Yo no tomo con gente que no sea cercana a mi corazón. Tomo por placer con mis amigos íntimos, que son tres o cuatro”.

El día antes de esta conversación, César Fredes (73) recordaba una cazuela de pava con chuchoca que se comió hace más diez años en un club social de Cauquenes. Apenas cabía en el plato de lo grande que era. “Qué curioso ayer me acordé, era buenísima. Me habían invitado unos productores de vino. Ese fue un almuerzo memorable, sí señor”, cuenta sentado en la terraza de un café del Drugstore.

Las evocaciones del pasado se confunden con los sabores en este fundador de La Vinoteca y crítico gastronómico que por años fue uno de los más influyentes de la plaza. Sea el recuerdo que sea (su infancia en el norte, donde aprendió a cocinar en las hosterías que su madre tenía en Vallenar y Copiapó; su paso como periodista político en Venezuela; o el tiempo que vivió en un condominio construido por Fernando Castillo Velasco, a pocos pasos de una parrillada), siempre hay de por medio una receta o un aroma.

Con el estrellato que han conseguido los chefs en el mundo, hoy la cocina, aparte de su elemento placentero, ha devenido en ejercicio intelectual. Y Fredes, en ese sentido, pertenece a la vieja escuela, que desdeña los artificios. Su actitud contraria a las modas culinarias es una declaración de principios.

Su gusto por la comida chilena y sus juicios categóricos hicieron época en los lugares en que escribió: Wikén, Qué Pasa y La Nación. Si bien hace poco más de lustro que dejó los medios, tiene ganas de volver.

—¿En qué está hoy?

—En mucho. Ayudando a mi hijo Mauricio en La Vinoteca. Le gusta, es habiloso y sabe. Además, es más hábil que yo, entonces me desprendí del negocio casi con alegría. Podría haber seguido, pero es mejor que haya una sola cabeza que piense, que mande y que resuelva todo, y él está capacitado hace rato para hacerlo.

—¿Usted era malo para los números?

—No soy muy bueno y mi hijo es más aplicado. Si uno tiene un negocio debe estar encima, sin perder nunca la constancia, el tesón. Los negocios no se pueden dejar a la buena de Dios. Participo igual, es como si todavía fuera el dueño, me tienen mucho respeto, suelo ir para allá, hago degustaciones, así que estoy adentro y afuera. Pero ahora el patrón es él.

—¿Cómo ve el ambiente gastronómico?

—Está igual que hace cinco años, ni muy arriba ni muy abajo. No ha habido nuevos aportes, el ambiente no es tan exigente, no hay muy buenos cocineros, hay cuatro o cinco, pero no más.

—¿Qué lugares prefiere?

—Bueno, el «Plaza San Francisco», donde siempre se come bien, para almorzar eso sí, porque en la noche se ve como más lúgubre. Yo voy mucho al «Baco», porque si bien no es la mejor cocina de Santiago, ni de Chile, sí es una cocina muy respetable, muy digna, muy pareja; hay muy buen ambiente y no es cara. Y después hay que pensarla. ¿Cocina chilena? «Las Delicias de Quirihue» en calle Domeyko.

—Pero en los últimos años la cocina chilena dio un salto de calidad, con cuatro o cinco lugares en los rankings de lo mejor del continente.

—El tema es: ¿dónde se come cocina chilena? Y la respuesta es complicada. Hoy no se hace cocina chilena. Quizás «Los Buenos Muchachos», pero es más parrilla y es un lugar de celebraciones de oficina. No es para decir : ‘oye vamos al restaurante para comer una cosa rica'. El «Ana María» sigue siendo bueno. No es cocina típica, pero hay pato de campo, hay algunos mariscos y pescados buenos, pero, insisto, tampoco es para pensar: “¡me voy a ir a comer un pastel de choclo!”. ¿Dónde hay pastel de choclo? Casi no hay.

—Usted fue muy crítico con el «Boragó». En su momento escribió que para ir había que tener más buena voluntad que apetito.

—Es que no es una gran cocina. Cuando digo que quiero volver a escribir es que en cosas como esta tengo algo que decir. En términos generales pienso que la gente que alabó el «Boragó» y otros restaurantes no sabía mucho de lo que hablaban. ¿Con qué elementos de juicio comentaban? Eso tiene que ver con que esto no es fácil, hacer crítica de cualquier tipo parte por que el crítico conozca bien la disciplina. Una persona tiene que tener una larga experiencia en comer, cocinar y conocer muchas cocinas. Tú no te puedes sentar en la mesa y emitir juicios críticos, o ir a 10 o 15 restaurantes y de ahí criticar. Yo estoy de joven comiendo, preocupado y con interés por la cocina. Yo he viajado por todo el mundo y he comido mucho.

—¿Iría de nuevo al «Boragó»? ¿Le daría una segunda oportunidad?

—Es que no va a cambiar, ¿qué puede darme que no me haya dado? Rodolfo Guzmán no va aprender a cocinar, no va a poder armar un buen equipo. Las cosas son como son.

—¿Qué piensa de la crítica actual, que aplaude este tipo de restaurantes?

—No hay medios que le den un espacio importante y sistemático a la crítica, tampoco hay personas que ejerzan, en rigor, el ejercicio de la crítica. Quien tiene una muy buena pluma, sabe harto y es muy inteligente es Ruperto de Nola, pero él no hace propiamente crítica, aunque algunas veces comenta con fundamentos y ánimo crítico. Eso es lo más cercano que hay a la crítica gastronómica. Y no hay más.

“El afán de la comida no es dar remedios”

—Ahora comer tal cosa hace mal porque tiene esto y lo otro. ¿Nos hemos puesto muy complicados o siúticos?

—Eso es la mala orientación que hacen algunos periodistas que no saben ni de comida ni de medicina. Hay un programa de una niña (Connie Achurra) que se llama «Como me sano», pero el afán de la comida no es hacer de ella un medicamento ni dar remedios para la salud. Es para alimentarnos, para disfrutar de ella, no para estar sanito.

—¿Hay algún plato que eche de menos, que ya no pueda comer?

—No. A mí me gustan mucho las lentejas y los porotos. En el «Baco», Frederic (Le Baux, el dueño), que es amigo mío, hace unas lentejas que me da siempre. Las fue arreglando y yo les puse un pedacito de salchichón de Toulouse, con un pedacito de costillar, y al final les puso medio en broma «Lentejas Don César». ¿Dónde como porotitos? Es difícil y es una de las cosas que más me gustan. Yo he demostrado que puedo comer todos los días del año porotos, en serio. Cuando fui adolescente estuve interno en el Liceo de La Serena y cocinaban tan bien. Todos los días había dos platos: Porotos y otro cualquiera. Pero yo siempre comía porotos, y con placer. Cuando iba a mi casa en Copiapó, mi madre me preguntaba “mijito, ¿qué quiere comer mañana?”, y le decía “porotitos, mamá”. (Risas).

—¿Qué otro plato no olvida?

—En el norte también se come mucho guiso y siempre con arroz. Yo también como arroz todos los días. En mi casa se hacía pollo estofado, pollo arvejado, a veces riñones al jerez, carne al jugo y siempre acompañado por arroz. Cuando me casé, en uno de los primeros días mi señora me dio estofado, que me encanta. Me sirvió una linda presa de carne blandita, jugosa, con unas papitas y yo le dije “¿mijita, dónde está el arroz?”, “¿qué arroz?”, me respondió, “si esto es estofado y tiene carne y papas”. (Risas).

—¿Tomar un buen vino se estropea si uno no está con la gente adecuada?

—Sí, pero yo no dejo que se estropee. Yo no tomo con gente que no sea cercana a mi corazón, no tomo con huevones pesados o gente que no conozco. Tomo por placer con mis amigos íntimos, que son tres o cuatro, mi hijo y pare de contar.

—¿A usted le pasó la cuenta su vida gourmet?

—Gracias a Dios, nunca (y cuando dice eso, golpea la mesa dos veces). Hoy peso 78 kilos y normalmente pesé unos 90. Mis amigos de confianza me dicen hasta hoy “guatón”. Era más maceteado, no me privaba mucho en comer, pero uno se tiene que ir moderando con los años. Soy enfermo por el pan, no se ha inventado nada más rico, y si antes almorzaba con pan, ahora no. No ceno en la noche, a lo más un sanguchito de queso de cabra o alguna cosa ligera y té. Si voy a un almuerzo, desayuno ligero. Si tengo una comida, no almuerzo. No se puede comer dos veces al día a estas alturas del partido.

(Mucho más tarde, cuando se le pregunta por qué lleva bastón, Fredes, con humor, dice que le sirve para ahuyentar a los ciclistas que usan la vereda mientras da su paseo diario).

—Estuvo exiliado nueve años en Venezuela, cuando quizás ese país era el más rico de América Latina. ¿Cómo ve la crisis que allí se vive?

—Me da pena y rabia. Me da mucho dolor. A ese país se lo llevó el Señor. Como en todos los casos, son un poco culpables los ciudadanos también. El venezolano es inteligente y encantador, pero no son ni rigurosos ni trabajadores. Cuando yo llegué estaba de Presidente Carlos Andrés Pérez y ahora está Maduro, que es un tipo pintoresco no más. Yo caí parado en Venezuela, lo pasé muy bien allá, me trataron de forma excelente. Los venezolanos son admirablemente generosos.

—Usted dijo una vez que los cuicos comían muy mal. ¿Sigue pensando lo mismo?

—Me refería a la gente que en principio tiene un buen nivel adquisitivo, pero que no tiene gusto ni conocimiento, y eso en la cocina es fatal. Si no hay cultura ni buen gusto, aunque te saques el Kino todos los días no puedes comer bien.

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