Yo era el que hacía los mejores chistes con los delincuentes más avezados del planeta. Siempre alguien me salvaba, porque había estado armando joda con ellos la noche anterior”.

“Jerónimo es el que más se parece a mí”, dice Moma Adrianzén. “Cocina de esquina”, como la bautizó.

Es uno de sus tres restaurantes que son un hit en Lima, el lugar de moda desde que abrió en 2016. En Miraflores están también Chinga tu taco y Frida, la estrella de la comida mexicana.

Jerónimo aterrizó en Alonso de Córdova, donde ya repite el fenómeno de comensales esperando por entrar. No sólo por ser el Mejor Restaurant de Cocinas del Mundo en los premios Summum Perú 2018, también por la onda. “Más allá de ese «ven, que estamos todos», también merece la pena ir a Jerónimo por la comida”, dijo Ignacio Medina, el crítico de El País de España, a poco de abrir.

“Estoy seguro de que así va a ser”, dice Moma en Santiago, observando las mesas. A una semana de su inauguración, hay que reservar mesa con varios días de anticipación.

Con capacidad para 130 personas, el diseño es del arquitecto Ricardo Rocha, quien compró todo en Asia junto a Moma y su socio Alex Luo.

El nombre viene de la calle donde este chef peruano, de 42 años, vivía en México. “No me siento peruano para nada, mi comida viene de todo el mundo”, advierte él. En 2014 conoció en el gimnasio a su vecino Alberto Ituarte, empresario gastronómico, con quien comenzó la alianza.

“Cocina de esquina, porque tiene que ver con cada esquina donde yo comí, porque no me alcanzaba para otra cosa. Trabajé siempre en restaurantes de cocina de autor, de chefs reconocidos, pero cuando no estaba en eso, viajaba con poco presupuesto ofreciéndome como mano de obra”, relata.

Los fines de semana de Moma en la casa de sus abuelos en Lima eran gozar de la piscina y de un amplio jardín para jugar fútbol, en medio de eternas parrilladas, marisqueros y cebichadas. Su padre, oficial de la Fuerza Aérea (su abuelo fue general), es un cocinero innato y sacaban comidas para unas 60 personas. Así de numerosa es la familia que se junta unas tres veces al año hasta hoy. “Somos gozadores de la vida todos”, explica Moma.

Creció entre sibaritas, pero fue en prisión donde enfrentó su primera cocina profesional. La historia que no había contado públicamente hasta que llegó a Chile es que mientras estudiaba administración (“sólo por darle el gusto a mis padres”), a sus 18 años, cayó en la cárcel por tráfico de drogas. “Yo era una bala perdida. Yo estaba ahí porque me merecía estar ahí. Desde niño que mi vida ha sido en la calle. Era un rebelde, hijo de militar, que me iba contra los militares”, reconoce.

Estuvo preso hasta los 21. “En la cárcel fue la primera vez que tuve que atender a un público exigente”, dice sonriendo. Para reducir la condena se dedicó también a la carpintería y peluchería.

“Más miseria que la de la prisión no existe. Cuando tú quieres saltar el muro y ves a un hombre que se esconde y no quiere salir cuando llega la libertad, te preguntas qué vida podía tener él afuera. Esa es la cruda realidad”.

“El universo a mí me adora”

Apenas salió de la cárcel, entró a estudiar periodismo. Y en eso estaba, cuando el año 2000 su padre fue trasladado a Kuala Lumpur, junto a su madre y su hermano. Moma viajó para ayudarlos a instalarse por un par de semanas, pero se quedó cuatro años. Le impactó la comida. “La vida en Asia es muy linda, sin mucho puedes ser muy feliz”, cuenta.

“Yo soy buen pobre, me acomodo a lo que hay. Les decía a las señoras de los carros, «yo te corto, pero me das de comer». Les armaba su mise en place y les dejaba todo ordenadito. Al mismo tiempo, yo regalaba mis polerones, shorts, todo… Pucha madre, es que a mí me han extendido la mano muchas veces”.

Trabajó en Tailandia, India, Vietnam, Malasia e Indochina. Se hacía amigo de los locales y los visitaba en sus casas. “Un par de veces caminando pensaba: acá me cortan, venden mis órganos y nadie se entera… Estuve en casas que eran un solo cuarto. En el día levantaban el colchón e instalaban las piedritas y un wok para hacer su curry. Muy lindo, me invitaron a lo más íntimo de ellos”.

Viajó durante 16 años y abrió 18 restaurantes (como jefe de cocina u operador) en ocho países. “El universo a mí me adora. Estamos súper alineados. Yo creo en un ser supremo y si tú fluyes con esa energía, te devuelve las oportunidades”.

Moma agradece a sus padres que nunca lo abandonaron en sus momentos difíciles, y a esos amigos del alma que ama. Diego de la Puente, dueño de Osaka, es uno de esos que lo visitaron incansablemente en su estadía tras las rejas. “El, como la mayoría de mis amigos, se escapaba de sus padres para visitarme. Tengo fotos de un cumpleaños de esa época con 30 amigos, parecía que estábamos en mi casa (risas). El otro día caminamos de mi restaurante al restaurante de él, en Santiago. Y le digo: «Brother, míranos. Y no daban un mango por nosotros»”.

Ahora con Gaston Acurio (Panchita), Micha (Karai), Ciro Watanabe (Osaka) y Héctor Solís (que abrirá la Picantería) planean dejar un registro del desembarco peruano en Chile. “Somos una cofradía, si podemos ayudar, ayudamos. Estamos enfocados en hacer las cosas mejor”.

—Vienes de una buena familia, de buen pasar. ¿Cuando recorrías el mundo viviendo miserias, fuiste consciente de tus privilegios?

—Las cosas en mi vida se han dado, nunca las he forzado. Pienso en mi madre reclamando cada vez que me cambiaba de país. Siempre me he sentido bendecido, incluso en el penal. Siempre he tenido que comer, siempre una mano que me tendía un caldo caliente o un techo. A todos los niveles. Fue lo que me tocaba vivir. Porque no hay nada más ofensivo que quitarle la libertad a una persona.

—Pero te metiste en todos los problemas en los que pudiste.

—Dejé unos cuántos (carcajadas). Zafé de algunos, podría haber sido peor. Pero que a los 18 me hayan arrebatado de familia, amigos y costumbres, hizo que estar 16 años lejos de mi país fuera fácil.

Un camaleón

Moma es padre de Uma (10), que nació en Australia, y de Amaru (7), mexicano. “Mi papá nunca estuvo durante mi niñez, pero sus razones ha tenido. Yo he aprendido a ser con mis hijos un papá más que presente”, sostiene. Ahora separado de su mujer, se turnan cada semana con sus hijos. Ellos son protagonistas entre los 13 tatuajes que cubren su cuerpo; dibujados uno en cada brazo. Juntos practican Jiu-Jitsu y muay thai (boxeo tailandés) y viven en las afueras de Lima, en la playa al borde de una reserva nacional. “En la tarde con ruidos de pantano y en las noches con olas. Es un paraíso... Para quien necesite un techo, comida o cariño, mi casa está abierta”.

El 17 de septiembre de 2015 volvió a Lima desde Sydney, donde trabajaba —72 horas a la semana— con los japoneses y esa metodología que lo impresionó.

“Me había vuelto un chef corporativo y era responsable de una familia. Sentí que había perdido mis alas y mi brújula. Quería producir más dinero, tenía más chamba (trabajo) y estaba en modo automático. Volví a Tailandia con mis hijos y desperté. Recordé lo sencilla que era mi vida antes, cuando no necesitaba tanto lujo para ser feliz”.

Pensó en dedicarse a una taquería, pero llegaron los proyectos que ya lo han hecho famoso. Siempre con un equipo fiel que lo acompaña a todas partes. Para presentar Jerónimo en Lima, lo primero que hizo fue pedir que hablaran de las historias de cada uno. Por eso, sus barras y cocinas son abiertas. “Son gente bien hecha, con principios. Gente hambrienta como yo, de superarse y de salir adelante”.

Para él, que ha hecho de todo en sus restaurantes —y lo sigue haciendo—, fundamentales han sido su disciplina y el hablar siempre de frente. Además de una guía espiritual que lo acompaña en todos sus proyectos. “Todo lo mío tiene que ver con alineaciones de planetas; aperturas y marchas blancas. Todos mis lugares tienen yantras. Hago limpias de energía, porque es lo más importante”, señala.

Y con el mismo relajo con el que habla de su próxima apertura en Lima de cocina italiana, al estilo Moma, recuerda esos rocotos que echaba en las aguas de sus compañeros en la cárcel sólo por molestar. “Mi papá pagaba para que me pasaran a un sector especial, «al de blancos». Y yo pagaba de vuelta para volver donde estaban todos. Yo era un delincuente igual que el resto”.

—¿La mejor parte de la cárcel fue la cocina?

—La mejor parte fue ver las realidades de otras personas, entender este mundo más allá del que yo vivía. Yo me acomodo como un camaleón a la situación. Yo era el jefe del pabellón, el que hacía los mejores chistes con los delincuentes más avezados del planeta, a los que todos temían mirar. Claro, pensé en un par de momentos que me iban a violar, como en las películas, pero ahí me paraba con cara de maleante, ¡y me estaba orinando! Siempre alguien me gritaba y me salvaba, porque había estado armando joda con ellos la noche anterior. Me apadrinaban. Jugaba cartas con terroristas, porque siempre estaba jodiendo, empujando... Los únicos que no eran bienvenidos eran los violadores. El resto, hacían lo que podían para sobrevivir. Si me dejaba llevar por la tristeza, me iba a morir allá adentro.

—¿Qué pasó el día que saliste?

—Me acuerdo clarísimo. Un batallón de amigos me esperaba en mi casa. Fue una noche divertida. Pero yo ya dije: Ok, me enfoco en lo que hay que hacer, ya había perdido bastante tiempo. Los que me empujaron a las cosas que me llevaron al penal seguían siendo mis amigos. Y decidí partir. Pero no me arrepiento de nada, porque nada me quita lo bailado. Todo lo que cocino tiene que ver con mi vida.

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