Desde 2000, cuando montó el proyecto del centro cultural Matucana 100, Camilo Yáñez (44) ha sido una figura muy activa en el mundo del arte chileno. Con 1 metro 93 centímetros de estatura, 105 kilos de peso y una voz avasallante, este artista y curador no pasa piola. Algunos lo admiran, otros lo encuentran hiperventilado y winner. Él se define como “un hacedor”.

Su casa y taller están en un cité de Recoleta, en calle Dardignac con Purísima. Allí, en el corazón de un barrio plagado de restaurantes coreanos y peruanos, boîtes, botillerías, chicos en skate y muchos cuerpos tatuados, Yáñez fabrica obras que asumen distintos formatos, desde grabados y pinturas hasta instalaciones, videos y esculturas.

En todos sus trabajos —conceptuales, emocionales y corporales a la vez— el artista comenta la historia y el presente de las calles de Chile, fijándose en hitos que concentran significados colectivos, como edificios emblemáticos o célebres titulares de prensa. Su arte —que está representado por las galerías AFA e Isabel Croxatto— se caracteriza por una mezcla entre una fuerte materialidad y un poético simbolismo social. Una obra importante es un video que registra la demolición y la remodelación del Estadio Nacional, lugar que encierra una de las memorias más densas de la historia chilena. En objetos y esculturas muchas veces utiliza rocas que recoge en la cordillera o bloques de cemento que interviene con objetos; en instalaciones y piezas gráficas recurre a textos para comentar el modo en que los medios de comunicación “inventan” la realidad, trabajando un afichismo de colores chillones, poco habitual en el arte conceptual chileno. “Cuando hago gráfica, me gusta que sea fuerte, sin miedo. Yo estoy chato con el monocromo. A mí me gusta el hip hop”, comenta.

Egresó el 98 de Arte en la Universidad de Chile y en el 2000 entró a trabajar con Ernesto Ottone, activando un garaje estatal abandonado, que luego sería el Centro Cultural Matucana 100. El espacio remeció la escena visual del momento, ya que permitió hacer exposiciones muy jugadas y a gran escala, mostrar obras completas de artistas de trayectoria y establecer diálogos con figuras internacionales. En paralelo, Yáñez siguió realizando y exhibiendo su obra personal en forma individual y colectiva, tanto dentro como fuera del país, pero siempre combinándolo con una activa participación en el campo del arte como curador y agitador. En 2007 entró como profesor a la UDP, y en 2009, a los 35 años, fue cocurador de la Bienal de Mercosur, en Porto Alegre, Brasil. Con ello se convirtió en el curador más joven que ha tenido este evento, realizando una puesta en escena muy experimental, que abarcó distintos espacios de la ciudad.

Su última figuración pública fue en 2016, cuando otra vez junto a Ottone, ahora convertido en ministro de Cultura, implementó el Centro Nacional de Arte Cerrillos: de nuevo se trató de recuperar un edificio estatal de fuerte carga icónica, ya que fue el primer aeropuerto de Chile. Ese año lo tuvo difícil, pues la empresa estuvo plagada de problemas y críticas que se convirtieron en debate mediático. Pero la institución quedó instalada con una muestra inaugural de su curatoría, donde reflexionaba sobre la relación entre imagen y palabra en los últimos 50 años del arte chileno.

“Cuando todo está sobreexplicado se pierde el deseo”

“Mi papá, cuando yo era chico, me decía que yo abría la boca para decir puras huevadas. Después, cuando ya fui grande, le dije: ‘Papá, cacha, esas huevadas que hablo me han permitido ganarme la vida'”, confiesa Camilo Yáñez medio en broma y muy en serio.

—¿Fuiste artista para demostrarle a tu papá que no hablabas huevadas?

—No, fui artista porque no quería hacer nada más. A los 15 años descubrí que no servía para nada de lo que se podía hacer en un colegio católico como el Luis Campino. Y me pregunté: “¿Qué puedo hacer sin que me digan lo que tengo que hacer”. Y dije “artista”. Me puede ir mal en la vida o puedo ser millonario, pero da lo mismo, porque soy “artista”, y ése es un camino que está fuera de las mediciones. Gracias a esa elección he podido sobrevivir a todas las circunstancias.

—Sin embargo, tras mucho tiempo de total independencia, estuviste un año como asesor del ministro Ottone. ¿Cómo fue pasar de tu taller, de un mundo volado, a la política pública?

—Yo creo que fue como un instinto futbolístico. Yo era un jugador en la banca y de repente me llamó el director técnico y me dijo “te toca entrar”. Se me convocó a una tarea: activar la política de artes visuales y eso fue lo que hicimos, con cosas malas y buenas, con polémica, pero ahora se ven los resultados. Cerrillos levantó un debate sobre la crisis que había en el arte y en la cultura en general. De hecho, la preocupación por los museos ha sido tan grande que este año sacaron al director del Bellas Artes y luego al ministro (Mauricio Rojas). El proyecto reveló la falta de mitología y de hitos materiales que aqueja al arte chileno, lo que nos obliga a colocar ortopedias del patrimonio. En este caso fue el aeropuerto de Cerrillos. Era un espacio con un gran significado simbólico desaprovechado que pudo convertirse en un hito material para el arte chileno.

—En el mundillo local te pelan porque dicen que te gusta el poder.

—El poder, por sí mismo, no sirve. Lo importante es el poder de hacer cosas y en ese sentido sí me interesa, porque cuando uno hace algo, cuando lo materializa, produce una transformación del conocimiento. En el mundo cultural falta meterse más en cómo hacer las cosas, cómo tomar el arado, picar la piedra. Hay un exceso de debate y de opinión, una aproximación excesivamente discursiva. Cuando todo está sobreexplicado las cosas se enfrían, se pierde el deseo. Y yo funciono por el deseo y la necesidad de vincular lo invisible con lo visible, de convertir las ideas en materialidad. En un país donde todo desaparece —las personas, los edificios, las obras— los artistas y curadores tienen que hacer aparecer.

—Otra cosa que genera suspicacia es que seas curador y artista al mismo tiempo. Algunos piensan que no se puede ser las dos cosas, que requieren actitudes y habilidades distintas.

—Yo hago cosas a distintas escalas, pero es la misma mecánica. No separo lo que es curatoría de lo que es creación de obra, para mí son dos ámbitos, pero que funcionan con la misma lógica. Un curador inventa una metodología de trabajo que responde a sus preocupaciones y a su sensibilidad. Lo mismo hace un artista. Y eso es lo importante, lo que puede resultar increíble o fome: la forma en que se hacen las cosas. No me pongo un traje distinto.

“No hablo desde un resentimiento”

—El crítico Guillermo Machuca decía que los artistas no se están haciendo cargo de la actualidad, y que el cine o el periodismo chileno superan al arte en su capacidad de cuestionar temas contingentes.

—Yo creo que sí están tocando la contingencia. Nosotros hemos tenido representaciones en la Bienal de Venecia, que elaboran el tema mapuche, el feminismo, etc. Pero falta una institucionalidad de arte capaz de hacer circular esas producciones. Ésa es la diferencia respecto al cine, la música o el periodismo. Y por otro lado, volvemos a la materialidad. El arte visual para ser potente necesita espacios físicos potentes y cuerpos materiales: edificios, obras, colecciones e imágenes que se difundan.

—Pero sobre todo faltan obras que toquen la cultura, que la perturben.

—Claro. Es que el arte no es sólo la obra, sino lo que pasa con ella. Algo muy interesante fue la obra de Spencer Tunick en el 2005, donde todo el mundo se empelotó a las 5 de la mañana, con frío. Habíamos liberado el cuerpo, éramos hombres, mujeres, homosexuales, trans, cagados de la risa, en medio del Parque Forestal. ¡Váyanse a la chucha los políticos! Eso fue una obra de arte increíble.

En el fondo estamos más reprimidos que hace pocos años, y más que en dictadura. Acuérdate las perfomances de ese tiempo, la audacia que tenían, ahora son impensables…

—Porque las personas que ahora administran los espacios son más conservadoras y hay muchas censuras implícitas que provienen de las corporaciones que financian esos espacios. Entonces te dicen: “Haz una exhibición, pero hay varios temas que no se pueden tocar, porque están fuera de nuestra política comunicacional”. Hay dos tipos de censura. La primera y automática es: “No tenemos plata”. La segundo es: “Lo estuvimos viendo y hay cosas que no nos parecen”. Si los artistas chilenos reunieran todos los textos e imágenes que han sido censurados ahora en democracia haríamos el manso libro. No hay problema en que los espacios estén manejados por corporaciones privadas, el rollo es que los funcionarios que ahí trabajan están más preocupados de salvar su pellejo que de hacer cosas interesantes y no arriesgan nada. Por eso el arte chileno es fome.

—El otro día pusiste en Facebook a un bisabuelo tuyo muy aristocrático, y con una amiga dijimos: “Camilo Yáñez quiere mostrar su alcurnia”.

—Claro, para que sepan que yo no critico por resentido, sino porque hay cuestiones que me molestan. Puedo criticar algo de mediocre o de flojo porque no hablo desde un resentimiento de clase.

—¿Te consideras aristocrático?

—Para nada, soy totalmente clasemediero, pero me encanta saber que soy pariente de Juan Emar y que heredé mi delirio de él. Es lo único que heredé, porque nunca he tenido plata.

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