villorrio de calle larga.

Hacia la montaña, se alinean Las Parcelas; San Manuel (que tuvo Estación del F.C.); El Guindo; Casas Viejas; El Trapiche; Maitén Largo; Puyancón; Santa Marta; La Canela; Pichilemu… y, si el viajero aún tiene energía, puede llegar hasta el Artificio de Pedegua, que alguna vez fue estación de esos esforzados trenes a cremallera que iban al norte por la montaña.

Todos estos alfalfales, potreros, silos, bosques, minas, casas… conformaron alguna vez los hitos de la única y gran hacienda de Longotoma. Unas 57 mil hectáreas que iban desde la cordillera hasta el mar. El conquistador Pedro de Valdivia, como una Merced Real cedió estas tierras a Luis de Cartagena, uno de sus “compañeros” (1543).

También le “encomendó”, para su servicio, los indios que allí vivían.

Al tiempo, la estancia figuró como pertenencia del gran navegante Hernando de Lameros Gallegos, quién —sin conocer sus tierras— en 1605 las legó a la orden religiosa de Los Agustinos.

En el libro “Los Agustinos en Chile. 1548-1665”, se anota que en Longotoma, en el lugar llamado El Trapiche, en 1608 se fundó el convento de San Nicolás del Valle, que se mantuvo hasta 1640.

También, catorce años después habría llegado una imagen de la Virgen del Carmen al lugar.

Son datos que importan pues explican de donde viene la extrovertida religiosidad de sus habitantes y dan cuenta de una profunda cordialidad social, tan presente, que permite a una pequeña estudiante dibujar con seguridad la historia y geografía de este suelo, tal como si hubiese sido habitado siempre por una única familia.

El tiempo de los “ruices”

Desde La Canela se ve todo el valle abajino. Pueblos jóvenes, un débil y viejo río, caminos, huertos frutales (paltos y cítricos...).

Si se conversa con la gente, aflora mucha historia local, fervor y los nombres de sus cantores y poetas. Nombran a los bailes “La Sagrada Familia” (Puyancón) y a los de Santa Ana del Trapiche, ambos nacidos desde una cofradía ya disuelta, que existió desde “tiempos muy antiguos” en Santa Marta.

También hablan del máximo evento territorial: la peregrinación de la Virgen del Carmen, que dura unos tres meses y que se practica desde hace más de un siglo. La procesión comienza en Santa Marta y, tras recorrer los diez poblados regresa —un día 16 de julio— hasta su capilla de origen. Es una fiesta íntima, con muchos detalles piadosos y sin afuerinos.

Después de 279 años en poder de los agustinos, la hacienda fue comprada (en 1884) por José María Ruiz Buzeta. En 1920 la detenta su hijo Manuel.

Naturalmente, desde ahí en adelante fue repartiéndose a sus herederos. Al fin, hacia los años de 1940, Longotoma está dividida en cuatro partes: la Colonia, el fundo El Trapiche, El Guindo y la Poza Verde. El más pequeño, El Guindo, tenía 7 mil 384 hectáreas.

La Ley de Reforma Agraria se aprueba en 1964 y los fundos San Manuel, El Guindo, El Trapiche y Santa Marta deben ser reformados. Todo fue de dulce y agraz pues San Manuel, antes de la reforma había sido donado a una escuela rural y a sus más antiguos inquilinos, por su dueña, doña Victoria Ruiz Correa. El fundo Santa Marta, cuyos propietarios eran Marta Puelma y su esposo César León; más El Trapiche, de Carlos Ariztía, se resistieron a la ley y eso generó lucha por la tierra. Fue todo tan disputado que tras la expropiación nacieron los asentamientos “Los Tigres” (1969) y “La Batalla”. Todo esto es recordado por los campesinos más antiguos, aunque sus nietos —hoy prósperos agricultores— poco sepan de todo esto.

De esos tiempos, que eran de animales, papas, trigo, lentejas, garbanzos, cebada…, de recuerdo quedan algunos silos, corrales y bodegas que, además de guardar las cosechas y hoy unas cuántas ovejas, fueron signos de status y poder.

Intacta y enriquecida quedó la gran religiosidad iniciada por los agustinos y alentada por los antiguos patrones. También, las insólitas y bellas iglesias de Santa Marta y la de Santa Ana del Trapiche, ya en ruinas, y que siguen hablando de una dimensión material de la fe, muy poderosa y jerárquica, aunque distinta a la de hoy, expresada desde humildes capillas de madera, catecismo, rezos, y bailes chinos.

Allá bajo, mirando desde la altura, el río con tan poca agua, alimenta patos yecos llegados desde el mar y garzas venidas desde la madrugada. Y tanto caserío. Un universo nuevo nacido tras la Reforma Agraria, pues antes de ella las casas estaban dispersas. Todo, cubierto de flores, frutas y muchos intereses que hacen presión por el uso del agua. Es lo que se ve desde lo alto.

Quizá por tanta claridad, es que la niña Aleí, desde una escuela rural del valle, en una página en limpio, hoy dibuja con precisión esta maravilla que es el Petorca Abajo.

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