Me quedé viviendo como podía. Hasta que se murió mi papá, que en parte me salvó”.

“¿Se ve bien mi viejo atrás?”, pregunta Benjamín Cienfuegos (39), posando en el centro de la Arrocería Cienfuegos, su nuevo proyecto gastronómico. Hay también algunos muebles de Rodrigo, su padre que murió en marzo de 2016, adornando el nuevo espacio.

Están en imágenes sus abuelos también. “En mi casa no tengo fotos de mi papá, me cuesta mucho”, comenta Benjamín.

En mayo de 2017 encontró el local en el Edificio Alonso, en Vitacura, en el que trabajaron el arquitecto Matías Cienfuegos y Grissanti + Cussen en la decoración, con la mirada de Benjamín en cada uno de los detalles.

Abre oficialmente mañana. “Yo no quería hacer más restaurantes, porque es una inversión gigantesca y por el sacrificio familiar que implica”, cuenta el chef.

Está casado con Soledad Oriana, dueña de Belle Epoque, encargada de los impecables trajes de los garzones y son padres de Vicenta, de un año y 9 meses. Varios de los platos están bautizados con los nombres de su familia.

“Nunca me había costado tanto hacer un restaurante y he hecho unos 12 entre modificaciones varias”, acota. Fue elegido chef revelación en 2008 gracias al restaurante Cienfuegos de Bellavista. Luego vino el ondero bar Constitución, Casa Lastarria, la Cebichería Constitución, etc. Todos negocios que logró levantar hasta 2015, cuando quebró.

“Ha sido duro todo este tiempo. Después de eso morí y quedé viviendo como podía. Hasta que se murió mi papá, que en parte me salvó económicamente”, dice brevemente porque es un episodio que prefiere no recordar.

Benjamín vivió en España desde el 2001 al 2005 y pasó casi año entero cocinando sólo arroz. “«¡Nunca más hago arroz!», pensé. Pero, finalmente, es mi especialidad”.

Ofrece unos 20 platos arroceros y los comienza todos desde cero. Con influencia de Asia, Europa y Sudamérica, realizados con arroz bomba, “que absorbe mucho más, tiene más sabor, aguanta sin pasarse, etc.”. Con entradas y postres que, aunque sofisticados, le ceden el protagonismo al plato de fondo. Escogió unas 200 botellas de destilados y unas 40 sólo de piscos chilenos.

“Nunca nadie ha hecho una arrocería en Chile”, cuenta Benjamín. “Por eso la gente no entiende el concepto. Cuando me vuelven a preguntar lo que es yo me escondo”, dice con una sonrisa.

El arroz es el segundo cereal más producido en el mundo. Según la FAO, este 2018-19 alcanzará un récord de 511,3 millones de toneladas. “Cada vez hay más arroces y los restaurantes lo ofrecen más en sus cartas. Estoy seguro de que después de éste saldrán otros”. Los chilenos somos grandes consumidores, “porque el arroz es comida de pobre”, dice. “Yo me fui dos semanas a España sólo a comer arroz. Pero acá no le puedo poner tanto sabor como quisiera, porque lo encuentran fuerte. Los clientes son rarísimos”.

—¿No crees que el cliente siempre tiene la razón?

—Nooo. Eso no existe. Nunca ha sido así. El chileno siempre ha creído que tiene la razón; cada vez menos. En mi primer restaurante trataban al personal como esclavos. La única vez que yo salía era cuando los tenía que defender. Creen que uno es cualquiera y cuando ven que somos “del mismo sector social”, se callan.

“Ya no puedo tener un bar, yo me anduve perdiendo”

“He vivido en la cocina desde que tengo uso de razón”, dice Benjamín porque se crió en la misma casa con su abuela Adriana Letelier, banquetera. Su madre cocina también. Quiso estudiar medicina, pero entró a Ingeniería Civil y renunció al primer año. “Me interesaba algo en donde yo fuera mi propio jefe y lo he logrado. Mi papá, que tenía una constructora, me decía que lo tomara como un hobby. Hasta que averigüé todo el campo laboral que tiene la cocina. Me pagó mis estudios en España, me apoyó en todo; habría estado feliz con este restaurante”, añade.

“Es mi proyecto más personal, con cero opinión de los demás. Lo he hecho solo. Mi hermana me ha ayudado mucho. Las críticas constructivas tampoco las escucho. Podré oír alguna, depende de quien venga, pero las que me hicieron en la marcha blanca no las pesco”, dice con firmeza. Su equipo de administración es el mismo de hace 10 años. “Cuando quebré, me preocupé de conseguirles pega, y ahora volvieron todos conmigo. Son mis fieles”.

Ya hizo su mea culpa. “Claro que encontré el error. Me equivoqué solito, en todo caso. He tenido cuatro años del terror. Da lo mismo a estas alturas. Ya es pasado”.

Ahora tendrá que retomar el ritmo de trabajo que bien conoce. “Cuando uno trabaja el resto lo pasa bien. ¡Nadie te invita a comer! En el bar, los dos últimos años yo no iba, pero era un estrés porque tenía mil personas por noche. Me despertaba solo a las 5 de la mañana”, recuerda.

Por eso, no más locales nocturnos por ahora. “Por salud, ya no puedo tener un bar, yo me anduve perdiendo”, confiesa riéndose.

—¿Hay una preocupación especial por recuperar tu buena fama?

—Sí, apostar a que me vaya bien. De los cocineros de mi generación ninguno tiene restaurante. Los restaurantes de autor son pésimo negocio. Vas una vez y chao. A excepción del Boragó. Al principio, yo sí estaba preocupado de los premios, quise hacerme un nombre. Ahora es distinto, pero bueno, todo suma.

—¿Alguna meta para llegar a los 40?

—Ya hice todo lo que quería hacer. Me gustaría tener otro hijo, eso sí. El resto, sólo vivir tranquilo.

La foto de su padre, Rodrigo Cienfuegos, acompaña al chef en su nuevo local.

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