Me fijo que en el bolsillo hay una desgarradura. Lo descubro un poco y veo una perforación. Les digo a los carabineros: ‘ésta no es una muerte por enfermedad, es un homicidio'”.

El zapatero que atendía en el piso de abajo notó que caía sangre del techo. «Loco Mariano» tenía un torso en la mesa y piernas

y brazos en un saco.

Johanna Hernández y Francisco Silva, presuntos homicidas del profesor Villegas.

En la oficina que Gabriel Alarcón (43, casado, tres hijos) tiene junto con un compañero en la Brigada de Homicidios (BH) de Calle 2 Norte en Viña del Mar, hay seis estatuillas de bronce del Quijote y una de Sancho. El hidalgo que residía en cierta localidad de la cual su narrador no quería acordarse es un símbolo en la BH («es valiente y siempre va para adelante», dicen) y cada figura se manda a hacer para recordar un caso exitoso. Hay una, por ejemplo, por atrapar a los asesinos de Alexandrina Silva (59) y Juan Morales (59), pareja atacada en Loncura por un puñado de billetes en febrero de 2015. Y quizás dentro de poco habrá otra. Nibaldo Villegas, el profesor descuartizado de Villa Alemana.

Este caso partió el sábado 11 de agosto como el de un padre separado que no había ido a recoger a su hija a la casa de un hermano en Viña del Mar. Con el transcurso de los días ya era el enigma de un torso que apareció flotando en la bahía de Valparaíso, a las 18:00 horas del miércoles 15 de agosto. Entonces, cuando el sol ya se había ocultado, el subinspector Alarcón, a cargo de un grupo de ocho personas en la PDI, con 17 años en la unidad, hijo de una dueña de casa y de un suboficial en retiro del Ejército, recibió un llamado para ir al patio posterior del muelle Prat, donde fue llevado el cadáver aún sin identificar.

El sitio le trae recuerdos a Alarcón. Ahí mismo llevaron en 2007 el cadáver de un hombre que tenía el pecho con unas puñaladas que seguían una línea diagonal. “Hacía factible que fueran autoinferidas, porque además no eran muy profundas y en unas rocas cercanas había sangre”, recuerda. Al seguir esas manchas vio que algo brillaba entre las olas. Supuso que podría ser el cuchillo para corroborar la tesis del suicidio. Tuvo que caminar varios metros y esperar bastante hasta que el vaivén del agua le permitió recuperarlo. “Fuimos más allá para obtener un elemento de prueba, que vi de puro pidulle”, relata casi más de una década después de ese hallazgo. El momento, con él empapado y cuchilla en mano, quedó inmortalizado en «La Estrella» de Valparaíso.

Pero el torso del 15 de agosto era distinto. Primero porque estaba en el agua, donde es difícil recuperar evidencias. Alarcón tiene experiencia con víctimas halladas por partes, en tierra. En 2004 estuvo en el caso del «Loco Mariano»: Reinaldo Pérez (60) vivía en el segundo piso de una casa en el cerro Cordillera. En noviembre de 2004, el zapatero que atendía en el piso de abajo notó que caía sangre por el techo. «Loco Mariano» mató a un hombre de 32 y tenía su torso en la mesa y piernas y brazos en un saco. Un año antes había asesinado también a un vecino. Declarado inimputable, lo mandaron al psiquiátrico de Putaendo.

El segundo caso se parecía más al del muelle Prat, y también partió con una persona desaparecida. Ramón Saa (24) fue visto por última vez a fines de 2010. Se detectó que frecuentaba el ambiente gay y la policía llegó a la casa de Ángel Cerda (39) en Villa Alemana. En el dormitorio del tipo hallaron rastros de sangre y ese indicio condujo a establecer que el muchacho había muerto ahí y su cuerpo fue desmembrado, quemado y enterrado. Además de Cerda, también fue condenado Pablo Valencia (46). Ambos a 12 años.

“El mar es una dificultad. En tierra se pueden hacer mediciones. Buscar restos. Además, era un lugar público, con edificios y barcos por todas partes. Tuvimos que verificar todos los manifiestos de los buques para saber que todas las personas que pasaron por el puerto dos o tres días antes se habían ido sin problemas”, explica. Y también se fijaron en dos desaparecidos: un joven de Viña del Mar y un hombre de 50 años en Villa Alemana.

Pasado el mediodía del lunes 20 de agosto, Alarcón recibió una llamada desde Santiago del inspector Guillermo Silva, que había viajado a la capital a obtener de la oficina central de Redbank los videos de las cámaras del BancoEstado de Belloto, porque ahí, a las 3:00 horas del sábado 11 había sido usada la tarjeta de débito de Villegas. Silva no esperó a volver a Viña, se fue a la BH en Ñuñoa para ver el CD y descubrió que Francisco Silva Ales (37), la pareja de Johanna Hernández (32, esposa de Villegas), era quien había usado la tarjeta.

La otra prueba fue el celular de Johanna Hernández. El fin de semana del 18 y 19 de agosto, Alarcón le pidió poder analizarlo digitalmente. “Le dijimos: ‘Johanna, nosotros creemos que tú eres la más interesada en que él aparezca, ¿te incomodaría que pudiéramos revisar tu teléfono?'. ‘No, ningún problema', dijo ella. ‘Tenemos que llenar un acta para que sea voluntario', le dijimos e igual que «Don Pío» en «La Oficina» del «Jappening con Ja», ella firmó lo que llevamos”, dice Alarcón. Ahí surgieron pruebas como mensajes de WhatsApp borrados y dos fotos eliminadas cerca de la medianoche del viernes 10, que terminaron ubicándola dentro de la casa donde había muerto el profesor.

Aprender a caminar

Gabriel Alarcón entró a estudiar a la Escuela de Investigaciones en 1999. Antes se había titulado de administrador de empresas e incluso había ejercido esa profesión, “pero siempre me llamaron la atención los detectives, que andaban en Fiat Tipo, siempre vestidos de terno y que generaban tensión en la gente, ‘Mira, ahí van los detectives, los ratis'”, es la explicación que tiene para haber cambiado de trabajo. Cuando estaba preparándose para convertirse en policía, en junio de 2001, su mamá falleció sorpresivamente y eso lo decidió a tomar la primera decisión que cambió su vida: pidió ir la BH de Valparaíso, para apoyar a su padre y sus hermanos.

La otra comenzó en la noche del 11 de octubre de 2004. Lo llamaron por una «muerte por enfermedad» en la pasarela entre la caleta Portales y el cerro Esperanza. “Veo un lolo en la escalera que está sentado, que tiene una chaqueta de mezclilla azul oscuro, pero me fijo que en el bolsillo de arriba hay una desgarradura. Lo descubro un poco y veo una perforación. Les dije a los carabineros: ‘esta no es una muerte por enfermedad, es un homicidio'. Hubo un hemopericardio, la bala entró al corazón y en la posición que quedó el muchacho la sangre no escurrió. Eso cambiaba todo el panorama, porque empecé a entrevistar gente y llegué a una señora que me dijo que a la medianoche había escuchado un disparo”, dice.

El fallecido era Fernando Miranda (22), un universitario a quien tres sujetos, liderados por Víctor Brito (35), le habían dado un disparo para quitarle el celular y cambiarlo por dos botellas de cerveza. “Encontré entre la ropa del lolo una libreta, donde decía «contacto papá» y un número de teléfono. Al llegar al cuartel lo llamé y le dije lo que había pasado. El papá trabajaba en Sherwin Williams y vivía en Huechuraba. Era el hijo mayor. En ese época tenía un hermano, ahora tiene dos más”, dice Alarcón. El 13 de diciembre de 2004 llamó de nuevo al papá y le dijo que estaban en la pista de los sospechosos. “Vamos a tratar de ubicarlos y si es que pasa algo, yo lo voy a llamar”, recuerda que le dijo. Ese llamado nunca se produjo.

Pasadas las 14:00 horas del 14 diciembre, cuando estaba a punto de atrapar a Brito —al final lo detuvieron y le dieron 15 años de cárcel—, Alarcón se cayó del techo el Club Árabe, en avenida Colón, en El Almendral. Fueron 12 metros. Sufrió un hemoneumotórax, que él aceleró al intentar arrastrarse. Se fracturó las costillas, un brazo en cuatro partes, la columna y un fémur. En el Hospital Van Buren dijeron que era poco factible que sobreviviera. Estuvo dos semanas inconciente. “Cuando desperté vi al lado de la cama a don Fernando, al papá del estudiante. También fue el director Arturo Herrera”.

Le dieron el alta en marzo de 2005. Salió en silla de ruedas del hospital. “Fue un alta entre comillas. No podía caminar. Tenía que estar con una enfermera. Me tenían que mudar porque no podía moverme para ir al baño”. Fueron siete operaciones. Tuvo que aprender a caminar de nuevo y un año después, cuando quiso volver a la oficina, le dijeron que escogiera un puesto administrativo. La calle ya no más. “Me presenté ante la comisión médica, en el hospital en Brown Norte, en Ñuñoa. Yo insistí en volver a la BH porque considero que me gané ese puesto con mi esfuerzo y, además, que fue un regalo de mi mamá. Mi aspiración era y es irme de la BH cuando yo quiera y no cuando alguien quiera”.

Volvió el 9 de marzo de 2006. “Me bajé del auto y en el pasillo del estacionamiento al cuartel me emocioné porque la gente me estaba mirando. Muchas veces me pregunté ‘¿por qué esto me pasa a mí?', pero con el tiempo me di cuenta de que la pregunta era: ‘¿Y por qué yo no? ¿Qué merecimiento como ser humano tengo para vivir?'”, dice. Alarcón siguió con los años en contacto con el papá del estudiante asesinado en Portales. No es el único familiar de víctima que ha visto.

“El miércoles en la tarde me encontré en un supermercado con uno de los hermanos del profesor Nibaldo. Yo me acerqué, me levanté los lentes y le dije que era parte del equipo que había investigado. El lunes 20 me había tomado un café en su casa, cuando estábamos en la pista, pero no les podíamos decir nada, para no generar ansiedad. Ese lunes me dijo que confiaba en nosotros. No soy el mejor y no soy sólo yo. Medio en broma digo que soy como Paul McCartney, pero este es un equipo y no es sólo la BH”, dice.

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