Cargando una mochila en la espalda y un bastón en la mano, tras bajarse del taxi que lo deja en una esquina de la Plaza Brasil, el poeta y músico Mauricio Redolés (1953) esboza una sonrisa cómplice y, para sacarse el pillo por llegar tarde a la entrevista, dice medio en serio medio en broma: “Últimamente tengo que anotar las cosas que olvido en una libreta que se llama NMA: No me acuerdo”.

Luego de superar un accidente cerebrovascular en 2016, empezó a escribir “Algo nuevo anterior” (Lumen, 2017), libro que narra episodios, reflexiones y chistes sobre la vida de un hombre que se crío en Los Andes, entró tardíamente al Liceo Amunátegui donde hacía clases su padre, el profesor Luis Redolés; fue detenido por ser militante comunista tras el golpe, estuvo exiliado por una década en Londres en el apogeo del punk; estudió sociología y fue seleccionado por Soledad Bianchi, junto a Roberto Bolaño y Raúl Zurita, en la antología “Entre la lluvia y el arcoíris”; volvió a Chile el 85, “el año que picaba la jaiba en dictadura”, dictó talleres literarios en cárceles en los 90 y creó clásicos de la música popular chilena como “¿Quién mató a Gaete?”, disco que lanzará en vinilo el próximo 18 de agosto en el Club Comercio Atlético.

Ameno, entretenido, profundo y con mucho sentido del humor, Redolés en persona es un gran contador de anécdotas, algo disperso, pero con la lengua suelta como una cotorra ebria.

Sus memorias literarias son fragmentarias y casuales. Un conjunto de evocaciones personales y colectivas cuyo modelo se puede rastrear en las columnas de Daniel de la Vega, en la páginas de la Revista Estadio (la mejor revista literaria de Chile, según Jorge Teillier), y, sobre todo, “Me acuerdo”, de Georges Perec.

Plegándose a la idea que tenía Allen Ginsberg de escribir textos que fueran como una cama en donde uno se pudiera echar, abriendo cualquier página al azar, “Algo nuevo anterior” se lee de un tirón y es un libro imán como pedía Cortázar, repleto de historias mínimas inolvidables.

Gran observador de la realidad, maestro de la pequeña historia y conocedor de la picaresca, el compositor de “Los tangolpiando” retrata en su autobiografía un universo íntimo y familiar, eludiendo la maquinaria discursiva de la Historia escrita con mayúsculas, articulando una mirada única, callejera y optimista, modulada en frecuencia AM, proyectando un retrato emotivo de personas, lugares y hechos de la cultura chilena contemporánea.

—¿Qué imagen se te vino a la mente después del accidente que sufriste en 2016?

—Me acuerdo que, cuando desperté de la inconciencia en el hospital, tenía a un lado a un señor de 50 años que había sido arquero de fútbol y que se había quebrado un pie. Estaba hospitalizado al lado de mi cama y nos pusimos a hablar de cualquier cosa y este libro es justamente un libro donde hablo de cualquier cosa. Por ejemplo, el recuerdo de haber visto jugar a Lev Yashin, “la araña negra”, en el Mundial del 62 cuando era un niño.

—El primer episodio del libro parte con un chiste en medio del horror como preso político.

—Eso pasó cuando nos llevaron a la cárcel pública de Valparaíso. Dormíamos en el cemento y nos tapábamos con frazadas. Una noche escuchamos el llamado de un preso político que se llamaba Héctor Luna. A Luna le pidieron que se presentara en la guardia y nosotros pensamos lo peor, porque llegó el Servicio de Inteligencia Naval. De a poco fueron llamando a más compañeros y de repente me llaman. Salí por la galería y me encontré con Luna, el primero que habían llamado. Resulta que venía de vuelta a su celda, riendo. Traía un paquete envuelto en papel café. Y me dice: “Son encomiendas de las familias”. ¡Cómo se les ocurre llamarte a las 10 de la noche para entregarte una encomienda!

—¿Era muy importante partir con humor?

—Tampoco fue una actitud muy consciente. El primer texto que escribí fue cuando me acordé que mi papá siempre me decía de niño: “Muéstrame las uñas”. Y él me pasaba un fósforo para que me limpiara. Cuando me encontré con ese recuerdo que permanecía, me puse a pensar qué podía hacer con los otros recuerdos que tenía alojados en mi memoria. Además, esa misma semana me llegó el libro “Yo recuerdo”, de Perec, que fue el modelo más importante para armar este libro.

—¿Cómo se gestó?

—Las primeras cincuenta anécdotas las escribí tres años antes de tener el accidente cerebrovascular. Y esos textos quedaron guardados hasta que me llamaron de Random House y me dijeron que querían publicar algo mío y yo empecé a tirar las cartas sobre la mesa. Cuando les dije que tenía un proyecto de libro de recuerdos dispersos, sin orden cronológico, ni orden temático, se entusiasmaron.

—¿Escribir te ayudó en el proceso de recuperación de la memoria?

—Absolutamente. En un comienzo llamé a mi amigo Eduardo Leiva y le pedí si me podía escribir las cosas que yo le dictaba a cambio de pagarle el taxi. La otra cosa importante fue que en aquella época estaba en mi casa la abuelita de mi mujer, que tenía 92 años y, a la hora de almuerzo, ella se ponía a recordar su infancia. Eso fue una gran ayuda porque pude darme cuenta de que a esa edad y con un deterioro en la memoria importante, era capaz de recordar siempre las cosas. Ahí me dieron ganas de escribir el libro porque entendí que, más que un acto de egocentrismo, se trataba de un acto de generosidad hacia otras personas.

—El estilo es fragmentario, pero, leído en su conjunto, tiene un sentido total. ¿Estás de acuerdo?

—El sentido se lo da la casualidad. Una vez leí un libro de Roland Barthes que se llama “El imperio de los signos”, donde habla de cómo cierto desorden te da un orden. Él dice que la ubicación de las piedras en un jardín japonés aparentemente no tiene sentido, pero que al final eso te da una relación. Yo creo que algo así pasa con este libro.

—El tono es totalmente analógico.

—Eso me recuerda a Mundicrom. Con las láminas Mundicrom tu conocías el aparato digestivo, el descubrimiento de América, y todo tipo de hallazgos sobre el mundo. Yo me acuerdo que en San Pablo había, entre Matucana y Sotomayor, por lo menos tres grandes librerías. Ahora queda una. El dueño tiene la porfía de mantener una librería que sólo vende libretas, saca fotocopias y está repleta de aserrín porque tiene muchos gatos. El otro día le decía a un amigo que teníamos que hacer un documental tipo “La once” sobre ese lugar, porque ahí se junta un grupo de caballeros que se autodenomina el club de los dinosaurios. El menor tiene 66 años y el mayor tiene más de 80. También hay gente del GAP y otra que es de derecha. Es como otro Chile.

—Tu libro también habla de otro Chile. Tiene el espíritu del siglo XX. ¿Qué opinas de internet?

—En alguna medida, la gran enciclopedia universal que es internet te lleva a pensar que todo está al toque de una tecla. Pero esa información sin una contextualización no sabemos qué función puede cumplir. Por otra lado, es una gran ventaja con respecto a nuestra generación.

—O sea, tampoco piensas que todo tiempo pasado fue mejor.

—Para nada. Un texto que quiero escribir ahora es sobre un hombre que vive la noche del 11 del 73 y que está pensando que cagó todo. Este hombre proyecta lo que viene. Y lo que viene es el fascismo. Y ese hombre del siglo XX es un hombre misógino, homofóbico, porque piensa que hasta los maricones van a tener derecho a hablar en el futuro. Entonces yo creo que también hay que tener cuidado con las nostalgias porque pueden derivar en formas de opresión. Marx decía que las ideas de los muertos pesan como una montaña en el cerebro de los vivos y yo creo que es cierto. Antes vivíamos en un mundo en el que decíamos que era terrible vivir porque estaba lleno de sectas. Pero resulta que la Iglesia Católica es una secta y el Partido Comunista también. Entonces creo que somos personas de un tiempo.

Papeles que hablan

Redolés tiene la casa llena de papeles recogidos de la calle y dice que hará en el futuro una exposición con todos los objetos encontrados. “Hace poco, hará una semana, le mandé 400 fotografías de papeles a un tipo que está interesado en montar la muestra”.

—¿Siempre fuiste bueno para recoger papeles de la calle?

—Estuve 30 años recogiendo papeles y todavía lo hago como una especie de arqueología urbana, pero casi nunca lo he usado como creación ni tampoco como oráculo. Aunque debo reconocer que a veces me han salido cosas que digo: “Chucha, la calle me está hablando”.

—A ver, dame un ejemplo.

—Una vez salí de la casa y me pregunté por qué me dedicaba a la literatura. Y ese mismo día encontré un papel que decía: “¿Por qué escribo?”. Otra vez estaba medio desesperado, preguntándome para qué chucha recogía tanto papel y dije: “Éste es el último que voy a recoger y resultó que era una papel en blanco”.

El silencio de Parra

Cuenta que tenía 17 años cuando leyó un libro en el Liceo Amunátegui que le cambió la vida: “Un profesor de lenguaje nos dijo: ‘Lean “Patas de Perro”, de Carlos Droguett, para que vean lo miserable que es el mundo'. Yo lo leí y dije: ‘Esto es lo que yo voy a hacer de aquí en adelante: escribir'”.

Años después, estando preso e incomunicado en el hospital Naval producto de una golpiza que le dieron, se le acercó una enfermera y le preguntó: “¿Qué puedo hacer yo para ayudarte?”. Y él respondió: “Tráigame algo para leer”. La mujer llegó con cinco libros. Uno de ellos era “Patas de Perro”.

—Tú fuiste cercano a otro Premio Nacional de Literatura, Nicanor Parra. De hecho, musicalizaste poemas como “El poeta y la muerte”. ¿Me puedes contar cómo fue tu relación con él?

—La ultima vez que lo vi fue en Las Cruces en 2012. En esa época mi mujer y nuestra hija —que por entonces tenía 6 años— vivían allí porque mi suegra tiene una casa en la playa, a dos cuadras de la casa de Don Nica. Entonces un día le dije a mi mujer que fuéramos a visitarlo. Llegamos a las 11 de la mañana y estuvimos conversando con él hasta las 3 de la tarde. Nicanor nos estuvo explicando la importancia del silencio. Así que cuando salimos le preguntamos a mi hija qué le había parecido Nicanor Parra y ella respondió: “Hablaba mucho sobre el silencio”. ¡Una parriana chica!

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