Si no se advirtiera que existe un “Coinco centro”, un viajero presuroso se enmarañaría entre calles, callejones y pasajes que lo harían dar vueltas y vueltas.

Sucede que Coinco no es sólo Coinco y sus calles. Es que ellas, tal como una telaraña, se ramifican, entrelazan y comunican la hermandad urbana que hay entre Copequén, Coinco centro, Chillehue, El Rulo y Millahue. Se trata de un concéntrico urbanismo territorial en donde lo que ancla una idea de pueblo son su ruinosa iglesia y la municipalidad, un severo y bello edificio de raigambre colonial.

Está a unos 30 kilómetros de Rancagua. Bella llegada con viñedos y esas casas de pequeños agricultores que se esmeran ofrendando flores al paseante. De improviso aparece la plaza. Con arboleda muy tímida que contrasta con la antigüedad que se le sabe al poblado. Hay poca sombra. El viajero se da cuenta de que Coinco tuvo una fundación espontánea, libre, y que siempre valorizó sus calles curvas, sus casas coloridas, sus jardines bien cuidados y obsequiosos antes que obedecer a un trazado ortogonal. Hoy, sus veredas limpias y su impecable mobiliario público siguen diciendo que a los coincanos les gusta vivir allí, y que así entienden la civilidad.

Al fin, la antigua aldea de Coihuinco (cuyo nombre más dice de un sapito que de ‘agua del arenal' como está traducido) nació por congregación de gente alrededor de un templo y obtuvo su título de Villa en 1872. Unos cien años antes (1787) fue una Diputación de la jurisdicción de San Fernando. Hacia fin del siglo XIX era una subdelegación del Departamento de Caupolicán, y hoy una comuna.

La palabra del poblado

En el lugar (su centro), en 1863 se comenzó a construir el templo que en 1871 se erigió como la parroquia de San Nicodemo, presidiendo la plaza.

Ahora se ve con tristeza este edificio. Se trata de un gran volumen rectangular de única y larga nave central; sus muros están agrietados y su torre campanario —que tuvo tres cuerpos en madera— casi no existe. El terremoto de 1985 y el de 2010 le rompieron sus machones básicos. Inclinada hacia un lado, con su desaplomo indica que un nuevo sismo podría acabar con ella. En lo que queda de su cúspide flamea una bandera como si fuese un llamado a las entidades que deben encarar y eternizar su restauración y su vida.

Todo es lento en Coinco. Siendo una encomienda de indígenas en el siglo XVI, recién en 1948 se construyó el puente que lo unió a Doñihue, al otro lado del río Cachapoal. Ese mismo tramo se pavimentó en 1971. Paciente, pero próspero, tuvo una escuela en 1850 y un diario, La Linterna, en la década de 1920. Nunca fue un lugar adormilado y, aunque lento, también era parte de ese Chile que estaba al norte del río Cachapoal.

Parece que la palabra para definir Coinco es “placidez”. Es que no hay ningún nerviosismo que altere un recorrido por sus calles. Son anchas, extremadamente aseadas y la circulación vehicular no es avasallante como, por ejemplo, en Copequén. Pareciera que se compite por quién tiene el jardín más bello. Se ven muchas casas en construcción que siguen a su modo la estilística histórica colonial. Así, la villa contenida dentro de esta planta de “araña” reproduce sus casas con corredores techados y aporticados con pilares.

Caminar por la calle Francisco Díaz es una delicia de acontecimientos y silencio. Mucha de la carga patrimonial de Coinco está en sus palabras escritas. Por ejemplo, tiene unos callejones llamados La Cabrería, La Turbina, La Cuadra, Lantadilla, que cuentan de actos, artilugios, medidas y de antiguos habitantes que allí, en esa perseverante planta urbana, inscriben la historia para que no se olvide.

Extroversión festiva

También, desde su plaza, se ve que Coinco tiene unos mandatos. Uno de ellos es la urgente restauración de su Templo de San Nicodemo. No es poca cosa pues ese fariseo, junto a San José de Arimatea embalsamaron, perfumaron y sepultaron el cuerpo de Jesús. Además, el edificio es un Monumento Histórico Nacional (1969). Cosas míticas, históricas, materiales y simbólicas que se suman a su relación telúrica y territorial con el antiquísimo Cerro de Las Petacas o la circunstancia de que los límites parroquiales terminen en las eternas riberas del Cachapoal o en la Punta del Viento. Dentro del solar del templo, en su primer patio lateral (tiene dos), un intenso aroma de flores (jazmines, robinias y paltos) contribuyen con su fragancia a la bondad intangible de Coinco.

Para serenar tanta sacralidad hay que caminar por Díaz hacia Millahue.

Centenares de rosales y paulonias ponen el color y el aroma. Al paso, el Café Mokenake basta para un sabroso “break” excursionista. Si es hora de almuerzo, el restaurante “Voy y vuelvo” reconforta con un esmerado menú criollo.

Contritos o extrovertidos, estos coincanos siempre en enero celebran una Fiesta del Roto Chileno; y otra criolla en abril. Por supuesto que a San Nicodemo en agosto. Luego vienen las Fiestas Patrias que aquí duran una semana, y otra es la coincana en noviembre. La fiesta de la Inmaculada Concepción es el 8 de diciembre y hay más fechas para celebrar tradiciones, domaduras, rodeos y festivales de rancheras.

Coinco, en su maraña urbana, espera al viajero. Su modo de hacerlo es juguetón y profundo. Tanto, como para perderse en sus recovecos y encontrarse con el más verdadero “país de rincones”, como dijo el gran escritor Mariano Latorre.

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