Su figura encarna la compleja trama de la historia reciente del arte chileno. El crítico Guillermo Machuca (56) no solo es dueño de una reconocida trayectoria, sino que está a punto de convertirse en mito. Es, de hecho, un sobreviviente del intelectual bohemio: vive al margen del sistema de la familia y de los afanes de carrera profesional.

Desde los 90 es un activo comentarista del arte, curador, escritor y profesor. Nunca ha postulado a un cargo institucional: “No podría. La política cultural no me interesa, a mí me gusta el pensamiento de más vuelo, no andar opinando sobre temas pragmáticos, sobre quién está en qué cargo o por qué tuvo que renunciar el director del Museo de Bellas Artes. Además, yo no podría estar en un museo, por ejemplo, porque soy hiperkinético. Me gusta caminar, salir, almorzar con buenos vinos. No podría estar sentado en un escritorio”.

Hacer clases en la universidad es el único trabajo que ha soportado y donde lo han soportado. Pasó por la U. Arcis, donde se vinculó con intelectuales y artistas muy significativos, como Pablo Oyarzún, Nelly Richard, Eugenio Dittborn y Justo Mellado. También estuvo en la Diego Portales, donde nunca se adaptó. Y siempre ha enseñado en la Chile, su hogar hasta ahora, pues egresó de allí como Licenciado en Teoría e Historia del Arte, a mediados de los 80.

Partidario de la hibridación y de los vínculos entre arte, literatura y cultura de masas; en su hablar y en sus escritos, Machuca dispara asociaciones insólitas y carnavalescas. Mezcla información erudita sobre historia y teoría del arte con escenas de cine, temas musicales, noticias del fútbol, de la farándula y de la política. Por ejemplo, les muestra a sus alumnos el célebre video del futbolista Cóndor Rojas cuando, para sacar ventaja, fingió ser herido por una bengala en el Estadio Maracaná, autocortándose y sangrando. Y luego compara esa escena con una performance del artista Carlos Leppe, que también somete su cuerpo a violencia. “Un partido televisado es un montaje estético”, dice. Y todo esto sabrosamente sazonado con anécdotas del mundillo cultural santiaguino, donde los personajes suelen salir trasquilados. Hasta hace poco publicaba columnas de crítica en The Clinic: ahí aprovechó de lanzar sus dardos, habló de distintos temas y ejercitó a destajo su sarcasmo.

Machuca ha resistido en la era del papel, de los libros y los lápices. Compra todos los días el diario en el kiosco y, después de las clases, escribe y lee en bares y cafés del centro. Por las noches, si no sigue trabajando, sale de carrete con amigos músicos, escritores, artistas, periodistas o filósofos y también con sus alumnos y ex alumnos que aprenden, se informan y, sobre todo, se ríen mucho con él. Así ha ido conquistando una bien merecida fama de chismoso, al estilo de Truman Capote en el Nueva York de los cincuenta. Pero él dice que no es por maldad, sino que es “análisis sicológico”. Quienes conocen el medio, cuando leen sus textos se divierten adivinando a qué artista o intelectual está pelando a través de sus narraciones satíricas.

Ha escrito muchísimos textos críticos por encargo y publicado varios libros más autorales, entre los que destacan “Después de Duchamp”, “Remeciendo al Papa”, “Alas de Plomo” y “El traje del emperador”. Ahora, para la Feria del Libro, lanzará “Astrónomo sin estrellas”, donde recopila varios textos desmitificando artistas consagrados y levantando artistas más marginales, que son rockeros, grafiteros o hacen videos.

—¿Cuáles son las cosas que repites majaderamente en tus textos y clases?

—La importancia de recuperar la relación entre distintos campos de la producción cultural. Los artistas actuales no se juntan con los escritores. En las vanguardias siempre se mezcló el arte, la literatura, el periodismo y el cine. Y esa también ha sido mi experiencia. Siempre he tenido relaciones con personas que están produciendo en distintos campos. Antes había una producción más transversal, todo se mezclaba mucho más. Ahora el medio del arte no está atractivo en términos intelectuales. Todo se ha especializado y se ha segmentado demasiado.

—Una vez, hablando con Sergio Parra, él decía que el mundo cultural chileno se había aplanado, en comparación con lo que sucedió en los 80, cuando tú llegaste a Santiago.

—Sí, se ha descafeinado. El arte perdió cuerpo, las universidades se profesionalizaron y los artistas ahora exponen en espacios manejados por las empresas, donde hay directorios con personas del Opus Dei, lo que implica una serie de censuras. Entonces se genera un arte conceptual blando. Los artistas aparecen como haciendo algo crítico, pero están trabajando problemas que les preocupan al Estado y a los empresarios, haciéndoles el favor de pasarlos en limpio: el tema de los mapuches, de las minorías, de las mujeres. Están diciendo lo que hay que decir y contribuyendo a los discursos oficiales. Encuentro que en este momento el arte visual está muy por debajo del cine y del periodismo cultural. No compite con las películas de Larraín ni con los reportajes de Alejandra Matus.

—Hablemos de las obras que tematizan la discriminación.

—Es que en Chile, ahora, todos son víctimas. Todos son perseguidos y exhibicionistas y abrazan algún “ismo”. Hay una necesidad muy narcisista de declarar que uno cree en algo, defender una causa y de este modo darse importancia. Y por otro lado, hay un dogmatismo terrible. Estamos atravesando tiempos difíciles, de vigilancia y de supresión del erotismo y el humor. No se puede decir nada, ahora están todos muy sensibles. Se impone una corrección política que pretende ser transgresora pero es muy conservadora. Piensa en los 60, en las orgías, el movimiento hippie, el arte conceptual, el rock, era mucho más desinhibido. Pero luego vino la represión, es un efecto propio del capitalismo.

—¿Y en Chile?

—En el Chile de la dictadura había más liberación sexual en oposición al régimen. Piensa en las performances de Leppe, en Zurita masturbándose. Eso ahora es impensable, porque han aparecido grupos que controlan la moral y que están ligados al capital financiero. El capitalismo es un sistema cínico, otorga una falsa sensación de libertad para ejercer su represión sobre ella.

“Me aburre el intelectual profundo y sensible”

—¿Como te posicionas dentro de la categoría de crítico?

—No me identifico con los intelectuales que hacen carrera, sino con los más ilustrados y bohemios. Y con errores también. Con una vida más activa fuera de la universidad. Me gusta la intervención en la cultura de masas y pienso que eso hay que compatibilizarlo con ser buen académico. Uno tiene que estar en ambos lados.

—¿Qué artistas te interesan?

—Es mercantil decir que algo “me interesa”, prefiero decir que algo me “atrae”. Desde los ochenta he sido amigo de los serios, de los intelectuales y también de los reventados y punkis, que eran más sentimentales. Estos últimos me atraen más para escribir, porque tienen cuerpo, andan en la ciudad y tienen una idea un poco más arriesgada del arte.

—En tus textos siempre hay humor.

—Totalmente. Me aburre el intelectual profundo y sensible, me atrae más el intelectual jovial y ácido, como Nietzsche.

—¿Y en Chile, qué intelectual sería jovial y ácido?

—Enrique Lihn. Un tipo con humor y acidez.

—Tienes fama de chismoso

—Eso no es cierto. Lo que yo practico es el pelambre, que es superior intelectualmente. Yo relato mis análisis sobre otros. Hay grandes pelambreros intelectuales, como el mismo Nietzsche, que en su obra embiste contra la gente analizándola.

—Tú distingues varios grupos dentro del campo del arte. ¿Cuáles serían?

—Están los neo-conceptuales, que son jóvenes, salidos de la universidad; están los bohemios, más pop, pero igual con formación académica; están los grafiteros que están en la calle y que no tienen contacto con la universidad; y hay un cuarto grupo: “la ruta del vino”.

—¿Cuál es ese último? ¿Los que toman vinos reserva?

—Los que no necesitan Fondart ni tampoco hacer clases. Porque son cuicos, de Cachagua y Zapallar. Y son más cultos que los neo-conceptuales. Yo he pasado veranos con “la ruta del vino”. Y no tomando vino, sino whisky. Además me tienen respeto. Me comentan mis textos, los encuentran interesantes. Me tratan bien y lo paso bien.

—¿En cambio los pobres están más amargados?

—Sin Fondart están deprimidos.

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