Adriana Valdés (75) recuerda la primera vez que vio a Enrique Lihn y mientras lo hace sonríe. Fue en un seminario en 1968 en el Teatro Municipal de Las Condes —donde está hoy el hotel Ritz Carlton— y en el que participaban, entre otros, Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards. Todo muy amable hasta que intervino el poeta: “Habló Lihn y empezó la discusión más horrorosa que te puedas imaginar”.

Al cumplirse —el 10 de julio— 30 años de la muerte de Lihn, ese espíritu crítico, a medio camino entre la genialidad y la mala leche, sigue resonando en Valdés, una de las principales ensayistas del país, vicedirectora de la Academia Chilena de la Lengua y autora de «Enrique Lihn: vistas parciales» (Palinodia, 2008), uno de los pocos relatos biográficos del poeta.

No sólo fue su amiga —pareja entre 1974 y 1981— sino que también responsable, junto con Pedro Lastra, de publicar «Diario de Muerte», que Lihn escribió mientras agonizaba. Sentada en el living de su departamento —que bien podría ser una sala de arte contemporáneo con obras de Dittborn, Bru, Antúnez y Delia del Carril—, Valdés echa a correr la memoria.

—¿Se extraña hoy en nuestro escenario cultural a alguien con el espíritu crítico de Enrique Lihn?

—Creo que mucho, por una razón práctica de trabajo, aparte de lo que a mí me puede parecer como persona. Recuerdo una frase de Roberto Merino cuando murió Enrique que se me quedó grabada: ‘Ya no va haber nadie a quien preguntarle nada'. Se insiste mucho en la falta de formación universitaria de Lihn, pero por otro lado la gente que tenía una educación completa de verdad lo tenía como referente cultural, precisamente, porque esa formación universitaria, ponte tú la mía, había sido en literatura española. En cambió, él tenía una visión mucho más europea, diría que su patria intelectual estaba cerca de Europa. París, por ejemplo, es el lugar de sus recuerdos.

—Pero al mismo tiempo era una persona, intelectualmente hablando, muy jodida.

—Él era muy difícil. Él tenía un detector de mierda súper refinado. Donde tú veías que las cosas estaban bien, él sólo miraba las fallas y eso lo hacía muy antipático. De verdad a muchas personas le caía mal o les parecía amargo, pero también a muchas les pasó lo que a mí: tú te dabas cuenta de que lo que él veía no era bilis propia, sino que era el reflejo de una gran lucidez. Una de las características atractivas en él, como personalidad intelectual, era precisamente esa capacidad de detectar lo falso.

—Hay una foto, en la pequeña biografía que escribió de él Roberto Merino, donde aparecen Lihn y el artista Eugenio Dittborn, muertos de la risa. Dos personas que uno jamás se imaginaría riendo.

—Se reían mucho. Uno lo imaginaba más melancólico por su poesía, porque yo siento que la poesía de Lihn llegaba a zonas de la experiencia donde no había llegado nadie en la poesía chilena. Quizás, tal vez, algunas cosas de «Residencia en la tierra», de Neruda, llegaban a ese lugar. La poesía contemporánea al trabajo de Lihn no llegó nunca al lugar intelectual, racional, pero terriblemente sentido y doloroso donde él se ubicaba.

—¿Ni siquiera Nicanor Parra?

—No. En Enrique existía una fuertísima capacidad de parodia y de ironía, pero al mismo tiempo había una cosa totalmente irresuelta que tenía que ver con los sentimientos y el sexo. Eso en Parra no está, hay mujeres y hombres imaginarios, muchas cosas que son muy interesantes, pero no tiene ese nudo de experiencia profunda con el sentimiento.

“Su patria era la intemperie”

—Usted ha señalado que hay muchos mitos en torno a Lihn. Para ir desmitificando, ¿cuál era el lugar del autor de “La pieza oscura” en la escena cultural antes de su muerte?

—Era bastante conocido. De hecho cuando él murió la portada del diario «La Época» tituló con letras grandes ‘Murió Enrique Lihn', como si fuera la noticia más importante de ese día. La verdad es que era tan importante como eso. Había una cantidad de gente pendiente de él, acá y en el extranjero, sus libros se publicaban, no tanto como él hubiera querido, pero sí se publicaban. Tenía bastante renombre en la escena de acá. Ahora, cuando te hablo de esto te quiero señalar una “escena paralela”, porque para «El Mercurio» Enrique Lihn no existía y en la cultura oficial de la dictadura nunca existió. Bueno, como esa cultura era bien pobre era un honor no existir.

—¿Usted cree que hay cierto menosprecio de su peso intelectual? Se ha dicho que el estructuralismo de Lihn era más bien de “maestro chasquilla”.

—Lo que pasa ahí es bien curioso: Lihn daba unos cursos extraordinarios en el Departamento de Estudios Humanísticos y nunca dio clases sobre el estructuralismo ni nada que se le pareciera (…) El libro del estructuralismo fue estrictamente polémico: el que sacó contra José Miguel Ibáñez Langlois («Sobre el estructuralismo de Ignacio Valente», en 1983), quien había hablado del estructuralismo en «El Mercurio» con esa condescendencia que solía tener la gente que no había leído esas cosas o que ya sabía las cosas que había que pensar de ellas antes de leerlas. Lo que a Enrique le indignaba era esa actitud del ‘yo lo sé todo' y escribió ese libro que debe ser uno de sus textos más malos (risas). Ese libro yo no lo voy a defender, lo que sí defiendo es su espíritu polémico y su valentía en un momento en que discutirle a Ignacio Valente, el único crítico que había, era, para variar, un suicidio. Pero no me parece que sea un buen libro, yo no lo recomendaría.

—Bueno él también mantuvo distancias con el otro extremo, la Escena de Avanzada.

—Enrique lo que pensaba y creo que en cierto sentido tuvo razón, es que hubo un momento en que la Escena de Avanzada se centró sobre sí misma, sobre sus peleas internas que eran tremendas y sobre la autorreferencia y la jerga. Según él, una forma de ejercer poder era utilizar palabras que eran desconocidas, libros que aún no llegaban masivamente o que no habían sido traducidos. El uso de información como poder a Enrique siempre le pareció una perversidad. Además, Enrique tenía una cosa muy especial con el arte: Lihn hacía la crítica de arte con las obras que él veía acá y los poemas los reservaba para los cuadros que veía en los museos de Europa y Estados Unidos.

—En ese sentido, ¿se acerca Lihn a la idea del intelectual total, porque además de poeta era crítico de arte, dibujante, ensayista, actor?

—Sí, siempre que tu consideres que su patria era la intemperie, siempre que tú consideres que todo eso era hecho en el límite del esfuerzo, siempre que tú consideres que la instalación no era lo suyo. Cuando tú lo describes en esos términos, parece una obra de arte total, como la ópera de Wagner, pero lo de él eran puros fragmentos, pedazos sagaces, muy puntudos, pero que no armaban una buena coraza. Eso lo digo yo, él era una persona sin protección.

—¿Hay cierta ética del perdedor, de resignarse a perder en Lihn? Se lo digo a propósito de uno de los últimos diálogos que tuvo con él cuando le dice “vas a ser muy famoso” y él responde: “y de qué me sirve si voy a estar muerto”.

—Diría que sí. El encontraba que todas las personas que ganaban eran levemente sospechosas y eso en todas las cosas de la vida. Creía que para llegar hacia la fama había que hacer una genuflexión de más. Por eso lo considero un modelo de ética.

—¿Cuál de todos sus libros es imprescindible para las nuevas generaciones? Hoy, desde el extranjero, se considera «Diario de Muerte», como su obra maestra.

—A mí el que me deslumbró a los treinta años, que por cierto no son los treinta años de la gente ahora, fue «La musiquilla de las pobres esferas». «Poesía de paso» también es un libro maravilloso, pero no tengo un libro que me guste más que otros. Tengo no más ciertos versos que se me quedaron en la memoria y que, de vez en cuando, vuelven.

—En el libro que usted escribió sobre Lihn señala: “Yo sentía que debíamos mantener viva su memoria”. A treinta años, ¿cree que cumplió con esa misión?

—Yo no tuve esa misión. Yo me quedé callada porque siempre pensé que había mucha gente que tenía mucho que decir. Además preferí que pasaran veinte años antes de escribir ese libro y por una razón estratégica bien fuerte: luego de dos décadas tienes distancia de tus propios sentimientos. Yo hice una distancia, pero también era una estrategia en otro sentido: la gente que había compartido con Enrique aún estaba viva y por lo tanto podían desmentir cualquier cosa que no fuera exacta. Mira, se han escrito cosas muy desagradables, muy tontas, muy malas sobre Enrique y yo quiero que alguien me diga si una palabra de lo que yo escribí es falsa.

—¿Es tiempo de una gran biografía de Lihn?

—No. Todavía no. Los ingleses tenían una regla sobre eso: que se muriera la última persona aludida. En las buenas biografías, como la de Joyce o la de Wilde, hay que esperar que se muera todo el mundo, que se muera gente que es veinte años menor que yo. Mientras hay gente viva, hay intereses que cuidar y eso hace que las biografías sean malas.

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