Eduardo Bitran

Académico U. Adolfo Ibáñez y presidente del Club de Innovación.

Desincentivos

a la Transferencia Tecnológica

La ley que creó el Ministerio de Ciencia y Tecnología incorporó una indicación que establece para los proyectos Fondecyt que “el Estado tendrá derecho a una licencia no exclusiva, intransferible, irrevocable y onerosa”. A su vez señala que “si la institución o persona a la que se le asignaron los recursos logra comercializar” deberá “restituir el 100% de los fondos asignados, y una suma adicional equivalente al 5% de los ingresos obtenidos de la comercialización del derecho de propiedad industrial”.

Esta obligación de reembolso implica un retroceso en los esfuerzos que se han realizado para que la investigación generada por las universidades tenga un impacto en el desarrollo del país. Dicho trabajo ha sido un objetivo de los últimos tres gobiernos, con iniciativas como «Ingeniería 2030» o «Ciencia Innovación 2030». Este proceso ha encontrado resistencias en las universidades, especialmente por sectores que defienden un modelo que se orienta casi exclusivamente a la investigación fundamental, inspirada por la curiosidad científica, “el saber por el saber”. Con la indicación a la ley, se refuerza esta visión de “torre de marfil” del académico tradicional y se genera un daño al esfuerzo de vincular a las universidades con los desafíos del desarrollo.

El principal referente normativo para el tratamiento de la propiedad intelectual financiado por el Estado proviene de EE.UU. con el «Bayh-Dole Act» (1981). Esta disposición asigna la propiedad intelectual y los derechos de comercialización a las instituciones receptoras del subsidio, las que distribuyen los beneficios entre los inventores y la institución. Esta política generó un gran incentivo al desarrollo de tecnología y constituyó un estímulo para el rápido crecimiento de la industria de capital de riesgo. Esta norma no prevé reintegros para el Estado, sin embargo, establece la exención del pago de regalías por parte del Estado en casos calificados.

A partir de la polémica desatada, el Gobierno tomó la decisión de enviar un proyecto de ley para regular el conjunto de aportes que el Estado realiza para I+D. Así se genera la oportunidad de corregir lo aprobado y fortalecer los incentivos para que las universidades prioricen el impacto de su investigación en la innovación del país y en la transferencia de conocimiento y tecnología.

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Veo, entretanto,

que el Chile de

hoy es áspero, inclemente, con signos milenaristas difusos”.

Jorge Edwards

Me acuerdo del día exacto del entierro de Vicente Huidobro en los cerros de Cartagena, hace ahora setenta años. Enrique Lihn, que ya había publicado los poemas de «Nada se escurre», y Jorge Sanhueza, el ya legendario Queque Sanhueza, viajaron a los funerales en el tren de trocha angosta que unía a Santiago con Cartagena. Me imagino ese viaje, me imagino los gritos, las exclamaciones, los homenajes verbales, las citas de poemas: El paisaje de los cerros y lomajes de la costa central. Enrique y el Queque regresaron en la tarde a mi departamento de la calle Rosal, cubiertos de polvo hasta la punta de la nariz, y contaron que los sepultureros se habían extraviado en el cerro pedregoso y polvoriento, y que al fin, de subida, habían encontrado la incomparable tumba: “Abrid la tumba, al fondo de esta tumba se ve el mar”. Se dijo mucho, y se repitió en los más diversos mentideros de Santiago, que el poeta de «Altazor» y el de «Temblor de cielo», y el de «Horizon carré», había sido enterrado de pie, en posición vertical, para poder así seguir contemplando el mar, el de su poesía y hasta el de su prosa.

Descubrimos pronto que en las reuniones del Café Haití, del Bosco y del Sao Paulo, todos eran huidobrianos confesos y más bien antinerudianos: Teófilo Cid, Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Carlitos de Rokha. Neruda, desde sus cerros, cauteloso, sostenía que Huidobro era un gran poeta irregular, de versos memorables y un enemigo declarado de su propia poesía. Por esos mismos años, Octavio Paz, en uno de sus grandes ensayos, había sostenido en prosa cristalina que Neruda era el gran poeta del mar y del agua y que Huidobro, con su “parasubidas” de Altazor, y con su “temblor de cielo”, era el poeta del aire, de los espacios siderales, de una línea ecuatorial que marcaba un final de época, un milenio nuevo y quizá un apocalipsis.

Veo, entretanto, que el Chile de hoy es áspero, inclemente, con signos milenaristas difusos, que se manifiestan por diversos lados y que tiene, a pesar de todo, expresiones de una cultura amable, sonriente, campechana, que deberían llevarnos a convivir en forma un poco más amable, con solidaridad, sin ninguna necesidad de andar a palos con los profesores del Instituto Nacional, sin necesidad de andar todos a palos de ciego o a palos con el águila. He sonreído al encontrarme de nuevo con la portada de Nemesio Antúnez para «Coronación» de José Donoso, gran amigo suyo y nuestro, y con personajes con quienes compartí vinos en los años de los círculos morados, entre ellos, Andrés Sabella, Gálvez, ya no sé en qué lugar del norte, y Daniel Belmar en Concepción en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Vean ustedes ilustraciones en la Biblioteca de Santiago y no pierdan por ningún motivo la costumbre de asistir a viejas y respetables bibliotecas. Y la de releer algunos de los primeros cantos de «Altazor» o algunos de los últimos poemas del poeta que había regresado a sus cerros de Cartagena. Son maneras de volver a respirar como hombres libres en días de conmemoraciones nacionales; son ejercicios que no hacen el menor daño, los hacemos con otra mirada y hasta con un sentimiento de frescura, con ánimo renovado.

Me preguntaron hace poco mi opinión sobre la obra de un gran olvidado, Eduardo Barrios. Leo en la prensa la historia de las campanas que han instalado frente al viejo Congreso Nacional y que pertenecieron a la Iglesia de la Compañía, y digo sin el menor complejo que las campanadas de los atardeceres del barrio bajo de Santiago contadas en «El niño que enloqueció de amor», libro que sorprendí en una vitrina en París, y que leí de inmediato esa misma noche en una notable traducción francesa, son de lo mejor de la literatura en lengua española de los últimos años.

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