Nacido en Teherán en 1932, el productor, antropólogo y explorador iraní, Abdullah Ommidvar Farhadi, es conocido por haber recorrido el mundo junto a su hermano Issa en dos motos Matchless en la década del 50, filmando más de 120 documentales, registrando material audiovisual sobre lugares remotos y tribus desconocidas en una época analógica y previa al turismo masivo.

Los hermanos Ommidvar, que hasta el día de hoy son héroes en su tierra natal donde cuentan con un museo que lleva su nombre, comenzaron una aventura en 1954 que los hizo mundialmente famosos, realizando un viaje que los llevó por Pakistán, India, el Sudeste Asiático, Australia, Canadá y el Artico hasta llegar a Sudamérica, incluyendo Chile.

Iraní de nacimiento, chileno por adopción y cineasta por oficio, hijo menor de seis hermanos, casado y padre de dos hijos, Abdullah Ommidvar, pese a llevar seis décadas radicado en Chile, todavía habla con acento persa y cuenta que se crió en un mundo en el que no existía televisión y dónde los relatos exóticos que su padre le contaba antes de dormir lo impulsaron a llevar una vida nómade, alejada de convencionalismos.

A Chile llegó en 1953 en tránsito hacia Buenos Aires. Tras dar una conferencia en calidad de rock star en el colegio Santiago College, comenzó un romance epistolar con una joven llamada Luisa Rosas Schenke que cursaba último año de humanidades.

Por casi cuatro años y medio, y en cada embajada de Irán a la que llegaba, Abdullah encontraba cartas de Luisa, pero dice que, por aquél entonces, aún seguía casado con su travesía documental y fiel al compromiso que tenía con su hermano de filmar el mundo.

Viaje enamorado

Cuando se cumplieron diez años de peregrinación y como ya tenía 31, el aventurero decidió sentar cabeza y le pidió matrimonio a su futura mujer por correspondencia. “Luisa, te quiero proponer una idea. Llevamos cuatro años escribiéndonos correspondencia y nos conocemos lo suficiente, pero ahora debo regresar a mí país. ¿Usted se casaría conmigo?”.

Abdullah dice que estuvo dos meses esperando sin obtener respuesta. “Ahí me bajó la preocupación hasta que me llegó una carta desde Chile con la misma dirección pero con otra caligrafía”. Resultó que la misiva era de la madre de Luisa y en ella le decía que no podía aceptar que su única hija se fuera a vivir a Irán. “Olvídese o busque otra manera”.

Abdullah no lo pensó más de 5 minutos y escribió: “Querida futura suegra: voy a ser preciso y le diré una sola frase que lo resume todo. Ya que la montaña no vino a Mahoma, Mahoma va a la montaña”. Se casaron el primero de diciembre de 1963 y en Chile gobernaba Jorge Alessandri, que terminó siendo su vecino.

Dice que, apenas se instaló en el país, se dio cuenta que el cine nacional adolecía de una industria fílmica sólida, escaseaban los materiales fílmicos y el nivel de los guiones era básico.

Por más de cuatro décadas, y a través de su productora Arauco Films, se posicionó como un emblema de cine chileno, participando en la producción de más de 30 largometrajes, entre los que destacan “Johnny Cien Pesos” y “Coronación”.

Creador de La Fundación Chilena de Imágenes en Movimiento, miembro del directorio del Centro Cultural Palacio de La Moneda, representante del Dalai Lama y fundador de la Sociedad Chilena de la Exploración, Abdullah es un tipo alegre y proactivo, provisto de una energía desbordante, que parece muchísimo más joven de lo que es.

En una amplia casona ubicada en la calle Clemente Fabres en la comuna de Providencia, que a la vez funciona como El Instituto Chileno Tibetano de Cultura, entre imponentes magnolios y jacarandás, Abdullah guarda parte importante del patrimonio fílmico local en dos bóvedas de concreto armado (climatizadas para conservar cintas de nitrato y acetato) a prueba de terremotos, incendios e inundaciones.

En su oficina, en el segundo piso del inmueble, abundan carpetas con archivos, globos terráqueos, máscaras de fiestas religiosas, banderas, recortes de prensa, diplomas (como el otorgado por la Cámara de Diputados en reconocimiento a su aporte cultural a Chile) y un preciado ejemplar de la séptima edición en inglés de su libro “Omidvar Brothers” (“In search of the world´s most primitive tribes” 1954-1964).

Su famoso programa televisivo de viajes, emitido en los años 70, se llamaba “Las mil y una aventuras de Abdullah”, tal como sus memorias publicadas en 1963. “En Irán somos una marca consolidada”, dice. Y cuenta que hoy tiene tres proyectos: “Primero, reeditar mi libro en castellano, porque en persa se vende como pan caliente, con tiradas de 15 mil ejemplares. Lo segundo es crear el primer museo de cine de Latinoamérica, “El museo de las imágenes en movimiento”, y el tercero es hacer una película sobre la vida de los hermanos Ommidvar”.

—¿Será un documental o una película de ficción?

—Una docuficción. La película empieza conmigo como niño en Irán y habla de mi relación con el Tíbet y su santidad el Dalai Lama, que ha sido muy importante en mi vida, desde que mi padre me habló de él en Teherán. De ahí se mezcla con los primeros viajes que hice junto a mi hermano Issa. Estoy escribiendo el guion.

—¿Fue difícil filmar sus viajes en una época donde la tecnología era mucho más básica?

—Claro. Nosotros filmábamos con una cámara BolexPaillard, sin batería, y cada rollo duraba dos minutos 47 segundos. Además, no era posible sincronizar con el audio. Mientras uno filmaba, el otro editaba. Eran equipos rudimentarios comparados con hoy.

—¿Cómo era el Chile de 1959 cuando vino por primera vez?

—Era una país sobrio, cálido y hospitalario. Nos alojamos en la Universidad Federico Santa María y los estudiantes estaban vueltos locos con nuestra visita. En ese momento no había televisión y recuerdo que se pasaban noticiarios antes de las películas y salimos en nuestras motos en todos los cines de Arica a Magallanes. Aún tengo esa película en mi bóveda.

—¿Y cómo era la industria chilena de cine, comparada con la iraní?

—Acá, en 1963 se filmaba una sola película al año, mientras que en Irán se realizaban 70. El cine iraní es famoso mundialmente. El año pasado murió el director más importante, Abbás Kiarostamí, y ahora tenemos un cineasta que se llama Asghar Farhadi, que es la única persona en el mundo que ganó dos Oscar como mejor película extranjera en cuatro años.

—¿Le parece que a Chile le falta identidad cinematográfica?

—Ésa es la palabra clave. Chile no tiene identidad cinematográfica. Es un cine que no tiene personalidad propia y que siempre está en búsqueda de temas fáciles como el sexo y el humor. Para que un cine tenga identidad debe tener raíces. Y eso no pasa aquí.

—Culturalmente, Irán es una potencia mundial.

—Es el país donde se publican más libros per cápita en el mundo. Yo no quiero menoscabar a nadie en Chile, pero nosotros tenemos una cultura milenaria y poetas como Omar Khayyam, Rumi, Sa´ Di y Hafiz. Ustedes tienen dos premios Nobel de Literatura y un lobby político importante detrás del aparato cultural del Estado, pero como Irán es un país islámico, estamos descartados para ganar cualquier premio.

—Patricio Guzmán dice que un país sin documentales es como una familia sin álbum de fotografías.

—Al llegar una de las primeras cosas que pregunté fue dónde estaba la cinemateca. Pero solamente existía un archivo fílmico en la Universidad de Chile que era administrado por Peter Chaskel. La verdad es que a mí me dio vergüenza ajena. ¿Cómo puede ser que un país no tenga una cinemateca? Es como un país sin una biblioteca nacional. En 1994, preocupado por el destino de mi archivo, formé La Fundación Chilena de Imágenes en Movimiento y comencé la tarea de formar una cinemateca que preservara la memoria audiovisual. Tengo cerca de 800 largometrajes, cientos de documentales y muchísimos comerciales.

—¿Guarda los afiches de las películas?

—Yo podría llenar la Estación Mapocho con la cantidad de material que tengo. También poseo una biblioteca con más de 6.000 mil libros sobre cine.

—¿Por qué es importante instalar un museo sobre el cine chileno?

—Yo no me puedo morir antes de verlo construido. Tengo 87 años y confío que voy a superar a Nicanor Parra. Yo trabajo todos los días 16 horas, incluyendo sábados, domingos y festivos. Es importante cuidar el cine porque nos ayuda a entender quiénes somos.

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