—Hola. Sí, te entrevisté para tu última exposición, a los 60. En 2014.

—¿A mis 60 qué? ¡¿Años?! ¿¿¿Tengo 64???!!!

Bororo se ríe a carcajadas de sí mismo. Del paso del tiempo y de su memoria “que está más o menos”. Cuatro años pasaron para volver a exponer, ahora con 10 piezas de gran tamaño en “Planetaria”, la muestra que inaugura el 28 de agosto en Artespacio. Siempre junto a María Elena Comandari y Rosita Lira, “mis galeristas que amo”, remarca.

“Habla en colores de la historia y geografía de la Tierra”, dice Carlos Maturana en su casa-taller de Barrio Italia. Terremotos, huracanes, destrucciones como consecuencia del actuar de la especie humana. “Son visiones más abstractas que antes. Pudieras pensar que son imágenes prehistóricas o después de la devastación nuclear”.

Y lo doméstico que cruza habitualmente su obra. Hay un matrimonio en la cama con unas libretas de deudas en las manos y una pareja de amantes escondidos en una cómoda. “Ese es mi lado caricaturista, el chiste dentro del drama. El resto se me puso más geográfico y sugerente, no te queda más que a ti imaginar qué hay. Siempre hay una cosa caótica en mi pintura. No así en mi vida, por suerte”.

Hace unos ocho años decidió pintar en la playa: en la arena estira 25 metros de tela, muchísima pintura, sol y una manguera que hace chorrear las manchas. “Yo me siento y miro lo que estoy pintando. Alucino con eso. Hasta que la mancha ya no puede ser más mancha, corto las telas, me las traigo a Santiago y las transformo en cuadro”.

—¿Es la manera de sorprenderte a ti mismo?

—Sí. Yo busco la historia y cuando no la encuentro me pico. Eso que falta es lo que resuelvo en el taller y es súper lento, por eso pinto varios cuadros a la vez.

—Tu vínculo con la naturaleza viene desde niño. Leí que en el colegio te ibas a la playa a dormir a la intemperie.

—Tengo una mentalidad muy infantil, digo tenía (risas). A mis 14 era medio desadaptado social, pero subía cerros y escalaba rocas. Era muy tímido, no tenía un cuerpo como para sacarme la polera en la playa; mucha guata como hasta hoy. Era pudoroso. Yo era muy cavernícola. Entraba a lugares donde no había nadie solo para sentirme mono. Cuando íbamos a Isla Negra, a la casa que me prestaba Nemesio Antúnez, yo corría en el roquerío. Mis niñas encontraban que el papá era Tarzán. Fueron pasando los años y yo ya llegaba arriba sin aire. “¿Cómo estuve?”, preguntaba. “Papá, cada vez mas ñoño”.

“¡He hecho cuadros horribles!”

Lo difícil en su método de trabajo es encontrar el final. “Es súper difícil de describir, pero es una experiencia visual. Cuando veo los cuadros después de años, digo: menos mal que paré. Otras veces pienso: qué horrible lo que estoy mirando. ¡He hecho cuadros horribles en mi vida!”, dice a viva voz. “Es que cuando joven era muy bohemio, pintábamos en el suelo, tomábamos, fumábamos pito… alguien empezó a recoger eso y los venden por ahí”.

Desde sus inicios la prensa habló de él “como un personaje raro que estaba ganando concursos”, recuerda. “Tengo vanidad. Y aunque nadie lo crea, me miro al espejo y me arreglo el pelo”, acota.

Hace casi treinta años, cuando hacía clases en la U. de Chile, fue que llegó el alumno Pablo Domínguez a pedirle ayuda. “Me dijeron que tenía que tomar clases contigo. Pero el profe con el que estoy es bien bueno”, me dijo y me mostró una pintura de una botella con un durazno. “«Está muy bien pintado, pero puta la hueá hueona oh», le dije yo”, cuenta entre carcajadas. Ahí nació la amistad con el artista que murió en 2008. Lo impulsó a independizarse y juntos fueron parte de la influyente Generación de los 80, al lado de Samy Benmayor y Matías Pinto D'Aguiar, sus amigos entrañables.

Bororo hizo clases en la universidad hasta hace poco, pero se retiró. “Porque fallaba mi concentración con tantos trabajos que veía y porque llegaba a ver mis cuadros y me sentía pasado de moda. Hay jóvenes brillantes ahora”, explica.

Después de una carrera larga y prolífica, agradece seguir siendo reconocido. “Me he encontrado con muchas falsificaciones. La primera vez, hace muchos años, me contaron que había una en una casa de remate. Está bien falsificar a Picasso, ¿pero a mí? Lo encontré súper chori. Me puse nervioso. Y cuando lo vi, ¡horrible horrible! La firma igual, eso sí. Yo soy el más fácil de falsificar, porque se supone que soy súper espontáneo. Soy el más carerraja; tiro unas manchas, unas rayas y ya. Pero la cosa no es así tan fácil, me demoro ene. Soy un desparpajo como pintor, pero es difícil que me copien bien, nunca he visto una falsificación que me haga dudar”.

—Buenos recuerdos de esa época en la que los cuatro andaban de beatles.

—Me encantaba que nos dijeran así, porque soy fan de los Beatles. Samy y Matías están acá al lado, nos vemos siempre. Estamos más viejos, sin mucho carrete. Yo a la hora de las noticias estoy roncando. La cuerda se me acabó.

—¿Y qué quedó de esa bohemia inspiradora?

—Era un divertimento total. La inspiración máxima realmente es tener tu propio taller. Para mí, la inspiración es constante porque duermo acá. Si me desvelo, prendo la estufa y pinto. O reviso las pinturas del día anterior… La verdad, me están dando ganas de tener una casita con patio y perro. Y venir a trabajar al taller.

—Vas a cumplir 65 años en noviembre. Hablando en serio, ¿es tema?

—¿No eran 45? (risas) Me gusta estar más viejo, porque me siento liberado. De las leyes morales y sociales. La Iglesia tempranamente me cargó, pero nunca me atreví a decirles a mis papás. Creo en Dios; el que sea. Y Jesús, ¡ídolo! Lo que no me gusta son los achaques. Cuando me cuesta abrocharme los zapatos lo encuentro terrible. Tengo prohibido los tallarines, las papas, el arroz y el copete ni hablar. Tengo que tomar a escondidas de mi médico. Bueno, ya bebí mucho en mi vida, ¡pero llevo 5 años sin fumar! Alguna gracia que tenga.

“A mi papá duende lo amé toda mi vida”

En las paredes de su taller hay fotos de sus padres, Gabriel Maturana, el inolvidable Señor Mandiola del “Jappening con Ja”, y Adriana Piña. También de sus dos hijas, Paloma, pintora, y Elisa Paz, madre de sus dos nietos de 9 y dos años.

“Tuve suerte de tener los papás que tuve. Él me decía: «Mire, Bororito, tiene que ir a misa los domingos». Era tan dulce y cariñoso. Mi mamá también, pero más severa, por suerte”.

Gabriel tuvo que dejar su profesión cuando nacieron los tres hijos, “porque con el teatro no le daba”. Entró a trabajar al Banco Estado, donde estuvo más de 30 años. “Allá se dedicó a inventar obras donde hacía actuar a todos los empleados. Cuando entraba a su sección, todos se reían. En Quinteros lograba hacer actuar a todos los veraneantes. No paraba”. Cuando salió de ahí entró al Bim Bam Bum y luego al “Jappening”. “Tenía la facultad de alegrar a todo el mundo”.

La primera vez que Bororo conoció al padre de un compañero de curso no lo podía creer. “Un tipo muy raro. Los papás de mi generación venían de ese mundo machista y patriarcal. A mi papá duende lo amé toda mi vida”.

—¿Qué heredaste de él?

—Mucho de lo que pinto tiene que ver con mi papá. “¿Cuando sales de las tablas sigues siendo actor?”, le preguntaba yo. “No le digas a nadie, pero sí”, me contestaba bien bajito. Esa era su magia. Tenía un vínculo con el teatro tan profundo; el mismo que tengo yo con la pintura. Soy divertido y dramático a la vez. Tengo mucho de su humor. Aunque todo este cachureo acá es una mínima parte de lo que él guardaba. Tenía ocho piezas de cachueros y un baúl lleno de ampolletas quemadas.

—¿Tú eres capaz de reírte de tus propias tragedias?

—Absolutamente. No solo pintando, también socialmente. Es un gran paso para escapar de la tristeza.

—Tu familia es longeva. ¿Le tienes miedo al final de esta vida?

—Me aterra el sufrimiento, me encantaría que hubiera eutanasia lo más pronto posible. Mi papá murió a los 93 y mi mamá con 88, dos meses después que él. Se le fue su “Chiquitito”, como le decía. Yo soy un tipo feliz. No creo ni en el cielo ni el infierno. Aunque El Bosco me hizo dudar. Creo que uno es como una plantita que si la cortas, se muere.

—¿No has pensado que sería bueno reencarnarte en rockstar?

—Nooo. Ya soy un rockstar (carcajadas).

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