El 11 de agosto de 1968 se produjo un acontecimiento que simbolizaba una época: la toma de la Catedral de Santiago. Chile vivía una época de revoluciones, con un claro clima de polarización y efervescencia social.

La acción de propaganda contaba con la participación de sacerdotes como Paulino García y Diego Palma, además de religiosas y numerosos laicos de comunidades de base, quienes querían provocar un hecho que generara impacto, poco antes del viaje del Papa Pablo VI a Colombia. Días antes, y dentro del mismo proceso, desde la parroquia de Barrancas había surgido una manifestación contra la construcción del Templo Votivo de Maipú.

El largo lienzo que colgó sobre la Catedral resumía el programa de los promotores de la toma: “Por una Iglesia junto al pueblo y su lucha”. A esto se sumaron dos documentos que dieron a conocer los ocupantes de la Catedral, “Por una Iglesia servidora de su pueblo” y “Manifiesto de la Iglesia Joven”, con los cuales se promovía la revolución en la Iglesia y una lucha contra las estructuras de poder y las riquezas que advertían en la institución, apelando por un compromiso “en la lucha por una auténtica liberación del pueblo”. Además hubo conferencias de prensa y misas, canciones y la sensación de estar viviendo un momento decisivo en la historia nacional.

Rápidamente surgieron las contradicciones, y los ocupantes recibieron tanto apoyos como críticas, en medio de una evidente tensión. El cardenal Raúl Silva Henríquez tenía liderazgo y contaba con reconocimiento en los sectores más rebeldes, pero sintió personalmente el suceso:“La acción de unos pocos sacerdotes descontrolados, olvidados de su misión de Paz y Amor, ha llevado a un grupo de laicos y de jóvenes a efectuar uno de los actos más tristes de la historia eclesiástica de Chile. Se ha profanado nuestra Iglesia Catedral; se han profanado hermosas tradiciones de nuestra patria en materia religiosa”. Señaló que “ningún extremismo” lo haría cambiar de su postura de apertura a las distintas ideas, y suspendió del ejercicio de sus funciones a algunos sacerdotes que habían participado de los hechos. Posteriormente pidieron disculpas, que fueron aceptadas, levantándose la suspensión, en lo que algunos percibieron como debilidad. Además, el cardenal se manifestó preocupado porque el “gesto impulsivo” había “vuelto a dar energías al clero conservador”.

La fecha escogida no era accidental: en 1967, también un 11 de agosto, se había producido la toma de la Universidad Católica, que había tenido repercusiones significativas en la vida política y educacional del país. Así lo expresó el cardenal Silva Henríquez en sus Memorias: “El uso político de la toma era difícil de ignorar. La presencia en ella del ex dirigente de la FEUC Miguel Ángel Solar y el hecho de que la fecha coincidiera exactamente con la toma de la UC permitían presumir que se quería producir una deliberada identidad entre los dos actos”. La Nación, el diario de gobierno que en 1967 había justificado la toma de la UC, habló de “una política sin sentido” tras la toma de la Catedral, apreciando incluso una “corrupción en los métodos de convivencia social”.

El propio Solar declaró, tras la toma de la Catedral: “El acontecimiento del domingo es un hecho que afecta profundamente la estructura institucional y política de la Iglesia. Afecta la conciencia de los cristianos y los obliga a buscar una nueva institucionalidad. En ese sentido, es legítimo pensar que se trató de un acto revolucionario. Su objetivo es destruir la actual institucionalidad de la Iglesia y reconstruir una nueva: la Iglesia Pobre” (La Nación, 12 de agosto de 1968).

El líder sindical Clotario Blest expresó en la revista vinculada al MIR Punto Final (N° 62, 27 de agosto de 1968) que la Iglesia Joven buscaba “la unidad de clase”, porque los trabajadores sin distingos eran explotados por sus patrones. Luego agregó que en la Catedral habían recordado la figura del Che Guevara, “el guerrillero inmortal”, a quien incluso habían llegado a llamar el “cristiano perfecto”, lo que generó “un momento de profundo silencio y emoción” entre los presentes.

Como se puede apreciar, el movimiento se daba en un doble contexto, de “renovación eclesial y radicalización política”, como le llama Ulises Cárcamo, o en un ambiente de diálogo cristiano marxista, que denunciaba Teresa Donoso Loero; Héctor Concha, por su parte, lo considera el “aprendizaje para una nueva Iglesia”. Como hemos desarrollado en la Historia de Chile 1960-2010 (CEUSS/Universidad San Sebastián), la década de 1960 tuvo en 1968 un año decisivo y crítico para la Iglesia Católica, presente en la polémica sobre la encíclica Humanae Vitae, de Pablo VI; la formación de comunidades rebeldes; el “asambleísmo eclesial politizado” que advierte Gonzalo Larios para el Sínodo de Santiago; una defección creciente de vocaciones sacerdotales y religiosas, que la propia Iglesia interpretaría años después como un “temporalismo” que afectó a un sector importante del clero, que creía “más en la eficacia social que en la apostólica”.

Esa línea sería de más largo plazo, había tenido su génesis a comienzos de la década de 1960 y tendría expresiones específicas en la formación de los Cristianos por el Socialismo, aunque sus proyecciones en el corto y mediano plazo fueron diversas e incluso contradictorias, especialmente en cuanto desafiaban la doctrina y jerarquía de la Iglesia Católica.

Alejandro

San Francisco

Profesor de la Universidad San Sebastián y de la Universidad Católica. Director de Formación del Instituto Res Publica. Director de Historia de Chile 1960-2010.

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